El príncipe Piotr Alexéievich Kropotkin, nació en Rusia en 1842 y murió en 1921. Bien puede tratarse de uno de los pensadores, científicos y revolucionarios más connotados de la segunda parte del siglo XIX, y de la primera del XX; no sólo en su país, sino también en Europa y el resto del mundo. Lo […]
El príncipe Piotr Alexéievich Kropotkin, nació en Rusia en 1842 y murió en 1921. Bien puede tratarse de uno de los pensadores, científicos y revolucionarios más connotados de la segunda parte del siglo XIX, y de la primera del XX; no sólo en su país, sino también en Europa y el resto del mundo. Lo que lo ha hecho tan atractivo para mucha gente, es que, durante décadas, varias de sus investigaciones científicas como geólogo y geógrafo, reportes de sus viajes, algunos de sus escritos y datos biográficos estuvieron ocultos, o fueron, al menos, distorsionados, para el público en general, por razones que nada tienen que ver con la simple nobleza del silencio de la historia. La sabiduría de esta última es insondable, y de manera efectiva tiende a volver invisible, lo que puede perturbar el trayecto normal de aquello que las personas interesadas, o las sociedades en general, aceptan como sentido común, o como parte de la vida cotidiana.
Kropotkin era un príncipe, con todo lo que ello implicaba. Su familia formaba parte de lo más selecto de la aristocracia rusa, y estaba íntimamente relacionada con la monarquía de los Romanov, que estuvo al frente de ese inmenso país durante trescientos años. De esta forma, a simple vista, pareciera carecer de lógica, que un aristócrata terminara vagando por los desolados yermos de Siberia, o diera tumbos en las cárceles rusas y europeas, simplemente porque sus ideas y emociones estaban con la clase trabajadora y los desheredados en general. Su renuncia al bienestar, las comodidades, la riqueza y la buena vida que podía proporcionarle el círculo aristocrático cercano al zar, en ningún momento debe ser asumida como una pose sacrificial, similar al gesto caritativo del rico arrepentido, antes bien que a la verdadera solidaridad, sustentada en un humanismo de profundas raíces clasistas.
Con frecuencia, de nuevo, la historia registra el caso de grandes revolucionarios, hombres y mujeres portadores de un rico abanico de simpatías hacia la clase trabajadora, sin que, necesariamente, sus raíces hayan sido sembradas ahí. Y está el caso, también, de aquel o aquella, que se entregan por completo a su servicio. Kropotkin fue uno de ellos. Pero la lista puede ser interminable, pues registra nombres tan ilustres como el de Karl Marx (1818-1883), Frederick Engels (1820-1895), Mikhail Bakunin (1814-1876), León Tolstoi (1828-1910), Rosa Luxemburgo (1871-1919), Alejandra Kollontai (1872-1952), Emma Goldman (1869-1940), Voltairine de Cleyre (1866-1912), León Trotsky (1879-1940) Simón Bolívar (1783-1830), José de San Martín (1778-1850) y muchos otros que, no sin contradicciones evidentes, pueden alegar en favor de sus orígenes obreros o campesinos. La educación, en estos casos, ha jugado el papel de un decodificador excepcional. El acceso al aula universitaria, a la gran biblioteca, al archivo bien abastecido, o al profesor erudito y comunicativo, hacen la diferencia con el proletario, o el campesino que tiene que partirse la espalda, a veces, hasta por doce horas diarias y el cual, con serias dificultades, dispone de tiempo para comer.
Son estos ingredientes, entre otros, los que han provocado un acercamiento bastante ambiguo, de parte de ciertos intelectuales y políticos, hacia la figura de Pedro Kropotkin. Y ni qué decir del antiguo régimen soviético. En 1974, por ejemplo, de su espléndida autobiografía, se extrajo la historia de su espectacular fuga de la infame prisión de Pedro y Pablo, donde estuvo encerrado en solitario durante dos años, y se realizó una historia para niños, de la cual se publicaron (en la vieja Unión Soviética) unos setecientos cincuenta mil ejemplares. Pero las ácidas críticas de Kropotkin hacia los bolcheviques y su estado centralizado, le generaron unas simpatías bamboleantes de parte de algunos sectores del régimen soviético, proclives hacia el control policíaco de la producción académica y artística.
