Encerrado en un sótano, subsuelo húmedo y sin luz, frágil barrera que le separa de las alcantarillas y las ratas, un funcionario trabaja sin descanso en las catacumbas de algún edificio oficial de Madrid. Sus órdenes son claras y precisas, aunque no se sepa muy bien de dónde vienen. Pese a ello, hundido entre expedientes, […]
Encerrado en un sótano, subsuelo húmedo y sin luz, frágil barrera que le separa de las alcantarillas y las ratas, un funcionario trabaja sin descanso en las catacumbas de algún edificio oficial de Madrid. Sus órdenes son claras y precisas, aunque no se sepa muy bien de dónde vienen. Pese a ello, hundido entre expedientes, fichas y fotografías, él las acata con la determinación de un náufrago por alcanzar la orilla. Un esfuerzo exhausto porque su misión no es sencilla y el tiempo se le acaba: debe encontrar un nuevo Leopoldo Fregoli, el cómico capaz de trasformase sobre el escenario con la velocidad del rayo, encarnando los más dispares personajes ante la mirada atónita de los espectadores incapaces de asimilar esa metamorfosis.
Y es que solo un intérprete a la altura del mítico actor italiano de los años 20, puede sorprender y despertar a un público cada vez más cansado ante esta aburrida comedia barata en que han convertido España. Porque sobre el escenario político nacional apenas queda nada que mantenga el interés por un montaje que comenzó con el tono pretendidamente épico de la transición y que hoy los papeles de Bárcenas han confirmado como un sainete insulso donde ninguno de sus personajes se sostiene en la trama.
La imagen de su galán principal, Juan Carlos I, apoyado sobre las muletas de la indiferencia es, en este sentido, elocuente. Una indiferencia hacía el desasosiego de sus súbditos que ha terminado por convertir a este campechano monarca, amigo de las cacerías y las nobles aventureras, en un devaluado reyezuelo shakesperiano al que solo su ambición mantiene en pie sobre el escenario. Lo demostró cuando traicionó a su padre a cambio de esa misma corona a la que ahora, mientras los cimientos de la Zarzuela se tambalean corroídos por los negocios turbios, se aferra negándose a abdicar.
En cualquier caso, pocos confían ya en que un cambio de protagonistas vaya a evitar que la presentida lluvia de tomates se precipite antes de que caiga el telón. Especialmente cuando para ello solo se cuenta con personajes secundarios de la trama, como el Príncipe Felipe, cuya mayor virtud es haberse casado con una presentadora de televisión. O Alfredo Pérez Rubalcaba, tan escéptico en su papel de alternativa que ni siquiera se atreve a reclamar unas nuevas elecciones al noqueado Mariano Rajoy, para no volver a pasar el mal trago de perderlas. El líder de la oposición parece centrar sus esperanzas en la habilidad de algún guionista para dar un giro inesperado al argumento, como la escena de cama protagonizada tiempo atrás por socialistas y populares para cambiar la constitución en beneficio de los bancos. Un requiebro amoroso, por cierto, que ambas formaciones han vuelto a ensayar estos días al impedir la presencia en el Congreso de los jueces más críticos frente el saqueo que sufren miles de familias en forma de desahucios.
Pero a estas alturas de la representación, con seis millones de parados y un teatro que amenaza ruina, los aburridos monólogos tecnócratas o los alegatos a la concertación nacional recitados con afectada declamación, no parecen emocionar a un respetable público que cada vez se siente menos respetado. Es por eso que nuestro funcionario gris trabaja día y noche en los bajos fondos de algún ministerio. Porque encontrar un emulador de Fregoli es lo único que podría evitar que los espectadores abandonen la sala. O, lo que es peor, que asalten furiosos las bambalinas. Un maestro del disfraz que sea capaz de crear con su habilidad transformista la ilusión de mil personajes. Alguien que pueda dar a la representación una apariencia de cambio incesante. Sin necesidad, claro está, de que nada cambie.
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