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Justicia interna, justicia internacional: las exigencias del «nunca más»

Fuentes: Sin Permiso

Las violaciones de derechos humanos constituyen un estigma imborrable en la historia de la humanidad, sobre todo cuando involucran crímenes que, por su crueldad, la ofenden o la lesionan de manera grave. Para sobrellevarlo, las sociedades han tratado de diseñar mecanismos que eviten su impunidad y que permitan dar a las víctimas y a sus […]

Las violaciones de derechos humanos constituyen un estigma imborrable en la historia de la humanidad, sobre todo cuando involucran crímenes que, por su crueldad, la ofenden o la lesionan de manera grave. Para sobrellevarlo, las sociedades han tratado de diseñar mecanismos que eviten su impunidad y que permitan dar a las víctimas y a sus familiares tutela adecuada. Los intentos han sido numerosos y han corrido suerte diversa. Con frecuencia se han saldado con derrotas y con la crasa imposición de lo que, al menos desde Trasímaco, se conoce como la «ley del más fuerte». Otras veces se han conseguido victorias parciales, y la lucha de las víctimas ha alumbrado mecanismos de control, prevención y sanción, que expresan lo que L. Ferrajoli ha denominado, precisamente, «la ley del más débil». El debate en torno a los medios que permiten establecer responsabilidades por estos crímenes, espoleado por la restrictiva reforma de la jurisdicción universal impulsada por el gobierno español, es un reflejo de este contradictorio derrotero.

Las tentativas de estipular un «nunca más» a los crímenes de lesa humanidad tienen una larga historia. Ya los tribunales de Núremberg, tras la trágica experiencia del nazismo, establecieron el principio de que hay crímenes que no prescriben ni admiten la inmunidad, con independencia de quiénes sean sus autores y de dónde los hayan cometido. Ello involucraba a algunos reputados jerarcas militares y políticos del régimen nazi, pero también a los principales grupos económicos que lo habían apoyado y se habían beneficiado de él, como los vinculados a las familias Thyssen, Flick o Krupp. Posteriormente, la decisión de no repetir el pasado inspiró documentos como la Carta de la ONU o la Declaración universal de derechos humanos de 1948, que convertía a los derechos civiles, políticos, sociales y culturales en límite y contrapoder frente a los poderes arbitrarios de todo tipo, tanto públicos como privados.

Por desgracia, muy pronto quedó claro que estos principios no vincularían por igual a quienes habían resultado victoriosos y a quienes habían salido derrotados. Tras la experiencia nazi y fascista, otros crímenes de Estado deleznables, como los bombardeos de Hiroshima, Nagasaki o Dresde, las posteriores purgas estalinistas, o los atropellos cometidos por la dictadura franquista, fueron tolerados. A pesar de que el Convenio contra el Genocidio, los Convenios de Ginebra sobre el derecho de guerra o el Convenio contra la Tortura mantuvieron en pie la promesa del «nunca más», el doble rasero imperante durante la Guerra Fría la quebró una y otra vez.

Sólo cuando se produjo el desplome del Muro de Berlín, algunas voces optimistas vaticinaron una nueva etapa para el derecho y la justicia internacionales, libres por fin del oportunismo y los dobles raseros de las décadas anteriores. Sin embargo, las pretensiones hegemónicas de los Estados Unidos y sus aliados propiciarían una radical redefinición de las relaciones internacionales, caracterizada por una férrea voluntad de dominio militar, político, cultural y económico. La rehabilitación de la guerra como instrumento de intervención en el ámbito externo, y el ataque frontal a los derechos y libertades en el ámbito interno, constituirían la expresión más acabada de la declinación militarista y policial de la mundialización capitalista.

Como consecuencia de ello, los tribunales supraestatales creados para la persecución los crímenes derivados de guerras o dictaduras permanecerían lastrados por las relaciones de poder en el ámbito internacional y por lo que D. Zolo ha llamado la «justicia de los vencedores». Así, mientras algunos crímenes, los de los «vencidos», serían hipervisibilizados, otros, los de los «vencedores», permanecerían con frecuencia silenciados y reducidos, si acaso, a «daños colaterales» de operaciones «humanitarias». Los tribunales especiales de la ONU para la ex Yugoslavia y Ruanda, los tribunales mixtos de Sierra Leona o Líbano, dan cuenta de ello.

