Hablar de los sucesos de noviembre pasado con objetividad puede presentarse como un reto enorme cuando se ha estado involucrado en ellos en primera persona. De todos modos puede intentarse, aprovechando la nitidez que produce progresivamente el alejamiento temporal, y aportar algo nuevo a todo lo que ya se ha dicho.
El 27: La política de las formas
La mayoría de los textos que, en el debate nacional, y desde la izquierda, indagan sobre las causas del 27N enfatizan sobre todo en los factores llamados “externos” a las dinámicas políticas de la nación. Está claro que ninguna sociedad es una burbuja que flota en el éter ajena a los efectos de fuerzas fuera de su ámbito nacional. El bloqueo estadounidense a Cuba y, más recientemente, la pandemia lo demuestran. Por ello no se puede despreciar la incidencia de las maquinaciones de los servicios de inteligencia norteamericanos, de los círculos de poder de la burguesía noratlántica y de la emigración anticomunista cubana sobre el espacio político de Cuba. Sus manos e intereses van desde el financiamiento a agentes y grupos desestabilizadores y medios de comunicación opositores al gobierno, hasta la ofensiva cultural con que nos inundan constantemente mediante las más disímiles vías y de los modos más sutiles.
Sin embargo, el análisis del contexto no puede solamente apoyarse en estos elementos si persigue una visión de totalidad que permita desentrañar qué ha ocurrido. El diferendo Estados Unidos-Cuba no es una partida de ajedrez entre la CIA y nuestra Seguridad del Estado, o entre la Casa Blanca y el Palacio de la Revolución. El pueblo cubano es sujeto activo de esa disputa, siempre lo ha sido. ¿Quién si no derrotó a los mercenarios en Girón?
Como mismo un movimiento revolucionario traduce determinados problemas sociales en crisis revolucionarias, así mismo las fuerzas de la reacción capitalizan malestares reales para promover sus intereses.
Las lecturas de los fenómenos de cambio de régimen que absolutizan el momento conspirativo se fundamentan en una ontología social, en una concepción de la sociedad y de la historia, en la que los pueblos no son sujetos del proceso histórico, sino una masa informe lista para ser manipulada por unos y otros. Quizá en esta comprensión errada de lo social resida parte de la torpeza de nuestro enemigo, parte de su dificultad para entender la Revolución Cubana. Quizá en las limitaciones teóricas e ideológicas del enemigo esté la ventaja de Cuba. No podemos permitirnos entonces el mismo error.
La pregunta nuestra podría ser: ¿cuáles resortes de lo social, cuáles necesidades, malestares y frustraciones han cristalizado en algo como la sentada frente al Mincult? Hay poco de causal en todo lo que ha ocurrido. No es casual que el gremio de los realizadores audiovisuales estuviera sobrerrepresentado ahí. No es casual tampoco que la composición social de los participantes fuera fundamentalmente de universitarios jóvenes, asociados sobre todo al mundo de las artes y las humanidades, o del periodismo. No es casual que las redes sociales hayan sido la herramienta por excelencia de ese acto político.
La contrarrevolución ha corrido a identificar el 27N con otros movimientos sociales que han estado ocurriendo en América Latina contra los gobiernos neoliberales. A los revolucionarios cubanos la sola idea de comparar una cosa con otra nos provoca gran incomodidad; se nos hace insoportable. Sin embargo, no es una tesis de fondo tan descabellada. Claro: los ideólogos de la derecha desarrollan esa idea del único modo que lo saben hacer: oscureciendo, falseando, y con absoluta superficialidad. O apelan a una esencia ahistórica de la juventud que ecualiza mecánicamente La Habana y Buenos Aires con absoluta indiferencia de contextos y contenidos, o pasan directamente a mentiras como identificar al estado cubano con el chileno, y caracterizarlo como un estado neoliberal y represor más. Este último postulado se hace más escandaloso en un momento en que los estados neoliberales latinoamericanos han manifestado hasta el hartazgo, sin ningún pudor, su total ausencia de compromiso con la vida humana. Ya sea por el uso desenfrenado de la fuerza contra manifestantes, con el caso paradigmático de los ojos en Chile, o por su pésimo manejo de la pandemia.
Hace falta mucha desvergüenza para acusar de neoliberal a un estado que lleva un año entero usando todos sus recursos en función de que las personas en Cuba no se mueran de COVID-19.
