Se apagan las luces y comienza a rodar el proyector. En la parpadeante pantalla vemos al joven protagonista descubriendo un viejo anillo o una reluciente espada que cambiará su destino. El artefacto, a pesar de ser muy antiguo, ofrece poderes especiales a quien lo recoge, dándole acceso a conocimiento acumulado por muchas generaciones y abriéndole […]
Se apagan las luces y comienza a rodar el proyector. En la parpadeante pantalla vemos al joven protagonista descubriendo un viejo anillo o una reluciente espada que cambiará su destino. El artefacto, a pesar de ser muy antiguo, ofrece poderes especiales a quien lo recoge, dándole acceso a conocimiento acumulado por muchas generaciones y abriéndole paso, por sus poderes especiales, al futuro… Sin muchos ajustes a este guión fantasioso, así concebimos el papel del pensamiento de Marx en nuestro presente.
No es accidental que en estas obras de fantasía, el mundo de los adultos suela estar signado por una mezquindad y vaciedad que lo convierten en fiel reflejo del nuestro. Aunque desde el comienzo el joven protagonista intuye que no pertenece a un ámbito tan gris y monótono, es el encuentro con lo antiguo -con la generación de los abuelos, bisabuelos o tatarabuelos- lo que afirma su pertenencia a un mundo superior que lo convoca a luchar sin tregua por su realización.
Huelga decir que si tuviéramos la capacidad de asumir la vida real con el mismo compromiso emocional que le aplicamos a las fantasías de Hollywood, seríamos conscientes de que ese mundo superior es el socialismo y que la crítica marxista de la sociedad actual, junto a la lucha de los oprimidos, es la que abre el paso a su emerger. Pero hoy día el pensamiento de Marx es como un anillo mágico y poderoso botado en el fango al borde del camino. Muy pocos se paran para recogerlo, pero la joya no ha perdido su brillo a pesar del abandono generalizado que sufre.
Su persistente brillo es empíricamente comprobable, puesto que el pensamiento de Marx ha demostrado su vigencia en tantas ocasiones, desmintiendo así a los detractores que -con casi cada década desde que surge el marxismo- se han entregado al rito vacío de anunciar su muerte. Recordemos, por ejemplo, los planteamientos afirmando que la importancia del marxismo, por haberse desarrollado en el siglo diecinueve, se desvanecería con el progreso del mundo, con la emergencia de la nueva clase media, con la prosperidad generalizada, o con la invención de los controles macroeconómicos keynesianos… ¡No ocurrió así! Todos estos desarrollos y tantos otros que iban a marchitar a Marx se marchitaron con el tiempo. ¡En cambio, el pensamiento de Marx se ha mantenido fresco y lozano!
Así, el repaso de las páginas chispeantes y casi mágicas de Marx, pese a haber sido escritas hace más de un siglo, sigue produciendo reacciones electrificantes e impredecibles en los lectores más diversos. Podríamos decir que el frescor y la vitalidad de sus palabras se condensa en el planteamiento marxista de que vivimos en la prehistoria de la humanidad, mientras la verdadera historia está por comenzar. Esta historia porvenir, según el viejo filósofo del mañana, se desplegará en un mundo de productores donde «el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos.» Esta es una fórmula que debemos blandir como un Excalibur frente a las metas mezquinas de los economistas y políticos de hoy que son más bien nuevos filósofos del pasado.
Tiempos fuera de quicio
Tanto en las obras de fantasía como en el discurso de Marx se plantea que el mundo está fuera de quicio, marcado por la usurpación y por una profunda ruptura del orden justo. En eso, tanto Marx como la fantasía tienen más razón que todos los discursos que intentan endulzar o naturalizar nuestro presente capitalista.