Seguramente, el intento más audaz de configurar un tribunal imparcial de ámbito universal ha sido la Corte Penal Internacional (CPI). Pero su operatividad real deja mucho que desear. Entre los 108 miembros que son parte del Tratado que establece su estatuto, hay significativas ausencias como las de Estados Unidos, Rusia o China. Todas ellas son potencias con poder de veto en el Consejo de Seguridad y, por tanto, con impunidad internacional garantizada. Estados Unidos llegó incluso a aprobar una ley, la American Service Members’ Protection Act, de 2002, que prohíbe a los gobiernos y a los organismos federales, estatales y locales estadounidenses asistir a la Corte. Entre otros extremos, dicha ley proscribe la extradición de cualquier ciudadano norteamericano a la Corte, impide que ésta pueda llevar a cabo investigaciones en los Estados Unidos y autoriza al presidente de la república a utilizar «todos los medios necesarios y adecuados para lograr la liberación de cualquier [funcionario estadounidense o aliado] detenido o encarcelado, en nombre de, o a solicitud de la Corte Penal Internacional».

En realidad, la CPI sólo ha abierto causas por crímenes cometidos en la República Democrática del Congo, Uganda, República Centroafricana y Sudán. En todos estos casos, y al igual que otros tribunales internacionales, la CPI ha podido presentarse ante la opinión pública como un intento garantista de proyectar a la esfera global el principio de sometimiento de todos los poderes, públicos y privados, al respeto de los derechos humanos. Sin embargo, tanto por sus propias limitaciones como en razón de su instrumentalización por parte de los países más poderosos, continúa siendo un instrumento deficitario para la consecución de justicia y para la reparación de las víctimas.

Como alternativa a estos límites, precisamente, algunos tribunales estatales comenzaron a invocar su competencia para enjuiciar crímenes de lesa humanidad. La idea de fondo era que la relajación deliberada de cualquier Estado en el cumplimiento de sus obligaciones internacionales autoriza la intervención de otro que, en representación de la comunidad internacional, podía suplir sus deficiencias. De este modo, todos los estados debían y podían ejercer su jurisdicción frente a delitos especialmente graves que atentaran contra un orden jurídico que se proyecta más allá de las propias fronteras.

Al amparo de estos principios, Francia juzgó en ausencia y condenó a reclusión perpetua al infausto capitán argentino Alfredo Astiz. También en ausencia, la justicia italiana condenó a veinte años de prisión a dos altos jefes militares chilenos, al tiempo que otros militares chilenos y argentinos fueron encausados por diversos jueces italianos, españoles, suecos, alemanes y estadounidenses. En el caso español, el desarrollo de la justicia universal fue posible en virtud del artículo 23 de la LOPJ y de la ratificación de diferentes convenios y tratados internacionales. Así lo entendió el Tribunal Constitucional al corregir al Supremo en el caso del genocidio guatemalteco. Muchas de las causas abiertas al abrigo de estas normas, comenzando por la que en 1998 condujo a la detención del dictador Augusto Pinochet, contribuyeron a que en otros países se ajustaran cuentas con un pasado dictatorial que permanecía impune. El mensaje era claro: utilizar el propio aparato estatal para asesinar, torturar y luego asegurarse la propia impunidad, era una operación riesgosa. La jurisdiccional universal siempre podía activarse y el genocida o el torturador hasta entonces amparados deberían responder por sus hechos. Se daba con ello razón al ilustrado Beccaria: no hay prevención más eficaz de ciertos delitos que persuadir a su autor de que no encontrará lugar en la tierra en el que quede impune.

Paradójicamente, uno de los primeros tribunales en hacerse eco de este tipo de argumentación fue la Corte Suprema de Israel. Una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, muchos de los acusados de haber cometido delitos aberrantes habían huido a otros países, sobre todo de América. Uno de ellos fue Adolf Eichmann, un jerarca nazi con ciudadanía alemana refugiado en Argentina. Eichmann fue secuestrado y trasladado a Israel, donde fue juzgado y condenado a muerte por delitos de genocidio cometidos durante el régimen nazi. Israel no era el fórum delicti comissi, pero la Corte Suprema justificó la competencia de los tribunales israelíes basándose, precisamente, en el principio de competencia universal. En términos procedimentales, la actuación de Israel era de todo punto objetable. Más atendible, en cambio, era el argumento de fondo de la sentencia: cada vez que se comete un crimen internacional de primer grado, además de las víctimas, es la comunidad internacional la que resulta lesionada.

Más allá del plano de los principios, sin embargo, el recurso a la jurisdicción universal ha prosperado de manera contradictoria, sometido al férreo imperativo de la prepotencia del más fuerte. El caso español no hace sino confirmarlo. La jurisdicción universal operó sin mayores controversias mientras no interfirió con el buen desarrollo de las relaciones diplomáticas y los negocios internacionales. Pero fue puesta en entredicho cuando intentó colocar bajo la luz pública los crímenes cometidos en el Tíbet o contra los seguidores de Falun Gong, los vuelos de la CIA, el asesinato en Irak del periodista José Couso, las torturas en Guantánamo o la masacre de Gaza.