No obstante, la sincronía de algo como el 27N —o del 11M, casi olvidado— con el alza de movimientos de protesta en América Latina tampoco es tan casual como nos gustaría. Las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones han llegado a cambiar para siempre las formas de socialidad humana. El cambio civilizatorio que esto representa cambia las reglas de funcionamiento de lo político, y no solo en cuanto a la capacidad multiplicada del capital para dominar, sino también por el creciente potencial para la movilización, la participación y la organización de la gente. Tanto el 27N como la Tángana son pruebas de ello. Esta nueva realidad ha producido, en parte del mundo, lo que pudiéramos llamar un moméntum, un ímpetuantiautoritario. Y entonces nos enfrentamos al hecho de que tanto los estados neoliberales, como los estados al estilo del socialismo “real” poseen rasgos autoritarios. Claro que el contenido de todos los modos de ser autoritario no es el mismo, por eso no hay identidad entre un estado neoliberal como el chileno y el estado cubano.
Grosso modo podemos distinguir dos usos de la política autoritaria. Un uso reaccionario, como es el caso del autoritarismo liberal —tan proclive al fascismo— o del autoritarismo estalinista, que poseen como móviles y fines la realización conservadora del poder, el mantenimiento a toda costa de los órdenes. Por otro lado, podríamos hablar de un uso revolucionario, cuando ese ejercicio del poder asegura el avance y desarrollo de la política creadora desbrozando el camino de las fuerzas reaccionarias que se oponen al avance de un programa revolucionario. Son buenos ejemplos de esto el jacobinismo bolchevique de Lenin —como lo llamaba Michael Lowy—, o cualquier otra revolución verdadera que irrumpe en la historia como un acto fundador de una violencia creadora. La textura ético-política de ambos usos es inconfundible.
El momento autoritario del estado cubano tiene como causa fundamental el asedio permanente por parte del imperialismo norteamericano; de ahí la dificultad de construir un parlamento en una trinchera como decía Cintio Vitier. En los estados neoliberales, en cambio, el poder se usa autoritariamente para el despojo y para el disciplinamiento del cuerpo social en beneficio del mercado. En este sentido el autoritarismo es más una forma que un contenido político como tal. Aunque siempre existe el peligro de que se trastoque el medio en fin. Las experiencias amargas que el movimiento revolucionario mundial ha tenido con ello oprimen como una pesadilla nuestras mentes.
En Cuba el autoritarismo se manifiesta mediante prácticas como el verticalismo, la discrecionalidad, el paternalismo, el secretismo, el sectarismo o la censura, por citar algunas.
No estamos revelando aquí ninguna novedad, en disímiles ocasiones Fidel, Raúl y otros miembros del liderazgo revolucionario, desde los sesenta hasta hoy, han denunciado y condenado estas persistentes enfermedades de nuestra cultura política. El 27N, y también el 11M, no puede leerse al margen estos elementos; de otro modo no podríamos explicarnos por ejemplo la distancia que muchos de esos jóvenes tomaron del MSI, pero reafirmando las críticas a prácticas estatales que percibían como autoritarias. Esto habla del debilitamiento del estado socialista en la reproducción de consenso entre determinados sectores de la juventud o de la intelectualidad, pues un ejercicio político puntual no se percibe como aceptable o inaceptable por su propia naturaleza sino por cómo es apropiado por las personas, qué significado asume en sus maneras de entender lo correcto, lo normal, lo tolerable, lo inadmisible, lo insoportable, etc. ¿Por qué muchas de estas personas se creyeron en su momento la farsa de la calle Dama, y sin embargo son escépticos o refractarios a reportajes del noticiero? No es tan fácil como decir que son directamente contrarrevolucionarios, o que son tontos o que están confundidos.
¿Por qué ven lo que ven, y no ven lo que vemos otros? Y que a nadie le quepa la menor duda: no están fingiendo, en efecto lo ven.
El 29: La (contra)hegemonía socialista
Los problemas que tienen que ver con el consenso, es decir, con la hegemonía de un proyecto de sociedad, la capacidad de ese proyecto para dotar de sentido la vida de la gente, y la realidad toda, no pueden explicarse desde posiciones liberales ni metafísicas. Una idea que a veces manoseamos en el modo de analizar la comunicación política en Cuba es el del acceso inmediato a la verdad. Algunos asumen que la verdad es un valor en sí mismo invencible, que “la verdad es la verdad” aunque nadie se la crea. Esto como principio de una ética individual es muy admirable, pero en la guerra de posiciones de la política revolucionaria no tiene mucho valor. En la obra Galileo Galilei, de Brecht, hay un diálogo muy interesante que sirve al propósito de lo que queremos explicar. Cuando un monje le pregunta al enjuiciado Galileo si él no cree que la verdad, de ser tal, se impondría aún sin necesidad de aquellos que la conocen, el astrónomo le responde que la verdad solo se impone en la medida que la podamos imponer, que “el triunfo de la razón solo puede ser el triunfo de los que razonan”.
