Franz Kafka debe de estar en el cielo. Sí, ¿en qué otro lugar podría encontrarse el genial escritor y buen hombre? En el paraíso ha de levitar aunque prefiera el infierno, por el aporte de materia prima diabólica para obras que nunca serán. Dicen que a los seres angélicos se les prohíbe escribir. Seguro que […]
Franz Kafka debe de estar en el cielo. Sí, ¿en qué otro lugar podría encontrarse el genial escritor y buen hombre? En el paraíso ha de levitar aunque prefiera el infierno, por el aporte de materia prima diabólica para obras que nunca serán. Dicen que a los seres angélicos se les prohíbe escribir.
Seguro que Franz flotará en una nube, la misma de siempre, pues «desde aquí se ve mejor lo que pasa allá abajo», donde anchas franjas de la realidad incitan a evocar la atmósfera de El Castillo, El proceso, La metamorfosis… El absurdo como pan de la cotidianidad. Obviamente, el checo iluminado tendrá trabajo, al menos como agudo observador, más allá de la vida. Y de su propia muerte.
Veamos, si no. Sucede que la Luna pudo haber dejado de inspirar a poetas y amantes de todo el mundo. Quizás hubiera quedado solo como referencia al hablarse de licántropos (de aquellos hombres que, cuentan, se transforman en lobos cuando el satélite natural se ofrece pleno), algo que, lógicamente, no pertenecería al reino de lo absurdo si la causa no fuera humana, «artificial».
Aunque revelada al principio del lustro que acaba de expirar, la noticia es cosa de hoy, porque el espíritu que la propició permanece impertérrito, sobre todo allí desde donde, en los años 40, científicos de ética trastrocada propiciaron la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, con la creación de devastadores artefactos explosivos.
Pero al grano. Hace unos años, los gringos planeaban lo «imposible». Nada menos que «hacer estallar una bomba nuclear en la Luna, para que su espectacular resonancia fuera percibida en la Tierra e impactara a la humanidad».
Esta idea, que pone la carne de gallina a cualquiera, fue revelada por una fuente de crédito. La describió al diario británico The Observer el físico encargado de concebir el proyecto, en 1958. De acuerdo con Leonard Reiffiel, en los más álgidos tiempos de la guerra nombrada eufemísticamente Fría, la «Fuerza Armada deseaba que la explosión produjera una nube gigantesca, como un gran champiñón, que pudiera contemplarse desde la Tierra, alucinada ante la visión.
El luciferino objetivo sería montado en una escena aún más «grandiosa». Los halcones del Pentágono esperaban que la conflagración ocurriera en el lado oscuro. Para que, si la bomba estallaba al borde del satélite, la nube resultara iluminada por el Sol.
«Se sabía con certeza que supondría un enorme costo para la ciencia destruir el medioambiente lunar, pero la fuerza militar estadounidense estaba preocupada sobre todo por sus efectos sobre la Tierra.»
Así de simple, la explicación del mencionado científico, quien lleva horchata por sangre en las venas, o posee la técnica literaria de narrar lo truculento con naturalidad y llaneza, de modo que se multiplique la impresión que nos provoca. Como Kafka.
Suministrada por una conocida agencia de prensa, la información lograba transmitir la frialdad con que Leonard omitía el mea culpa. En su opinión, la explosión apenas habría perjudicado el entorno terrestre… Eso sí: destrozaría la imagen del «hombre en la Luna». Imagen que luego se convirtió en saga anunciada a tambor batiente, y que los Estados Unidos se vieron obligados a construir con velocidad de jet cuando la Unión Soviética los sobrepasaba en materia de cosmonáutica.
A la altura de sus 73 años, el encargado del asuntillo mantenía la calma. ¿Dependería su paz espiritual del fracaso del proyecto? ¿Habrá comprendido a la postre los riesgos de la creación a lo doctor Frankenstein? Quién sabe. Solo penetremos en lo evidente. La nación del genocidio de Hiroshima y Nagasaki se aprestaba a reincidir. Tal vez más temprano que tarde se devele por qué el denominado «Estudio de los Vuelos de Investigación Lunar» no cristalizó en ese entonces. Por ahora contentémonos con conocer que era «técnicamente viable», en el criterio del padre del plan. Y que, como apuntábamos, la Luna pudo haber pasado a patrimonio exclusivo de licántropos, si, de existir, algunos hubieran sobrevivido…
A todas estas, Franz Kafka debe de seguir en su nube, mirando hacia abajo… No, caramba; también estará observando a la Luna. Y documentándose, por si las almas reencarnan volver a escribir. ¿Que quién me lo dijo? Seré sincero: me lo dijo un ángel.