En 1789 había en París tal cantidad de escritores que un censo de la época registra «672 poetas en estado de indigencia». Muchos de los escritores que no lograban abrirse paso hacían las valijas y probaban suerte en cualquier otra parte donde se venerara la lengua francesa. Voltaire se había ido a Moscú, Rousseau a […]
En 1789 había en París tal cantidad de escritores que un censo de la época registra «672 poetas en estado de indigencia». Muchos de los escritores que no lograban abrirse paso hacían las valijas y probaban suerte en cualquier otra parte donde se venerara la lengua francesa. Voltaire se había ido a Moscú, Rousseau a Ginebra, pero Londres era la ciudad que congregaba más escritores franceses en el exilio. De hecho, muchos de los que conformaban aquella diáspora no eran escritores antes de salir de su país; alcanzaba con tener un mínimo manejo de la pluma para dedicarse al oficio: podía ser un cura que hubiese dejado los hábitos por una doncella de su parroquia, un oficial del ejército que hubiese desertado por deudas de juego, un administrativo que hubiese huido con la caja chica de su patrón. Todo exiliado francés probaba suerte como escritor en Londres, y no por la gloria sino por el dinero.
Me explico: había en Londres por esa época, en el patibulario distrito de Cripplegate, una calle llamada Grub Street donde se concentraban los talleres de impresión más fenicios de la ciudad. Estos talleres cobraban y tardaban mucho menos que un impresor serio en hacer un libro y estaban convenientemente fuera de la jurisdicción del paranoico Ancien Régime francés, de manera que imprimían y enviaban clandestinamente a Francia toneladas de libelos, escritos a toda velocidad sobre las mesas de las tabernas de Grub Street por una pandilla de malandrines devenidos poetastros y novelistas de ocasión. Los que tenían más éxito eran las «chroniques scandaleuses»: biografías sobre personajes públicos que combinaban chismes más o menos ciertos con anécdotas apócrifas. Cómo serían de molestos aquellos libelos para la corte francesa que el canciller Maupeou terminó viajando a Londres a entrevistarse con el más exitoso de los libelistas, un tal Théveneau de Morande (autor de Memorias secretas de una mujer pública, sobre Madame DuBarry, la amante de Luis XV), a quien convenció de no escribir más, a cambio de una renta vitalicia de cuatro mil libras anuales.
Muy pronto, la industria del libelo quiso convertirse en la internacional del chantaje. En lugar de inundar París de copias, ahora se enviaba sólo una a las oficinas de Quai d’Orsay y se esperaba la oferta (el imprentero era el encargado de la negociación). Théveneau de Morande, en tanto, se había pasado al bando de la monarquía: ahora se dedicaba a informar secretamente a París quiénes tenían más o menos adelantado un libelo contra quién. Luego convencía al libelista de negociar él mismo el «anticipo» en lugar de permitir que el imprentero lo esquilmara. Y finalmente daba su zarpazo rastrero: conseguía al libelista una cita con emisarios del canciller. Pero esa cita debía hacerse del otro lado del canal, en Boulogne-sur-Mer. En cuanto los libelistas ponían pie en suelo francés, eran arrestados y enviados a la Bastilla.
Así fue como cayó el más atrevido de todos ellos, un borracho pendenciero llamado Gédéon Lafitte, autotitulado Marqués de Pelleport. Lafitte estuvo cuatro años preso en la Bastilla, en la misma época que el Marqués de Sade. Igual que el Marqués, tenía permitidos la tinta y el papel. A diferencia del Marqués, no se hizo nunca el loco. Cuando logró salir pocas semanas antes de la Revolución, en 1789, llevaba un libro bajo el brazo, escrito durante su cautiverio: una novela titulada Les Bohémiens que, en cuanto salió de prisión, intentó sin suerte publicar y, cuando los ánimos revolucionarios amainaron un poco, logró por fin que se la editaran, pero sin pena ni gloria. Nadie, nunca, desde entonces hasta ahora, le prestó la menor atención a Los bohemios. Pasaron más de doscientos años de absoluto silencio. El libro nunca se reeditó, ni se tradujo, ni nada. De hecho, hoy quedan sólo seis copias, nada más que seis ejemplares ubicables en todo el planeta de aquella edición. Y así hubieran seguido, durmiendo el sueño de los justos hasta que se convirtieran en cinco, cuatro, tres, dos y al fin no quedara ni una sola evidencia de que alguna vez existió en el mundo una novela llamada Los bohemios, escrita por un tal Gédéon Lafitte, en una celda vecina a la del Marqués de Sade en la Bastilla, en los cuatro años anteriores a la Revolución Francesa… de no ser por Robert Darnton.
Darnton es un grano en el culo para los historiadores franceses: heterodoxo de Harvard, lector infatigable, amigo del alma de Pierre Bourdieu, se la pasa haciendo descubrimientos que sus pares galos tenían delante de las narices y no supieron ver (recomiendo un libro suyo llamado La gran matanza de gatos y otras historias de la cultura francesa). Darnton asegura que Los bohemios es una cruza del Quijote de Cervantes con el Cándido de Voltaire, del Tristram Shandy de Sterne con Los 120 días de Sodoma de Sade. Pero lo que más ha revolucionado el apacible ambiente de la historia es que, según Darnton, el libro de Lafitte sería el que impuso la palabra «bohemia» como sinónimo de la vida disipada del artista… cien años antes que La Bohème, la ópera de Puccini, y cincuenta años antes que Escenas de la vida de bohemia, el folletín de Henri Murger en el que se basó Puccini para su ópera.
Esta afirmación toca un nervio porque hay un feudo feroz a ambos lados del Canal de la Mancha para dirimir quién «inventó» la bohemia. Los franceses se apoyaban hasta ahora en el folletín de Murger (quien a su vez habría copiado sus personajes de la novela Ilusiones perdidas de Balzac, publicada en 1834). Los ingleses, por su parte, sostienen que la bohemia había empezado a practicarse por lo menos medio siglo antes que Balzac, y que sus oficiantes iniciales eran los habitués de las tabernas de Grub Street (de hecho, en inglés hoy se les dice Grubstreet a los aciagos y mal pagos primeros tiempos de un escritor). Pues bien, la novela de Lafitte cuenta la historia de una pandilla de hombres de letras marginales, expulsados de su país de origen, que viven de su ingenio y a la deriva, estafando y sodomizando a todo el que pueden y, entretanto, propinando al lector delirantes discursos reivindicativos del oficio de escribir. Descaradamente autobiográfico, individualista a ultranza, enemigo de toda consigna que no sea la disipación, Lafitte nunca menciona Grub Street, pero evidentemente la retrata. Y, según Darnton, liquida para siempre la discusión sobre la bohemia: es cierto que los franceses la inventaron… pero para practicarla debían irse a Londres, porque en París no se podía ser bohemio. Quizás esa tocada de culo simultánea sea la razón por la cual, hasta ahora, Los bohemios no se ha publicado (ni hay señales de que vaya a publicarse) en francés ni en inglés. A Darnton no le importa: el mes pasado prologó una traducción al holandés publicada en Amsterdam, la única ciudad de Europa capaz de bancarse la pluma de Gédéon Lafitte, Marqués de Pelleport, libelista de Grub Street, fundador de la bohemia.