Marx escribió que en el capitalismo «Todo lo sólido se desvanece en el aire». ¿No es así? En el siglo veintiuno, la economía mundial se ha ido enrareciendo, se ha tornado exótica, etérea e incluso espectral. Basta visitar un portal financiero para comprobar este hecho. Allá los sacerdotes de la economía irreal apuntan a números irracionales y gráficos enrevesados mientras hablan de productos y derivados que hacen que una fachada barroca luzca como un ejercicio de moderación. Frente a este mundo enrarecido y surrealista, las ideas de Marx se revelan robustas y humanas, con los pies firmemente plantados sobre la tierra.
En este sentido, y pese a lo que digan, no hay nada más humano y robusto que la apuesta marxista por una sociedad descrita, al final del primer tomo de El Capital , como la negación de la negación . A esta reflexión la han seguido una ingente cantidad de reclamos sobre su supuesto carácter hegeliano y metafísico. Pero el planteamiento no es metafísico en absoluto cuando se considera que el mundo en el que vivimos es tan claramente terrible -«negativo»-, para las grandes mayorías. Solo hay que observar cómo vive el grueso de la humanidad -sobre todo los niños y las mujeres- en los países de la periferia. Esta es la cara principal, la cara más común y difundida del capitalismo: un infierno terrenal en el que se ahogan los pocos destellos positivos del sistema. Siendo así las cosas, ¡hay que negar el sistema, superarlo! Esto es, en fin, «la negación de la negación» sobre la que escribe Marx y no tiene ni una gota de misticismo.
Lo mismo se puede decir del planteamiento marxista de la crítica despiadada de todo lo existente . ¿Abstracto? ¿Extravagante? ¿Exagerado? En realidad este planteamiento es mucho menos extravagante que su contrario. La propuesta marxista consiste esencialmente en demostrar que las categorías que rigen la sociedad actual (una sociedad que es obviamente insostenible durante un siglo más), son productos históricos y por lo tanto superables. Esta propuesta práctica y teórica, que rebasa el vulgar proyecto de humanizar o reformar lo existente, sigue siendo hoy la única base sólida de una propuesta civilizatoria. En cambio, la propuesta más «normal» de preservar la sociedad bajo las formas y relaciones actuales nos lleva por un camino de infinitos vericuetos y mistificaciones.
Este mundo fuera de quicio se registra en el discurso marxista como una realidad dominada por los fetiches del capitalismo: la mercancía, el dinero y el capital. Frente a este exoticismo que es inseparable de la modernidad en su encarnación capitalista, Marx propuso despejar la neblina y el hechizo del capitalismo, planteando la necesidad de devolver al ser humano -desplazado por el pseudo-sujeto que es el capital, el verdadero monstruo de Frankenstein de nuestros tiempos- al centro de la sociedad y al mando de la producción. Solo así puede el ser humano recuperar su capacidad de escoger en un momento en el que enfrenta disyuntivas impostergables sobre el medio ambiente, el desarrollo sostenible y la paz.
Las fuerzas oscuras que atacan la vida
No hay discurso poderoso (¡ni artefacto mágico!) que no pueda caer en manos del adversario, y la magnitud del acontecimiento marxista se puede medir por la difusión de sus ideas y sus métodos en el campo enemigo. En efecto, tan adentro han calado ciertos elementos de la visión marxista, que en ocasiones parecería que la derecha es quien mejor entendió a Marx en nuestros tiempos. La derecha internalizó, por ejemplo, que la economía es la columna vertebral de la sociedad. Palabras más palabras menos, esa fue la lección que Marx le dio a su amigo Kugelmann apuntando a que cualquier formación social que no asegure su propia reproducción se extinguirá en meses, y hoy es axiomática para todos los think tank del sistema.
Así las cosas, los gobiernos de derecha, ahora más «materialistas» que los de izquierda, tratan de controlar las riendas de la economía a través del FMI, del Banco Mundial, del Banco Interamericano de Desarrollo, etc. También se organizan para asfixiar los proyectos alternativos por vía de ataques económicos, embargos y sanciones. La economía para ellos es lo primordial. Lo demás, piensan, es cuchicheo de pasillo… Se apoyan además en el concepto marxista del Estado, como evidencia aquel funcionario yanqui que se burlaba de Salvador Allende en el documental de Patricio Guzmán por no entender las enseñanzas de Lenin e imaginar que «la burguesía se suicidaría sin rechistar».