Hay que examinar por qué en determinados grupos sociales ya no se impone nuestra verdad. Qué condiciones, qué prácticas, qué métodos, qué discursos hacen inescuchable o incomprensible nuestra verdad en esos sectores. Sin volverse hacia esas preguntas es imposible resanar las fisuras en la legitimidad del proyecto socialista cubano.
En los últimos sesenta años el pueblo de Cuba se ha desarrollado bajo un pacto social que le ha permitido resistir el embate continuo del capitalismo internacional, embate dirigido a quebrar su voluntad de construir una sociedad alternativa a la que el capital colonialista propone. A este factor de resistencia le hemos solido llamar unidad. Pero también podríamos llamarle hegemonía, o más bien (contra)hegemonía, siendo como es una resistencia a la gran hegemonía del capital que gobierna el mundo, y conteniendo como contiene una vocación de eliminar toda dominación, toda hegemonía.
Los enemigos de la Revolución Cubana han sido bastante miopes en el ejercicio de entender la (contra)hegemonía cultural del proyecto socialista. Por eso enmudecen ante la pregunta de por qué en Cuba no existen los estallidos sociales. Los más groseros hablan del miedo y de la represión, pero vuelven a enmudecer cuando se les menciona que la represión sistemática nunca detuvo la resistencia de las más brutales dictaduras del siglo XX: ni Pinochet, ni Videla, ni Batista, ni Franco fueron capaces de anular la resistencia popular con miedo y muerte. La capacidad de un estado para gestionar la conflictividad social sin recurrir a la violencia extralegal y sin permitirse estallidos sociales habla de la consistencia de su hegemonía; habla de la salud del consenso que lo sostiene.
La entrada de Cuba al siglo XXI plantea retos a la reproducción de un consenso social construido en un mundo y en una sociedad que por avatares de la historia ya no existen. La polarización y la violencia en redes sociales, la marcha LGBTIQ+ del año antes pasado, y los sucesos del Mincult de finales de noviembre, son síntomas de unos malestares que no están siendo metabolizados por la (contra)hegemonía socialista. Y como decía, no podemos darnos una explicación tan superficial como que todo eso es, solo es, resultado de las agendas y operaciones de cambio de régimen, pues estas, más que inventar la realidad, la aprovechan.
La Tángana en el Trillo el día 29 fue un intento de abordar el problema de la hegemonía del proyecto socialista. En la Tángana se afirma la urgencia del ensanchamiento y la profundización del programa revolucionario del pueblo, y no solo eso, sino que reivindica, además, la existencia de una sociedad civil socialista —negada por las narrativas reaccionarias— capaz, dispuesta y absolutamente orgánica a esa tarea de reconstituir la (contra)hegemonía. Esta reconstitución se convierte en el elixir de vida de la Revolución que no puede sobrevivir sin realizarla y que no puede realizarla sin profundizarse cada día y avanzar en la conquista de toda la justicia pues “para nosotros, sostener la Revolución y defender la Revolución solo se pueden llevar a cabo de una manera: haciéndola”.
Las ausencias en el discurso oficial —percibido y autopercibido como El discurso de la Revolución— de tópicos que forman parte de las agendas de los movimientos más a la izquierda alrededor del mundo como el feminismo, el antirracismo, la discriminación, el ecologismo militante, la autogestión obrera, la educación popular, entre otros, van drenando de las filas de la Revolución a personas con sensibilidades de izquierda, pero que no encuentran eco a sus inquietudes y necesidades políticas en el espacio socialista cubano.
Además, ocurre también algo incluso peor: la invisibilidad de estos temas, la falta de educación y debate constante de los mismos en todos los niveles de la sociedad deja el camino allanado a los contenidos reaccionarios que por inercia reproducen el sentido común, la cultura y la tradición. No basta con no promover el racismo o el machismo: hay que ejercitar una militancia activa antirracista, feminista, etc., que mantenga estos idearios a raya y que, en última instancia los desprograme de una vez y los haga desaparecer. A fin de cuentas, los imaginarios conservadores son incompatibles con la transición socialista y con el avance de la obra de justicia de la Revolución Cubana, y son pasto fresco además para fuerzas reaccionarias como, por ejemplo, el fundamentalismo evangélico, que disputa a la Revolución Cubana su base social en los barrios, en los campos, en las fábricas, en las escuelas, precisamente apelando a los contenidos más retardatarios que habitan en la conciencia social cubana, y cuyas maneras de entender la sociedad, la familia y la vida son inconciliables con las del socialismo.
