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La batalla de los «think tanks»

Fuentes: Punto Final

El lanzamiento del nuevo think tank Espacio Público ha hecho evidente el nuevo rol que estas instituciones están ocupando en el contexto de la crisis de legitimidad y desprestigio de los partidos políticos. Un papel que es necesario someter a la crítica democrática, ya que su creciente poder representa un síntoma de la captura de […]

El lanzamiento del nuevo think tank Espacio Público ha hecho evidente el nuevo rol que estas instituciones están ocupando en el contexto de la crisis de legitimidad y desprestigio de los partidos políticos. Un papel que es necesario someter a la crítica democrática, ya que su creciente poder representa un síntoma de la captura de las instituciones públicas por lobbies económicos y camarillas elitistas.

El problema no es la existencia de centros de estudio o investigación ligados directa o indirectamente a partidos políticos. Se trata de una necesidad evidente en el marco de la complejidad de los procesos de deliberación parlamentaria y de la competencia electoral. Incluso en algunos países, como Alemania, se reconoce a cada partido con representación parlamentaria el derecho a constituir una fundación ligada a sus ideas, bajo control democrático de sus instancias partidarias, y a la vez con un margen de autonomía intelectual para criticar a su propio partido. De esta forma existen las fundaciones Heinrich Böll, ligada a los Verdes, Friedrich Ebert a los socialdemócratas, Konrad Adenauer y Hanns Seidel a la DC, Friedrich Naumann a los liberales y Rosa Luxemburgo a la Izquierda.

Hasta 1973 este rol en Chile lo ejercían centros adscritos directamente a las universidades, como el Centro de Estudios de la Realidad Nacional (Ceren) de la Universidad Católica. Pero la proscripción de los partidos por la dictadura obligó a fundar nuevas instituciones con personalidad jurídica propia, que dieran cuerpo a la reflexión de las distintas corrientes partidarias. La DC fue uno de los partidos que creará mayor número de centros de estudios, ligados a sus distintas tendencias y liderazgos, como el CED, fundado por Gabriel Valdés, el Instituto Chileno de Estudios Humanísticos, ligado a Jaime Castillo Velasco, o Cieplan fundado por Alejandro Foxley. Para la Izquierda este tipo de centros de estudios sirvieron para canalizar la reflexión de intelectuales perseguidos en las universidades. Para ello fue fundamental el aporte de recursos provenientes de la cooperación internacional.

Florecerá además un amplio campo de organizaciones no gubernamentales de desarrollo, como SUR, PET, Codepu, Fasic, Judep o La Morada, con voluntad de incidencia política pero sin adscripción partidaria, sino fundadas en la adhesión ciudadana. En el caso de las ONGs debe existir una tajante separación, tanto de los partidos como del Estado, con el fin de garantizar la autonomía de la propia institución.

Con el fin de la dictadura, el acceso a los recursos externos se redujo bruscamente. El gobierno monopolizó la cooperación internacional, las ONGs entraron a una etapa de exigua sobrevivencia, ejecutando políticas públicas y los antiguos centros de estudios «para-partidarios», pasaron a ser consultoras externas del Estado o a prestar intermitentes servicios de asesoría parlamentaria. La Concertación no valoró el capital intelectual acumulado por estas instituciones, levantándolas y dejándolas morir cíclicamente, o llevándolas a hibernar en una lastimosa latencia. Por su parte, la derecha creó y fortaleció sus propias organizaciones, como el Instituto Libertad y Desarrollo y la Fundación Jaime Guzmán, ligadas a la UDI, o el Instituto Libertad, vinculado a RN. Los empresarios financiarán sus propios centros, como el CEP, que reúne en su directorio a buena parte de las grandes fortunas de este país, como Eliodoro Matte, Wolf von Appen, Roberto Angelini, Jean Paul Luksic y Bruno Philippi. Incluso Andrónico Luksic ha levantado en los últimos años su propio instituto, llamado Res Publica, integrado por académicos de la derecha y de la Concertación.