La naturaleza de la lucha contra este tipo de enemigo, como la de la lucha en las obras de fantasía, es épica y radicalmente diferente que las mezquinas contestas y guerras que conocemos. Así que, aunque Marx, como él mismo recalcó, no pintaría a los capitalistas «color de rosa», se negó también a responsabilizar sin más al individuo de «unas relaciones de las cuales socialmente es producto». Su método -en paralelo al de Balzac, al que tanto admiró- era demostrar que los actores capitalistas son personificaciones de categorías económicas. ¡Cuán necesario es retomar este trabajo antihegemónico hoy, cuando se celebra desenfrenadamente y sin criterio a los personajes de la jet set empresarial que se han levantado cruelmente sobre el sufrimiento de millones!
El enemigo en esta batalla épica no es meramente otro individuo o grupo humano; en verdad, apenas es humano, es más bien la negación de la humanidad. Como los caminantes blancos o los zombies de las películas, el enemigo consiste en una monstruosidad moderna de confección capitalista, y no es accidental que la vida y obra de Marx se desarrollasen en paralelo con el surgimiento de los vampiros en la literatura, forma narrativa con la cual Marx compartió mucho de su contenido y toda su pasión. The Vampyre de John William Polidori, la primera obra del género, se escribió en 1819 cuando Marx tuvo apenas un año. Bastantes años más tarde, el siglo de Marx concluye con la publicación del Drácula de Bram Stoke r . Resulta significativo y nos convoca a la reflexión el hecho de que desde la ficción sobre vampiros y desde la ciencia marxista, se enfrentó el mismo problema: el desangre del mundo por una fuerza misteriosa, peligrosa y ajena al ser humano…
No hay feliz final sino feliz comienzo
¿Cuánto tiempo va a durar este desangre capitalista, este parasitismo del capital (trabajo muerto) sobre el ser humano (fuerza viva)? Marx sentenció que ninguna formación social desaparece antes de que se desaten todas las fuerzas productivas que caben en su interior. Nuestra realidad, por su condición crítica y extrema, hace muy sencillo descifrar esta frase epigramática, porque hoy la fuerza productiva fundamental, la humanidad misma, no cabe realmente en un mundo capitalista. Trágicamente la «fuerza productiva desatada» que es la humanidad no encaja en este mundo de relaciones capitalistas porque no puede darnos de comer, garantizar el oxígeno que respiramos o el agua que bebemos.
Aunque el modo de producción capitalista se agotó, según este criterio hace rato, cumpliéndose así la sentencia de Marx, esto no es suficiente. Como es el caso con toda sentencia, alguien debe llevarla a cabo, y sobre ésto Marx nos dejó también algunas pistas. En el cuestionario que le dio su hija, Marx afirmaba que su virtud favorita era la fortaleza, que su idea de la felicidad era la lucha y que sus héroes eran Espartaco (rebelde organizador) y Kepler (la ciencia y el valor). Pero el heroísmo de Marx no era el del individuo sino el de lo cotidiano y colectivo y su tarea no era sencillamente derrocar un adversario, sino erradicar todo un sistema.
La lucha del proletariado, o de los ninguneados del sistema capitalista, es una lucha a muerte pero también en contra de la muerte. El penúltimo capítulo de El Capital muestra, por ejemplo contrapuesto, qué es el socialismo. Puesto que la esencia del capitalismo es separar al obrero de sus condiciones de trabajo y de vida, una separación que llega, en palabras del propio Marx, «chorreando sangre y lodo», en el socialismo los trabajadores serán reasociados, en pleno uso de sus facultades racionales y creativas, con estas mismas condiciones de vida. ¿Terminará así la historia? No, lo que Marx nos enseña, como ya hemos resaltado, es que con este pequeño paso la historia humana justo comienza. Encendemos las luces, salimos a la calle, ahora con fuerza y sabiduría a toda máquina, para lanzarnos a una realidad reencantada.
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