¿Qué tenemos que ver los habitantes de Nuestra América con el 11 de septiembre? En todo caso, mi memoria histórica acerca de esa fecha no empieza con el ataque terrorista en el 2001 contra las torres gemelas del «World Trade Center», sino con el criminal asalto militar de 1973 contra La Moneda, la casa presidencial […]
¿Qué tenemos que ver los habitantes de Nuestra América con el 11 de septiembre? En todo caso, mi memoria histórica acerca de esa fecha no empieza con el ataque terrorista en el 2001 contra las torres gemelas del «World Trade Center», sino con el criminal asalto militar de 1973 contra La Moneda, la casa presidencial chilena. Poco más de tres mil vidas inocentes fue el «daño colateral» de la primera, anunciada por sus perpetradores como «el golpe de Dios Omnipotente» contra uno de los órganos vitales del «mal». Mientras, el saldo brutal de la segunda fue sobre 30,000 vidas, incluyendo la de su heroico presidente Salvador Allende, víctimas también de otra cruzada fundamentalista: el anticomunismo.
Ambos acontecimientos septembrinos desembocaron en la instauración de regímenes de hecho despreciadores de los derechos humanos y abocados a la desposesión de los más en beneficio de los menos. En el caso del violento fin de la democrática vía chilena al socialismo, así como de la guerra contra el terror desatada hacia dentro y hacia fuera de Estados Unidos, ambas sirvieron de vehículo para la legitimación de nuevas estrategias de control y dominación fuera de todo marco legal. Propiciaron también la intensificación de la aspirada sumisión de la vida toda bajo las lógicas neoliberales del capital.
Cómo imagen publicitaria producto del dominio de los grandes medios estadounidenses, el 11 de septiembre se nos ha vendido como metáfora representativa del pensamiento único neoliberal. Es una narrativa que pretende reducir al mundo a un orden de batalla entre los «buenos», los capitalistas, y los «malos», todos los que de una y otra manera difieran de su visión del mundo hecho a imagen y semejanza del capital. Quién no está con los autoproclamados «buenos», tiene que estar objetivamente con los «malos», sentenció el tejano George W. Bush, quien fungía de mandatario de los yanquis en ese momento. Y los «malos» son culpables por naturaleza de sus fines, lo que justifica incluso su tortura, desaparición o ejecución sumaria y extrajudicial. Los «condenados de la tierra» son invisibilizados o deshumanizados bajo este maniqueísmo imperial.
Como bien nos señala el economista Franz Hinkelammert, con el 11 de septiembre se colapsaron nuestras coordenadas del bien y el mal. En su lugar, se impuso la perversa estrategia imperial de la guerra total, sin límites, y sin coordenadas claras acerca del bien y del mal. El único criterio legitimador en adelante sería la fuerza y la eficacia de sus efectos, por más deshumanizantes que sean.
Sin embargo, mi memoria histórica sigue resistiéndose a los simplismos ideológicos. Me trae a la mente esos otros «11 de septiembre» que han marcado mi consciencia, por lo menos en el último medio siglo. Los bombardeos criminales de Estados Unidos sobre Hanoi y todo el territorio vietnamita, incluyendo el uso de armas químicas de destrucción masiva. Murieron sobre 3 millones de vietnamitas, de los cuales 2 millones eran civiles. Igualmente recuerdo la aniquilación en 1989 -con, entre otras cosas, el bárbaro napalm usado en Viet Nam- del barrio Chorillos de la Ciudad de Panamá, donde murieron 10,000 civiles panameños como resultado de la ilegal invasión militar estadounidense.