No debería sorprender entonces que, Kropotkin, como muchos de los otros creadores que se han mencionado, haya sido «invisibilizado» durante largos períodos. Aún así, hay acciones y contribuciones en favor de la humanidad que, por más esfuerzos que hagan las maquinarias estatales, en cualquier parte del mundo, siempre terminan por aflorar para gloria y satisfacción de los seres humanos que todavía creen en las utopías y en las posibilidades de un futuro mejor. El heroico enfrentamiento de Kropotkin contra el mastodonte estatal del zarismo en Rusia, basta para recordarlo como uno de los grandes pensadores del tránsito entre el siglo XIX y el XX. Porque ese tránsito, precisamente, le permitió vivir una de las experiencias revolucionarias más enriquecedoras de todos los tiempos. La vida de Kropotkin transcurrió a todo lo largo de las líneas maestras que condicionaron el auge y la caída del imperio de los Romanov. En un gigantesco país de campesinos como Rusia, en ese momento, con grandes extensiones de su geografía, todavía desconocidas en la segunda mitad del siglo XIX, sujeto de una revolución industrial, mayormente, inducida desde afuera, por capital alemán, francés, japonés e inglés, y que arrastraba un legado medieval, del cual ya se habían despojado Inglaterra en el siglo XVII y Francia en el siglo XVIII, las vivencias de Kropotkin en su mansión principesca, reunían toda la parafernalia y los rituales de la heredad enormemente enriquecida, propietaria de grandes fincas pero, sobre todo, dueña de las vidas de miles de personas, que no imaginaban la posibilidad de una existencia diferente.
Puede ser cierto que la vida de Kropotkin en la mansión de sus padres, no haya sido la misma que exhiben los ricos personajes de la cabaña del Tío Tom, pero las relaciones de servidumbre reposaban sobre el mismo entramado: un sistema económico que aprovechaba sus excoriaciones históricas más lamentables, para crecer y expandirse sin límites de ninguna especie. No podía haber contradicción más indescifrable que la presencia de la esclavitud o de la servidumbre en el régimen capitalista, pero, se trataba de una contradicción que rendía jugosos réditos a familias como las aristocráticas en Rusia y el sur de los Estados Unidos. Una contradicción que solo sangrientas y crueles revoluciones han podido, parcialmente, resolver. Y Kropotkin vivió todo eso. Vivió las glorias y quebrantos de sus padres, la muerte de su madre, la llegada de una madrastra, la intensa actividad cotidiana de la familia, la cual vivía del trabajo de mil doscientos siervos, la atención de varias fincas en diferentes partes de Rusia, el trasiego de peones y campesinos para alimentar a los habitantes de una mansión que costaba, endiabladamente, mantener caliente en los feroces inviernos rusos.
Disfrutó también de tiernas, leales y cálidas relaciones con su hermano Alexander, a quien amó con profundo poder fraternal, hasta el final de sus días. Los bailes, las comilonas, el intenso movimiento de la llegada y de la partida de cientos de invitados, la práctica de la cacería, tan denunciada por Turguenev, el ir y venir de coches, trineos y cabriolés, los juegos de los niños que, raramente, eran considerados personas; todo esto formó parte de un escenario al que Kropotkin recordaría con nostalgia, pero jamás con remordimiento. De su mano, en su deliciosa autobiografía, entramos en el mundo privado, lleno de frustraciones, sueños y anhelos de los siervos de su casa, con los cuales hizo amistad rápidamente, siendo todavía un adolescente. Muchas de estas amistades, perdurarían a todo lo largo de su juventud. ¡Cómo aprendió Kropotkin, durante esos años!
No fue solamente un aprendizaje académico, repleto de libros, tutores, instrumentos matemáticos, o idiomas extranjeros, sino un aprendizaje en el que la realidad cotidiana tuvo mucho que ver. La presencia de ayas, matronas, cocineros, leñadores, y trabajadores de toda estirpe, le enriquecieron la existencia de forma irreversible, con leyendas, cuentos, consejas y otras especies de cultura popular, de tal profundidad y enraizamiento, que Kropotkin, a lo largo de su vida, en los peores momentos de sus encierros en Siberia, Rusia y Francia, las recordará entrañablemente. Pero hizo lo mismo con sus tutores. Aquellos dedicados a enseñarle idiomas, matemáticas, geografía y otras disciplinas, son también rememorados por él con ternura y gratitud. Las dificultades del príncipe, para ser aceptado en el círculo interior del zarismo, estuvieron menos relacionadas con su capacidad de aprendizaje que con sus ideas más profundas, y sus simpatías políticas menos evidentes. Porque, a pesar de un posible diseño previo de su existencia, producto de la supuesta procedencia de clase, la cual se metía hasta los resquicios más íntimos de la existencia vocacional de los jóvenes aristocráticos, cuyo destino era servir sin contemplaciones al zarismo, el príncipe Kropotkin empezó, en su juventud temprana, a relacionarse con gente que no obedecía ciegamente tales condicionamientos.
