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La alegría del vencedor

Fuentes: Novas da Galiza

Christophe Fauviau, un militar retirado, quería que sus dos hijos fuesen grandes campeones de tenis e hizo todo lo posible para lograrlo: durante dos años se dedicó a drogar a los rivales con somníferos y ansiolíticos, dolosamente suministrados en una solidaria botella de agua. Homenaje vivo a este afán de superación, sus 27 víctimas, una […]

Christophe Fauviau, un militar retirado, quería que sus dos hijos fuesen grandes campeones de tenis e hizo todo lo posible para lograrlo: durante dos años se dedicó a drogar a los rivales con somníferos y ansiolíticos, dolosamente suministrados en una solidaria botella de agua. Homenaje vivo a este afán de superación, sus 27 víctimas, una de ellas mortal, abandonaban el campo tambaleantes, con la visión empañada, a veces vomitando, mientras la familia Fauviau celebraba alborozada el nuevo triunfo de los retoños. Luego Christophe añadía un trofeo a sus vitrinas e invitaba a cenar a los amigos, a los vecinos, a los propios padres de los vencidos para que admirasen la impresionante colección de sus victorias. Hace unos días, este padre protector que no podía soportar la idea de haber criado dos perdedores fue condenado a ocho años de cárcel por «tramposo», «manipulador» y «mentiroso».

Recogida de un periódico, sólo he añadido a la noticia la exhibición de las vitrinas, prolongación natural de la maniobra: un hombre no envenena a un adolescente para ganar un partido de tenis y se avergüenza después de su trofeo; estará casi obligado, al contrario, a festejar públicamente el triunfo para regularizarlo íntimamente y devolverle su valor: «si estoy tan contento es que no he hecho nada». Pero una alegría así es casi más monstruosa que el delito mismo; desde el mismo momento en que tiene que medirse con un niño envenenado, esta alegría purificadora del vencedor envenena, por así decirlo, a todos los espectadores. La moral más agreste se escandaliza ante el júbilo de un vencedor injusto, ante la dicha publicitaria que llamamos ensañamiento. El Triunfo romano, con su desfile de riquezas y prisioneros, nos ofrece la imagen más extrema, de la que la felicidad de la militar estadounidense fotografiada en Abu Gharaib, pulgar en alto, inclinada sobre el cadáver torturado, no es más que la continuidad histórica, en formato turístico y burgués. «Os hemos machacado», «qué paliza os hemos dado», con una emoción explosiva que es la réplica y la inversión moral de la correspondencia amorosa.

Esta alegría de la injusticia es la que recoge la expresión castellana «pasar por las narices», acción mediante la que se afirma públicamente la superioridad del vencedor y la inferioridad del vencido, explosión animal -golpes contra el pecho y aullidos simiescos- sin los que el placer del triunfo resta incompleto. Estaba pensando en la historia de Christophe Fauviau y en la necesidad primitiva de «pasar por las narices» el trofeo arrebatado cuando mis ojos tropezaron en el mismo periódico y en la misma página con dos noticias, una al lado de la otra, que de repente formaron ante mis ojos otra historia ejemplar: «1.200 millones de personas sin acceso a agua potable»/»Forbes publica un año más la lista de los 793 hombres más ricos del mundo». Los periódicos están pensados, lo sabemos, para que puedan estar juntas, sin juntarse jamás, en distintas estanterías del escaparate, las noticias más dispares. Con un golpe de ojo empujamos esa bolita de los 1.200 millones, fundidos en una madeja, fuera de nuestro campo visual y pasamos a admirar a los 793 milmillonarios, uno por uno, sin establecer ninguna relación entre esas dos enormidades. Una pobreza tan impersonal y fácilmente registrable es apenas una incidencia meteorológica. Una riqueza tan clamorosa y aireada, tan satisfecha de sí misma, sólo puede ser inocente y merecida.

Imagino a los 793 hombres más ricos del mundo dando saltos de alegría delante de los 1.200 millones de sedientos mientras los espectadores envenenados -unos cuantos cientos de millones- aplaudimos a los magnates y despreciamos evangélicamente a los que piden agua. La sola publicación de la lista Forbes es un acto fantástico de ostentación bárbara, una impugnación de toda pretensión civilizada, algo muy parecido a un chiste sobre judíos y cámaras de gas. Pero funciona. La lista Forbes convierte a nuestros ojos la feroz competencia económica, con sus millones de víctimas, en una competición deportiva y la lucha social, que deja a regiones enteras del planeta rotas y desangradas, en una superación atlética: «en esta ocasión», nos dice la noticia, «la lista está formada por 793 milmillonarios , una cifra récord. Entre todos ellos acumulan unas fortunas de 2,6 billones de dólares, un 18% más que el año pasado». Por un lado, la lista estimula psicológicamente a los vencedores alimentando en ellos el afán de superación que guiaba al papá Christophe: a Berlusconi no le gustará nada que Amancio Ortega (14.8000 millones de dólares) le haya desplazado de la vigesimotercera posición a nivel mundial y de la séptima a nivel europeo y tendrá que tomar medidas -despidos, sobornos, malversaciones- para recuperar terreno; mientras que el propio Amancio Ortega, picado en su orgullo, buscará la forma de adelantar un puesto más y deslocalizará más fábricas, bajará el salario a los marroquíes o abrirá un taller de esclavos en alta mar. La lista Forbes es el aguijón deportivo de la explotación, el motor épico de la barbarie capitalista. Pero la lista Forbes estimula además la integración de los vencidos. En un mundo de tormentas estructurales en el que el capital se organiza anónimo y transversal a las culturas y las naciones, la lista Forbes mantiene la ilusión olímpica muy tranquilizadora de una rivalidad nacional: Amancio Ortega representa a los españoles en el Patíbulo Mundial como Fernando Alonso nos representa en los circuitos, y todos lo empujamos, le jaleamos, avanzamos con él cada puesto que adelanta en esta carrera. E incluso es posible -como ironizaba Angel Casanova Grima en una estupenda ficción- que los trabajadores de sus talleres, o los parados mismos, acaben cediendo una parte de sus ahorros para evitar que Berlusconi, stronzo italiano, vuelva a superarlo el año que viene. Los pobres aman, admiran y ayudan a sus ricos.

Lo peor de Christophe Fauviau no es lo que hizo a esos adolescentes envenenados; es lo que les hizo a sus propios hijos. Lo mismo puede decirse de la lista Forbes: lo peor es su dimensión educativa; es decir, el hecho de que legitima y ofrece como modelo la alegría ostentosa del vencedor y su corte de mangas a las víctimas de su victoria. Mucho más educativa, y mucho más patriótica, me parece la frase que escribió Rafael Barrett en 1910 con ocasión de la muerte de Rockefeller: «Y en verdad os digo que si es grande el país en que un hombre consigue, sin violar la ley, juntar cinco mil millones, es más grande todavía el país que no se los perdona y que, anticipándose a la muerte, le obliga a devolverlos». Me sentiré muy orgulloso de mi nación -cualquiera que ésta sea- el día en que los periódicos publiquen la breve lista de los milmillonarios expropiados y la de los niños -tan dolorosamente larga- curados y alimentados y vestidos y dignificados con el dinero devuelto.