Las guerras de Estados Unidos en Irak y Afganistán, y la no declarada en Pakistán, han dejado igualmente cientos de miles de muertos, en su mayoría civiles. Continúa operando, con absoluta impunidad, el campo de concentración estadounidense en Guantánamo. La Corte Penal Internacional saca pecho para investigar y condenar los delitos de los «malos», mientras condona los crímenes de los «buenos». Bush y su vicepresidente Cheney admiten y defienden públicamente sus crímenes y nadie su inmuta. Quien sumisamente le ha dado continuidad a las políticas criminales de éstos, el presidente Barack Obama, la Academia Sueca le otorga el Premio Nobel de la Paz. Y con ese premio en mano, ha agredido a Libia y producido allí, junto a sus aliados europeos, otro violento e ilegal «cambio de régimen», con su secuela abismal de muertos.
Huelga decir que la barbarie hace ya tiempo nos ha ido arropando. El ser humano se ha visto reducido a mero medio desechable. Habría que refundar la propia civilización para que vuelva a ser fin bajo unos fundamentos éticamente comunes, es decir, incluyentes, sobre el bien y el mal o, mejor aún, más allá del bien y del mal como categorías absolutas impuestas por los poderes establecidos. La comunista alemana Rosa Luxemburgo tuvo razón. En ausencia de la sociedad del poder y bien común, lo que podemos esperar es la barbarie.
Durante los pasados diez años igualmente somos testigos de otra manifestación de la barbarie anunciada: la decadencia de los centros imperiales de Estados Unidos y Europa, con sus elites políticas agotadas y desacreditadas, así también sus economías de mercado, sumiéndose en el decrecimiento real de sus fuerzas productivas y el incremento significativo de sus desigualdades, producto de la avaricia sin fin de sus elites económicas. Ya no sólo enfrentan problemas de gobernabilidad, sino algo peor: la inviabilidad bajo el actual orden civilizatorio capitalista. Contra ello, se levanta un rayo de esperanza: la indignación organizada para la articulación de un modo alternativo de vida común.
En ese sentido, desde la América nuestra ha surgido las más importantes expresiones de cambio con implicaciones antisistémicas. Desde Chile, parece por fin despertarse su pueblo de la larga noche neoliberal impuesta por Pinochet y los Chicago boys, y revalidada por una desconcertada y timorata izquierda oficialista. Convocada por sus estudiantes y su juventud, aquella que nada tiene que perder excepto las cadenas heredadas de la dictadura del capital, ha puesto por fin sobre el tapete la superación del modelo neoliberal y su sistema de valores basado en el lucro privado y excluyente sin fin.
Por otra parte, jalonada hacia la izquierda a partir de los influyentes cambios vividos en la última década en Venezuela, Bolivia y Ecuador, sin hablar de Argentina, Uruguay, Paraguay y Brasil, sin olvidarnos de Nicaragua y la revolucionaria Cuba, avanza la región en la articulación de su largamente deseada y esperada desconexión de las decadentes economías imperiales de Estados Unidos y Europa, y la consiguiente potenciación e integración solidaria de sus respectivas sociedades y economías.
Sólo México, con sus más de 12 millones de nuevos pobres y sobre 40,000 muertos, en la última década, producto de la guerra impuesta contra el narcotráfico, resalta como la gran excepción. En su caso, la barbarie ha estado determinada, en última instancia, por la creciente dependencia neocolonial bajo el régimen integracionista que comparte con Estados Unidos, el mismo que ha admitido armar a los carteles que suplen la demanda por estupefacientes a su alienada sociedad. Si algo enseña el caso de México es que el futuro de Nuestra América no se labra hoy mirando al Norte, sino en todo caso hacia nosotros mismos.
Los yanquis parecen vivir al margen de la historia de la pasada década. Se me parecen a los cruzadistas cristianos del siglo XIII que, en palabras de un cronista árabe: «Proceden con tanta impetuosidad, como las polillas de la noche que vuelan a la luz». Peor aún, parecen emular las palabras del tristemente célebre Goebbels -el gran propagandista fascista- poco tiempo antes de la caída de la Alemania hitleriana: «Si tenemos que abandonar el teatro del mundo, vamos a tirar la puerta de una manera tal, que el universo tiemble».
El autor es Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico. Es, además, miembro de la Junta de Directores y colaborador permanente del semanario puertorriqueño «Claridad».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.