Entre la inactividad militar y la pasividad administrativa del cuerpo de pajes del zarismo, al cual estaba destinado el príncipe Kropotkin, y la vida excitante, llena de aventuras y retos del viajero, del explorador científico, él escogió esta última. Una escogencia que, para algunos, sólo es el indicio de una evasión inconsciente, nada culposa, ante los llamados perentorios de sus orígenes de clase. Mientras que para otros, es solamente la incitación aprensiva de una vocación científica que lo llevará a realizar, algunos de los mejores trabajos de geografía física y geología de principios del siglo XX, en Finlandia, Siberia y partes extremas de Asia oriental. Su amplio manejo de varios idiomas europeos, sus conocimientos matemáticos, y sus investigaciones geográficas lo pusieron en contacto con las sociedades científicas más prestigiosas del momento.
Fue la geografía, precisamente, la que le facilitó el contacto con la gente. En el levantamiento de mapas, y en las detalladas y comprensivas descripciones geográficas de Siberia, así como de algunos de los ríos y montañas de Finlandia, el príncipe Kropotkin entabló amistades, hizo amigos inolvidables, y se vio involucrado en hechos y accidentes que perfilarían con agudeza su vulnerabilidad política y social. La vida del explorador científico estaba más en relación con sus aspiraciones antropológicas, que con sus posibles coqueteos con el frívolo militarismo del cuerpo de pajes del zarismo. De hecho, en varias ocasiones le había confesado a su querido hermano Alexander, que la carrera militar no le llamaba la atención para nada.
No es extraño, entonces, que alguien haya pensado alguna vez, que el príncipe Kropotkin era una especie de «revolucionario converso», quien tuvo que esperar el toque mágico de la ciencia para darse cuenta de que el futuro de la humanidad estaba en manos de los trabajadores, y no de los grandes propietarios u hombres de negocios. Tales conversiones solo pueden producir desconfianza, en el corazón y la cabeza de quien cree que los escenarios revolucionarios de la Europa decimonónica deberían ser tomados en cuenta, como ingredientes ineludibles en el desarrollo de la consciencia de un hombre verdaderamente bueno. Ese cruce de bondad, lucidez e inteligencia, con vectores sociales realmente conflictivos, como aquellos que estaba viviendo Europa, durante los años cuarenta del siglo XIX, remonta los estrechos esquemas clasistas que pudieran aplicársele a una supuesta conversión revolucionaria.
El liberalismo subterráneo, de factura romántica, penetró a diversos sectores de la burguesía en ascenso, así como a una aristocracia envilecida y taciturna, para abrirle paso a ideas frescas y novedosas, pero que todavía no alcanzaban a despojarse del pegoste del republicanismo constitucionalista de procedencia francesa que recorría toda Europa. En un principio, esa matriz ideológica, o ese espíritu de la época, o como quiera llamársele, era el punto de partida de la solidaridad que el príncipe Kropotkin dejaba entrever, cuando lo impactaban profundamente los anhelos libertarios de las revueltas en Polonia, contra la opresión rusa, durante los años sesenta. Lo mismo sucedió, cuando la liberalización de los siervos, inicialmente formulada en 1861, se prolongó, se saqueó y se merodeó hasta 1867, para volverla inoperante e improductiva. De tal manera que los siervos liberados, al empezar la década siguiente, eran más bien siervos endeudados, que habían postergado su manumisión a cambio de no morirse de hambre, con una libertad en las manos de la que no sabían disponer.
El príncipe Kropotkin llegó a conocer con fluidez no sólo los mecanismos de producción de ideología de la autocracia rusa, sino también los instrumentos utilizados para reprimir todo intento de oponérsele. No deja de ser asombroso cómo Piotr Alexéievich no fue seducido por los ofrecimientos y tentaciones de una forma de vida que, en su momento, se encontraba en decadencia, y, ni remotamente, se planteaba la posibilidad de readecuarse, de actualizarse, para poder sobrevivir, como hubieran hecho las otras monarquías europeas. Se trataba de una decadencia que no se expresaba únicamente en la descomposición institucional del zarismo, sino en la forma en que éste había ido, progresivamente, perdiendo todo contacto con el pueblo, los campesinos, los obreros, los hombres de negocios e incluso con aquellos que, en otras circunstancias, podrían haber sido sus propios ideólogos.