Lo cierto es que muchas de estas iniciativas estaban plenamente justificadas. Las acusaciones contra Estados Unidos e Israel por comisión de delitos de lesa humanidad han sido respaldadas por Informes de numerosos organismos internacionales, ONG y colectivos de defensa de derechos humanos, muchos de ellos con sede en estos países. El Estado de Israel, además, es uno de los países que más ha incumplido las resoluciones de la ONU y de la Corte internacional de Justicia, manteniendo legalizadas prácticas aberrantes como los «asesinatos selectivos» o la tortura de prisioneros. En ese contexto, las actuaciones ante los tribunales españoles tuvieron la innegable virtud de potenciar la discusión en torno a los tremendos crímenes que estaban en juego, tanto en los países de los supuestos responsables como en los de las víctimas. En Estados Unidos, en Palestina y en el propio Israel, comenzó a plantearse la posibilidad de poner en marcha Comisiones de Investigación e incluso de abrir procesos judiciales para dirimir responsabilidades. Finalmente, es verdad, la razón de Estado se impuso. A pesar de reconocer el carácter ilegal de muchas de las actuaciones perpetradas por la Administración Bush, el presidente Barack Obama declaró que «hay que mirar hacia delante y no hacia atrás». Un argumento que, llevado a sus últimas consecuencias, bloquearía cualquier intento de establecer responsabilidades por crímenes cometidos desde el aparato estatal. Igualmente, la Ministra de exteriores israelí, Tzipi Livni, desveló a la prensa su voluntad de presionar al Ministro Miguel Ángel Moratinos para garantizar la impunidad de militares y posibles responsables por torturas y asesinatos.

A resultas de esta presión, el gobierno español, con el visto bueno de los sectores más conservadores de la oposición, ha impuesto la limitación de la jurisdicción universal de sus tribunales, desentendiéndose del cumplimiento de sus compromisos con los convenios internacionales suscritos. Para conseguir su objetivo, además, se ha servido de una vía de dudosa legitimidad formal, como es el trámite de enmiendas al proyecto de ley de Reforma de la Legislación Procesal para la implantación de la Oficina Judicial. Con esta reforma, el ejercicio de la jurisdicción universal queda supeditado a que existan víctimas españolas, a que los responsables se encuentren en el país y, en todo caso, a que un tribunal internacional o del país donde ocurrieron los hechos no esté procediendo a su persecución.

Tal vez a ojos del gobierno, esta decisión aparezca como una maniobra eficaz y como la única respuesta posible en términos diplomáticos. Sin embargo, tratándose de una clase política que aspira a recabar credibilidad a través de la invocación de los derechos humanos y del Estado de derecho, comporta un peligroso ejercicio de aprendiz de brujo. A partir de ahora, en efecto, serán muchos los que entiendan, no sin razón, que la justicia institucional es, ante todo, justicia al servicio de los vencedores y de los poderosos, pero rara vez en su contra. La extensión de esta percepción conlleva una innegable carga deslegitimadora. Pero sobre todo refuerza la idea de que para hacer efectivo el derecho internacional de los derechos humanos, no basta con invocarlo en los espacios institucionales: hace falta hacerlo resonar más allá de ellos y, a menudo, en contra de sus estrechos intereses de coyuntura.

Esto es, en rigor, lo que durante mucho tiempo han perseguido experiencias como las de los «tribunales éticos», cuyo objetivo ha sido denunciar los límites de los de los tribunales realmente existentes y exigir un cumplimiento sin excepción del derecho internacional de los derechos humanos. Estos tribunales, integrados por activistas, juristas, intelectuales, movimientos sociales y asociaciones de víctimas, consiguieron vincular la comisión de graves delitos de sangre, como la tortura sistemática y el genocidio, a delitos económicos de diferente tipo. Estas fueron, por ejemplo, las conclusiones de los Tribunales Russell I y II, dedicados a investigar los crímenes cometidos en Vietnam y por las dictaduras de América Latina, del Tribunal Permanente de los Pueblos o de los Tribunales éticos que han estudiado la responsabilidad del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial, o de ciertas empresas transnacionales en la vulneración de derechos humanos básicos en los países del Sur.

Todas estas iniciativas ponen de manifiesto que la efectividad del «nunca más» exige, desde luego, demandar el perfeccionamiento, y no el bastardeo o la instrumentalización de mecanismos como los tribunales internacionales o el principio de jurisdicción universal, de manera que puedan dar voz a todas las víctimas y garantizar su derecho a la verdad. Pero sobre todo, muestran la imperiosa necesidad de llevar adelante una tarea más vasta y compleja: el desarrollo, en diferentes escalas, de un sistema incisivo de controles políticos y jurídicos capaz de remover los privilegios, de Estado y de mercado que están en la raíz de las vulneraciones más graves del principio de igual dignidad de las personas y los pueblos.

Tomado de

http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2688