La actualidad de la revolución
El período de crisis que se abre con la caída del campo socialista fue y es el golpe mayor que ha recibido el proyecto emancipador cubano en su historia reciente. Su influencia en todos los órdenes de la vida social es insoslayable. En primer lugar, la crisis económica destrozó todo un conjunto de modos de socialidad, de expectativas, de proyectos vitales y de esperanzas que eran componentes orgánicos de la construcción de la nueva sociedad. Al mismo tiempo la economía de supervivencia y el peso creciente de las relaciones mercantiles ha ido corriendo el sistema de valores y de necesidades desde un eje basado en la solidaridad y la centralidad de lo colectivo, hacia el individualismo. El fin del socialismo europeo también asestó un golpe crítico a los imaginarios utópicos en Cuba y todo el mundo: vislumbrar alternativas al capitalismo es más difícil hoy que nunca.
Al mismo tiempo la apertura de Cuba al mundo de la globalización neoliberal también supone un reto permanente para la cultura socialista. Los dispositivos productores del sentido del capitalismo bombardean nuestras mentes a diario y le disputan al proyecto socialista la preeminencia sobre los deseos, las aspiraciones, las representaciones… Y no ha importado demasiado que el poder revolucionario posea el control de los llamados aparatos ideológicos del estado: aun así, estamos perdiendo. La cultura emancipadora es cada vez más una cultura de resistencia.
Si antes de 1991 el marxismo-leninismo como ideología otorgaba la pertenencia a un mundo, a un proyecto histórico común de muchos pueblos, en el siglo XXI nos enfrentamos a una cierta crisis existencial de la izquierda. La Revolución Cubana —luego de la sobrevida de Fidel— no está exenta de ese desafío. Y eso es algo que podemos comprobar en la textura y la calidad del debate ideológico ahora mismo, o en el avance tremendo del pensamiento liberal. Por ejemplo, en la academia asistimos a la sustitución del viejo marxismo ortodoxo, no por el pensamiento crítico marxista —todavía visto con recelos decadentes—, sino por el pensamiento burgués igualmente ortodoxo, por la asimilación acrítica de lo más renombrado de las “prestigiosísimas” universidades de Europa y Norteamérica. También nos traiciona la inconsciente pulsión colonial de querer parecernos a ellas. Y lo peor es el avance de este mismo pensamiento liberal y de esta misma colonialidad en el campo de la conciencia social, donde se sedimentan como sentidos comunes y crean y alimentan las aspiraciones de volver a “la normalidad”, de vernos en el espejo de los países “normales” y de sus instituciones “normales”, sin importar el contenido de esa “normalidad”.
Para contrarrestar esta realidad solo se puede echar mano del pensamiento y de las prácticas más revolucionarias.
La liquidación y el abandono del pensamiento hereje de Cuba y del mundo —pensamiento que le da sentido y forma a la Revolución Cubana, la herejía mayor— nos apaga la luz en el laberinto de la historia, y nos pone a caminar a ciegas, quizá hacia el abismo.
Debemos volvernos por un lado hacia esos pensadores y revolucionarios más indigeribles para el capitalismo de hoy y siempre. Incluso hay que estudiar a aquellos que fueron insoportables para los viejos socialismos de Europa y a los que la historia otorgó la razón a la postre para amargura de ellos mismos, pues muchos de los desafíos que enfrentamos no son nuevos y aquellas sociedades también los vivieron.
También es necesario hurgar en la raíz más subversiva de Martí, de Mella, de Guiteras, de Fidel, del Che; esa raíz que espanta por igual a liberales y a dogmáticos.
En el campo de la praxis debemos recuperar la participación y la movilización popular como las vías de realización por excelencia de la democracia socialista y de la educación revolucionaria de las personas. Esto es algo que se sabía muy bien en los 60 y que hemos ido olvidando. Hay experiencias maravillosas que van desde la campaña de alfabetización o la operación Verdad, hasta la revolución energética, pasando por los parlamentos obreros de los noventa. Beber de nuestra tradición más emancipatoria en este sentido, y que excluye dinámicas superadas por el propio desarrollo ético de la Revolución como los llamados actos de repudio, es fundamental. La desmovilización y despolitización del pueblo es un factor de debilidad del proyecto y un espacio de oportunidad para la reacción, que también busca movilizar y politizar.
La Revolución Cubana debe superar la soledad que la historia le ha puesto a Cuba, pero no sin sobrevivir como proyecto de civilización nueva, no por simple homogenización con el mundo infame que la rodea. Tiene un compromiso con la emancipación de los que tanto se han sacrificado, y se siguen sacrificando por ella, y con la de los que la miran esperanzados desde muchos lugares del mundo. Por eso debe mantener encendida la luz de ese proyecto de liberación que —parafraseando al venezolano Ludovico Silva— ha dividido al mundo en dos, pero que acabará por unificarlo. Ese destino y no otro, ligado al de los subalternos, en Cuba y en todo el orbe, es la actualidad de la revolución.
Publicado originalmente en La Jiribilla
Fuente: https://medium.com/la-tiza/la-actualidad-de-la-revoluci%C3%B3n-d7a0405632e