Una de las primeras expresiones de ese hiato, de ese aislamiento que había venido contaminando todas las esferas institucionales e ideológicas de la autocracia, fue el levantamiento de los decembristas, el 14 de diciembre de 1825. En apariencia una rebelión palaciega, posibilitó que liberales como Alexander Herzen, y otros de la misma contextura intelectual, fundaran revistas, periódicos e hicieran circular hojas sueltas, al interior de un organismo que no estaba capacitado para tolerar la oposición, la crítica o la reflexión independiente. Los rebeldes, Bestúzhev, Kajovski, Péstel, Riléiev, y Muráviov-Apóstol, fueron hombres que creyeron factibles algunos ajustes en el funcionamiento, no tanto de la política imperial rusa, como de la corona misma, de sus funcionarios y del aparato represivo sobre el cual se apoyaba. Nicolás I terminó ahorcándolos, pero Kropotkin comprendió que levantamientos como el citado, fueron los primeros pasos hacia revelaciones más crudas que estaban por venir, sobre la vida cotidiana de la autocracia y cómo ésta desoía con prepotencia y desenfado las advertencias de moderación, que alguna burguesía en ciernes les hacía, siguiendo de cerca el ejemplo que los franceses ya le habían dado al mundo. No en vano Inglaterra y Rusia, fueron dos de los más feroces enemigos, de la Francia revolucionaria primero y napoleónica después.
Que la vida era un perfecto carnaval, donde sólo los bailes, la diversión y la frivolidad contaban, fue algo que pudo vivir Kropotkin en carne propia. Durante años pasó los fines de semana en casa de su tía la princesa Mirskaia, porque su prima era una joven encantadora de diecinueve años, a la que todos sus primos adoraban. Pero el príncipe Mirskin, sólo pensaba en pasarla bien, sin darle mucha importancia a las actividades en que se involucraba su mujer, quien hizo todo el esfuerzo posible por casar a su hija con uno de sus primos, algo totalmente prohibido por la iglesia rusa. Sin embargo, fue en esa casa donde el príncipe Kropotkin escuchó, por primera vez, algunas de las ideas constitucionalistas y republicanas más seductoras. A escondidas él y su prima leían la revista La estrella polar de Herzen, en la que se hacían críticas inmisericordes a la forma de vida, al despilfarro y a la rampante corrupción que tenía atrapada a la aristocracia zarista.
Habría que argumentar, por otra parte, que el zarismo no era corrupto por autocrático, era autocrático por corrupto, con lo cual se abre un espacio de análisis en el que la corrupción del zarismo era el dispositivo legitimador de su autocracia. Formar parte de esa maquinaria de chantaje, soborno, despotismo y arbitrariedad era simplemente una tragedia, para quien, como el príncipe Kropotkin, era de los pocos que había tomado consciencia de lo que estaba sucediendo en su país con la monarquía y el imperio. Cuando se dio el debate por la liberación de los siervos, un sector de la nobleza, que había evitado, hasta donde le fue posible, la contaminación autocrática, vio el asunto como la posibilidad real de modernizar la monarquía y de sacarla del marasmo de mediocridad, oscurantismo y atraso en el que había caído, con relación a las otras monarquías europeas. Esta conducta, de parte de ciertas familias afortunadas en Rusia que, junto a la de Kropotkin, buscaban la modernización de su país, ya fuera abriéndolo hacia las actividades comerciales, industriales y financieras de Europa occidental, o hacia su influencia política y cultural, no era nueva y más bien, a partir del levantamiento de 1825, recogió un conjunto de ingredientes que estaban por brotar con toda su virulencia, en el momento en que se dieran las circunstancias. La familia de Alexander Herzen, la de Iván Turgueniev, la de Nicolas Gogol, y muchas otras eran sumamente proclives a las ideas radicales, en virtud de las posibilidades que se les ofrecieron, al entrar en contacto con el invasor napoleónico. Los rebeldes decembristas, eran precisamente eso: militares que habían combatido en la gran guerra patria contra Napoleón Bonaparte en 1812. Lo que estaban reclamando era una apertura política que la autocracia zarista no estaba dispuesta a conceder.