A partir de la última década por simple siutiquería y snobismo se ha importado la denominación think tank, sin caer en cuenta en los defectos de esta categoría anglosajona. Durante la segunda guerra mundial el ejército norteamericano constituyó grupos de trabajo intelectual con el fin de desarrollar armas, estrategias y herramientas de análisis bélico. De allí su nombre, «tanques de pensamiento», que vinieron a sumarse a los tanques de combate desde la trinchera de las ideas. En la guerra fría, estos nuevos tanques intangibles ampliaron su radio de acción, ya que el enemigo a batir era de carácter ideológico. Por eso al hablar de think tank se aparta a los centros de estudio de la esfera académica, de la deliberación democrática, que argumenta constructivamente, y se les sitúa en la esfera de la agonística absoluta, donde lo que importa es legitimar a priori las propias decisiones políticas. Como diría Schopenhauer, la lógica que subyace a un think tank es la dialéctica erística, el arte de discutir de tal manera que se tenga siempre la razón, tanto lícita como ilícitamente.

La inexistencia de fuentes públicas de financiamiento de las organizaciones sociales, que no estén sujetas a la discrecionalidad de las autoridades políticas, acentúa esta dinámica que favorece a camarillas elitistas que sobre-representan sus intereses y desfavorece a las mayorías, que no logran representar su voz institucionalmente. Jürgen Habermas ha reflexionado esta situación cuando propone una definición de sociedad civil como «asociaciones, organizaciones y movimientos surgidos de forma más o menos espontánea que recogen la resonancia de los ámbitos de la vida privada, la condensan y elevándole, por así decir, el volumen o voz, la transmiten al espacio de la opinión pública política». Pero Habermas concibe este espacio de deliberación bajo la exigencia de condiciones ideales de comunicación, cierta mínima simetría que impida que algunas voces tengan tanto volumen que simplemente no se escuchen las demás.

Pero lo más grave es la creciente capacidad de algunos think tank de situarse fuera de los bienes internos de su práctica, más allá de su rol tecno-político. Se les puede describir como verdaderas trenzas de poder supra-partidario. O si se prefiere, micro-partidos políticos de facto , sin los costos, controles y riesgos de la acción partidaria. Durante el gobierno de Bachelet fue el caso de Expansiva, grupo liderado por Andrés Velasco, que llegó a contar con cuatro ministros supuestamente «independientes», pero vinculados a esta trama: Eduardo Bitran en Obras Públicas, Vivianne Blanlot en Defensa, Karen Poniachik en Minería y Andrés Velasco en Hacienda. Terminado el gobierno, Expansiva desapareció del mapa sin necesidad de ir a las urnas para validar su actuación. Y ahora, ad portas de las elecciones, buena parte de sus antiguos «militantes» han reaparecido bajo un nuevo paraguas llamado Espacio Público, presidido por Eduardo Engel. A él pertenecen casi todos los miembros del equipo de economía del comando de Michelle Bachelet, y sus miembros copan un porcentaje importante de los asientos en las demás comisiones.

La actual crisis de legitimidad y prestigio de los partidos se explica porque no son lo que dicen ser: no cumplen el programa de medidas que proponen, no defienden las ideas a las que dicen adherir y sobre todo, no actúan internamente como sus estatutos y declaraciones de principios dicen que deben hacerlo. Sobre ellos pesa la «ley de hierro de las oligarquías», descrita a inicios del siglo XX por Robert Michels, que describió la tendencia de los partidos a oligarquizarse, burocratizarse y a abandonar su democracia interna. Michels describió este proceso de forma determinista, como una ley irreductible, ya que la eficacia política siempre sería contradictoria con la apertura participativa y colaborativa. Sin embargo, hay múltiples ejemplos que contradicen la «ley de hierro» de Michels, que demuestran que cuando hay voluntad política es posible reducir estas tendencias. Pero se requiere un entorno legal y cultural que facilite estos intentos.

Una mala alternativa ante la crisis de los partidos es intentar sustituir su espacio por medio de los think tanks , a los que se ingresa exclusivamente por cooptación, cuyas fuentes de financiamiento son poco claras, con liderazgos que no tienen base ni control democrático. El peor de los partidos políticos es una institución pública, con domicilio conocido, al cual hay libre acceso y que puede ser objeto de sanción penal y electoral. ¿Pero quién sancionaría a un ministro de Espacio Público si sus políticas son erradas? ¿Los otros miembros del think tank ? La crítica a Espacio Público no sólo debe atender al dogmatismo neoliberal de su orientación. Se debe advertir que el creciente poder de este tipo de grupos puede devenir fácilmente en lobbies de intereses privados, que capturen las instituciones del Estado.

 

Publicado en «Punto Final», edición Nº 788, 23 de agosto, 2013

www.puntofinal.cl