De esta manera, la idea de la revolución entra en la historia económica, social y política de Rusia, de la mano de aquellos que tenían un acceso efectivo a la cultura, a los idiomas extranjeros, y a las inversiones de poderosos empresarios franceses, alemanes, ingleses y norteamericanos. Con particular originalidad histórica, la crisis de la aristocracia rusa, a todo lo largo del siglo XIX, no fue tanto la crisis de una estructura de la producción, como la crisis de una forma de vida, que se estaba replegando para abrirle paso a una nueva. Pero habría que señalar las insuficiencias de aquellas explicaciones orientadas a demostrar los complejos de culpa en los que caerían hombres como Kropotkin. El argumento de que la culpabilidad es un ingrediente esencial para comprender su conducta, o la de otros hombres como León Tolstoi (1828-1910) por ejemplo, nos deja en el limbo con relación a la radicalidad de algunas de sus posiciones. Porque ese sería también el caso de sujetos como Lampedusa o Proust, quienes describieron con brillo, melancolía y gusto la caída de la aristocracia guillermina. Aunque Kropotkin no tuvo los altibajos morales o políticos de su compatriota, no fueron sus escrúpulos morales, por la riqueza y la abundancia en la que vivió la mayor parte del tiempo su familia, los que permitieron contar con un retrato más complejo y enriquecido de sus convicciones y de sus acciones.
Junto a la experiencia de haber tenido una vida principesca, en la que la abundancia en todos los terrenos era la norma, estuvo también la fibra moral, el temple ético de un ser humano que al entrar en contacto con los sufrimientos de los demás, sus limitaciones y sus necesidades, desarrolló una percepción de la vida, la sociedad y la espiritualidad, muy por encima de los rituales oficiados en el interior de su clase, para rendirle pleitesía a la abundancia. Porque el zarismo, las monarquías europeas del momento, gozaban de arcas y bodegas pletóricas de lujos, diversión y comida. Entre tanto, los campesinos, los artesanos y los obreros, apenas sobrevivían. Tomar consciencia de esta situación, y tratar de cambiarla, desde un sitial de absoluto privilegio, requería un coraje que no es de curso corriente. Porque las renuncias que suponía, estaban en relación directa con el simulacro, el maltrato y el escarnio que le propinaba quien consideraba que ese desfase clasista era un gesto imperdonable. La aristocracia no perdonaba la traición. Mucho menos si la misma suponía una toma de partido que no reposaba sobre los lazos de sangre, sino por lo que consideraba una sensiblería pasajera. Los lazos consanguíneos, unidos a la convicción ancestral de haber sido escogidos por fuerzas divinas para dirigir una nación, un estado, una institución, o una familia, hacían que los aristócratas estimaran como criminal al tránsfuga que renegaba de ellos, arguyendo en su favor una nueva visión del mundo, porque no hay ninguna superior a la promovida por la aristocracia. Esa superioridad era paradójicamente biológica y divina. De tal forma que quien atentaba contra ese principio vertebral, debía ser encerrado, criminalizado y, finalmente, aniquilado.
El zar, el aristócrata y el cortesano asumían como un hecho incontrovertible que el país les pertenecía, que era de su propiedad personal; tal fue la actitud de reyes como Luis XIV en la Francia del siglo XVII. Esta percepción se extendía, de forma vertical, hasta el más desamparado de los aristócratas, cuya visión del mundo reposaba y reproducía el conjunto de valores jerárquicos que su clase consideraba eternos, a pesar de la evidencia contundente, que la revolución industrial ofreció durante el siglo XIX, de una crisis devastadora de la aristocracia rusa, crisis apuntalada por la tecnología y la llegada al escenario social de nuevos grupos humanos con la vocación de disputarles el poder. El saber no produce cambios biológicos o genéticos, apunta un sociólogo alemán, puede desaparecer con los cambios revolucionarios. De tal forma que fueron muy pocos los privilegiados conscientes de ello, y trataron de participar de los saltos cualitativos eclosionados por las revoluciones. De sujeto pasivo del «manual del cortesano», obediente y sumiso siervo de los rituales en los que su clase quiso incrustarlo, el revolucionario al estilo de Kropotkin o Tolstoi, remontó los límites espaciales de su enclaustramiento, y buscó comprender y participar de lo que estaba aconteciendo a su alrededor, haciendo frente a todos los riesgos implicados.
No es la época la que hace al hombre, sino el hombre el que hace a la época, dice un historiador. Las grandes mansiones aristocráticas, sostenidas con el trabajo de otros, es decir, una clase no trabajadora que sacó lo mejor de la vida, a costa de aquellos que realizaban el trabajo, ya fuera en Europa o en las colonias, llegaron a ser las responsables de la caída de la clase regia. Este proceso hacia la ruina de sólidas y longevas familias de la nobleza, en Francia, Inglaterra y en Rusia, no fue únicamente el producto de la imbricación de transformaciones provocadas por los revolucionarios al frente de un cambio de época, como podría creerse, sino, en gran medida, del deterioro de las relaciones, establecidas por siglos, entre esas familias mismas, que habían desarrollado poca tolerancia para aceptar la llegada del supuesto advenedizo, adinerado y poderoso: esto es, el burgués aristocratizado.
En las sociedades preindustriales, la riqueza más estimada era aquella que uno no había trabajado y para la cual no necesitaba hacerlo, es decir, la riqueza heredada, principalmente las percepciones de la renta proveniente de una propiedad rural heredada. No el trabajo en cuanto tal, sino el trabajo para ganar dinero, así como la posesión misma del dinero trabajado se cotizaban muy bajo en la bolsa de valoraciones de las capas cortesanas de las sociedades preindustriales i . La familia de Kropotkin, heredera de los grandes príncipes de Smolensk, reunía esas características. Su padre sostenía que los privilegios de que gozaban, eran una ley de la naturaleza. En esta atmósfera, la prepotencia y el desapego del progenitor eran la nota predominante, en contraste con la dulzura y cercanía de la madre. Junto a ello, la cruel tiranización de los siervos fue una constante en el desarrollo personal del joven príncipe, quien llegó un momento en que sacrificó incluso su carrera científica como geógrafo y geólogo, para dedicarse de lleno a la liberación revolucionaria de los desposeídos, de los trabajadores, de los campesinos, de las mujeres y de todos aquellos quienes, por razones de discriminación social, política e ideológica llenaban las cárceles no sólo de Rusia, sino también de otros países europeos. Así que, mirar a Kropotkin como un converso quien de la noche a la mañana decide dejar su vida principesca por una de limitaciones a favor de los pobres, tiene toda la tonalidad de una explicación «franciscana», pero no se ajusta a la realidad dura y concreta de una vocación revolucionaria que se gesta, tal vez no desde la infancia, pero sí desde su temprana juventud ii .
El padre se volvió a casar, dos años después de la muerte de su esposa, cuyo progresivo deterioro y fallecimiento por tuberculosis Kropotkin expone con dolor y profundo sufrimiento en sus memorias, pues ese sería uno de los acontecimientos que más definiría su vida, en vista del inmenso amor que él y su hermano Alexander tenían por su madre, una mujer tolerante y provista de talentos artísticos irrepetibles en la mansión familiar. Su calidez y su discreta presencia eran un tesoro para los siervos, propiedad de la familia, quienes siempre la recordaron con una frase dirigida a los niños, mientras crecían: «¿Vais a ser tan buenos como vuestra madre, verdad?» Obsesionado con las actividades, la disciplina y las aventuras del ejército ruso, el padre de Kropotkin, sin embargo, podía recordar solamente una participación destacable en Turquía en 1828, por la cual recibió la medalla de Santa Ana al valor, sin haber salido nunca de la oficina del comandante, decía el mismo Kropotkin.
Cuando los niños trataban de recordarle al viejo militar aquella historia, el resultado era siempre decepcionante, pues, en realidad, quien había sido el héroe era su asistente. En cierta ocasión, varias casas en un poblado turco alzaron fuego, y uno de los niños se había quedado atrapado. El viejo sirviente Frol, se lanzó dentro de la casa en llamas, y por esa acción el padre de Kropotkin recibió la medalla de honor, y una espada con empuñadura de oro, que llevó toda su vida. ¡Era uno de mis hombres!, reclamaba el hombre, para desilusión de los pequeños que lo escuchaban insumisos. En otra participación intranscendente, en Polonia en 1831, el padre de Kropotkin conoció a la que sería su esposa, la hija menor del general Sulima. Alta, esbelta, con abundante cabello castaño oscuro, ojos marrón oscuro y una boca pequeña, parecía que fuese a cobrar vida en un retrato al óleo que había sido pintado con amore por un artista de buena técnica. Siempre alegre y, por lo general, carente de preocupaciones, le gustaba mucho bailar, y las campesinas de nuestro pueblo nos contaban cómo admiraba desde un balcón sus danzas, acompasadas y armoniosas, para acabar uniéndose a ellas: poseía la naturaleza de una artista. Fue en un baile donde cogió el catarro que le produjo la inflamación de los pulmones que la llevó a la tumba iii . La madrastra, otra joven hija de un militar, parece no haber jugado ningún papel de relevancia en la vida de Pedro y de su hermano Alejandro. Kropotkin sólo recuerda el lujo y la pompa con que se realizó esa boda, pero nada más.
Verdaderamente, el padre de Kropotkin era de esa clase de militares enamorados del uniforme, de la disciplina de cuartel, de las marchas y de «romper la madera de los fusiles» cuando se realizaban exhibiciones de fuerza y de armas. Pero su participación en acciones de guerra, en expediciones o movilizaciones para la conquista de otras regiones o países, se redujo al papeleo y a la consejería marginal. Donde el hombre ejercía su autoridad con virulencia y férrea demanda de obediencia era en su casa. El castigo físico a los siervos, una de las manifestaciones más humillantes de su condición social, era practicado por el padre de Kropotkin con cierta regularidad. En otras ocasiones involucraba a las autoridades del pueblo, quienes procedían con el linchamiento de forma natural, como algo ampliamente aceptado por todo el mundo. Pues el padre de Kropotkin era en realidad un hombre muy rico. Con propiedades en tres provincias distintas, más de mil «almas», es decir siervos varones, pues las mujeres no contaban, cincuenta sirvientes en Moscú, y otros veinticinco en la propiedad campestre, cuatro cocheros a cargo de una docena de caballos, cinco cocineros y doce camareros, así como un sinfín de doncellas para atender los más mínimos detalles de la vida familiar, obligaban al ilustre militar a mantener el nivel, cada vez que la casa se llenaba de huéspedes, disponiendo de banquetes, luces, instrumentos musicales y una orquesta, para diversión de las visitas que le encantaban al padre de Kropotkin.
En la mansión de los Kropotkin el francés era el idioma con el que casi todos se comunicaban. Si la familia decía contar con ancestros que se remontaban a los siglos anteriores a la llegada de los Romanov al poder en Rusia, cuando éstos se propusieron unificar al estado y meter a su país en el proceso de la modernidad, la lengua vernácula tuvo que ser dejada de lado, y el francés llegó a convertirse en la lengua no solo de la corte y de la nobleza, sino también de lo que podría llamarse clases cultas, es decir la burguesía ennoblecida avituallada de modos y maneras que a veces no comprendía por completo; también de los intelectuales y de los oficiales de gobierno. El grueso de la correspondencia de palacio se redactaba en ese idioma, y la mayoría de los funcionarios y burócratas tenían que dominarlo como si fuera el suyo. Pedro Kropotkin tuvo excelentes maestros y tutores en su casa, que lo introdujeron en la cultura francesa de forma irreversible. Las representaciones teatrales y la memorización de obras de autores franceses, eran uno de los componentes habituales en la educación y la cotidianidad de la enseñanza de los niños en casa de los príncipes Kropotkin. Claro está que los maestros del pensamiento revolucionario francés sólo se conseguían de manera clandestina.
Sin embargo, la enseñanza no estaba completa si no se contaba con un excelente profesor de literatura rusa, además de otros idiomas como el alemán o el inglés. Los tutores en lengua rusa debían escamotear las tremendas dificultades que la censura aplicaba sin misericordia, contra lo mejor de las tradiciones culturales nacionales. Durante la feroz dictadura de Nicolás I por ejemplo, los grandes maestros en lengua rusa estaban prohibidos, o se editaban mutilados, de tal manera que algunos de los maestros de Pedro Kropotkin le abrieron las puertas a su pupilo, sirviéndose de obras que ellos mismos había leído, de forma ilegal, mientras fueron estudiantes. Era frecuente en las familias adineradas, contar con estudiantes que aún no habían completado su educación universitaria, para que atendieran los requerimientos académicos de discípulos de menos edad; con frecuencia niños y niñas que tenían muy poco interés en el aprendizaje y convertían al tutor en el hazmerreír de la casa. Ese no fue el caso de los Kropotkin, donde Pedro y sus hermanos, Nicolás y Alexander, siempre apuntaron la entrañable gratitud que les debían a sus primeros maestros.
La educación, sus métodos, limitaciones y proyectos, fue un tema recurrente en los círculos ilustrados de la Rusia zarista, durante casi todo el siglo XIX. Será porque la gente sencilla tenía tantas dificultades en ese sentido, sobre todo la población campesina y artesanal, pero el asunto llegó a ser casi una obsesión, no sólo en los grupos liberales, sino también en los más radicales de la época. Con frecuencia el siervo que mostrara iniciativas, independencia y aspiraciones era bloqueado de muchas formas, ya fuera obligándolo a casarse o abrumándolo con trabajo. Kropotkin cuenta historias en que algunos terratenientes, amigos de su padre, lo increpaban porque su «población de almas» crecía muy lentamente. Eso se debía, le decían, a que no fomentas los casamientos con la fuerza debida. La prole de siervos era de importancia vital para los grandes propietarios de tierras.
Su paso por el cuerpo de pajes al servicio del zar, tuvo todos los encantos y amarguras que podía reunir una carrera militar no aceptada totalmente, pero, debido a que su padre deseaba que sus hijos tuvieran un entrenamiento sólido y disciplinado en el ejército imperial, las consecuencias financieras para los hermanos hubieran sido inciertas en caso de no reconocer la voluntad del padre. Durante mucho tiempo la dependencia de los recursos pecuniarios que éste podía proveer fue una situación tolerada con desgano, mientras las circunstancias cambiaban. Y empezaron a girar positivamente, cuando al fin pudieron graduarse como oficiales del cuerpo de pajes. En ese instante, muchas de las inquietudes del príncipe Kropotkin emergieron con fluidez, en dirección a los llamados de su vocación científica. Estaría cinco años en Siberia a cargo de investigaciones geográficas y geológicas de gran importancia. Pero la experiencia fue esencial, no tanto en el nivel del conocimiento, como en el aprendizaje social, antropológico y político. Dejó San Petersburgo en 1862 para hacerse cargo de una serie de labores, al servicio de un regimiento muy joven y descuidado por las autoridades militares de la capital. Para él, no obstante, salir de la ciudad era decisivo, pues la ola reaccionaria hacía imposible respirar los aires de cambio que empezaba a necesitar urgentemente.
Sus expediciones por Siberia, las planicies del Amur, el contacto con los cosacos de la zona, los acercamientos a Manchuria, y las investigaciones en Finlandia, le permitieron a Kropotkin realizar comparaciones entre la vida y las actividades de los campesinos de estas regiones y aquellos que poseía su familia. Aunque muchos de ellos habían sido liberados, seguían tan pobres como siempre, en virtud de las limitaciones que el edicto de liberación de 1861 había dejado sin resolver, y que los propietarios habían aprovechado gustosos. Algunos de los siervos podían contar con tierras de labranza, pero carecían de la tecnología básica para ponerlas a producir, lo que presagiaba hambrunas devastadoras, como había sucedido en 1876, 1884, 1895 y 1898.
Estas demoledoras experiencias, lo mismo que haber sido testigo de la salvaje represión contra los polacos en 1863 y 1866, cuando muchos de sus dirigentes más nobles e ilustrados fueron enviados a trabajar a las minas de sal en Siberia, camposanto de los muertos vivos, como le decían entonces, removieron en Kropotkin los últimos vestigios de sus dudas acerca de adónde estaba realmente su destino político. La información que, aún en la aislada Siberia, le llegaba de los levantamientos que condujeron al baño de sangre de la Comuna de París en 1871, terminaron por clausurar un ciclo en la vida de Kropotkin, lleno de las inquietudes reformistas de un joven aristócrata con inclinaciones de solidaridad social, pero que aún no manifiestan la articulación de una propuesta revolucionaria acabada, algo que se iniciará con sus primeras salidas a la Europa Occidental, y su contacto con los grupos de emigrados rusos en Suiza, Alemania, Inglaterra y Francia.
Notas:
i Norbert Elias. La sociedad cortesana (México: Fondo de Cultura Económica. 1982. Traducción de Guillermo Hirata) P. 99.
ii Ver sobre todo el capítulo III del excelente libro de George Woodcock e Iván Avakumovic. Peter Kropotkin. From Prince to Rebel (Canada: Black Rose Books. 1990).
iii Piotr Alexéievich Kropotkin. Memorias de un revolucionario (Oviedo, España: KRK Editores. 2005. Traducción de Pablo Fernández Castañón-Uría e Introducción de T.S. Norio) P. 110.
Rodrigo Quesada (1952) es historiador, escritor, catedrático jubilado costarricense. Premio (1998) de la Academia de Geografía e Historia de su país.