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Reseña del libro de Howard Zinn “La bomba”

La bomba que cae sin rozarnos el alma

Fuentes: Rebelión

Howard Zinn «La bomba», publicado por la editorial Hiru, Hondarribia 2014. Traducción de Beatriz Morales Bastos

Hace cien años, cuando Italia y España probaban por primera vez el poder letal de la nueva arma en las colonias, los bombardeos aéreos producían una mezcla de terror y de escándalo (¡pájaros que cagan muerte!), hasta el punto de que la convención de La Haya de 1927 los prohibió sin ninguna clase de oposición. Hoy una tormenta y hasta una gaviota causan más estupefacción. Mientras escribo estas líneas aviones tripulados y no tripulados arrojan bombas sobre Somalia, Yemen, Siria, Iraq, el kurdistán turco, Afganistán, Gaza, Ucrania, en una rutina aceptada por todos con una naturalidad que contrasta con la sobrehumanidad del procedimiento. El bombardeo desde el aire, en efecto, al contrario que la ferocidad cara a cara, introduce de entrada una desigualdad, una desproporción ontológica entre el agresor y su víctima que ignora incluso la existencia de los cuerpos. Esta desproporción suspende de hecho todos los principios del derecho, pues la ejecución es siempre sumaria y sin previas diligencias, y además impide la representación emocional de los daños. Excluye de la humanidad al mismo tiempo a la víctima, que es desde el principio sólo el residuo de una operación decidida sobre un mapa, y excluye de la humanidad también al agresor, que desde su olímpica, purísima altura es incapaz de imaginar los efectos de su acción. El bombardeo aéreo, digámoslo así, es incompatible con el derecho y con la antropología humana y, cada vez que cae una bomba desde el aire, se interrumpe el proceso de la evolución y se establece en el mundo un orden ante-civilizado y post-humano.

Como sabemos el colofón no superado de este modelo, paradigma y tentación siempre presentes, fueron las dos bombas atómicas que el gobierno de los EEUU encabezado por Truman dejó caer en agosto de 1945, cuando ya habían vencido la guerra, sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, donde en pocos minutos murieron respectivamente 140.000 y 70.000 personas. Aparte la factualidad tecnológica, que impone sus «progresos» al margen de la política, la naturalización del bombardeo tiene que ver paradójicamente con los conocidos Juicios de Nuremberg (1945-1946), en los que los aliados, muy firmes con los crímenes del nazismo, fueron muy tolerantes con los suyos propios, entre los cuales se incluían, por ejemplo, los bombardeos de Dresde o Tokio y, desde luego, el uso del armamento nuclear contra las ciudades japonesas. Desde entonces los campos de concentración están prohibidos, los bombardeos aéreos no. El acta fundacional del derecho internacional (y de la propia ONU) tras la segunda guerra mundial entraña esta paradoja: prohibición de la guerra, aceptación natural del lanzamiento de bombas desde aviones y drones. Los aviones vuelan tan alto que ninguna norma terrestre les atañe.

En este libro que la editorial Hiru tiene ahora el acierto de publicar se recogen dos pequeños ensayos o denuncias del añorado historiador estadounidense Howard Zinn, autor de la imprescindible La otra historia de los EEUU, libro de imperativa lectura para tener y aspirar a una vida normal. El primero, escrito en 1995 tras una visita a Japón en coincidencia con el 50 aniversario del bombardeo atómico, se ocupa obviamente de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, combinando la evocación minuciosa de sus pavorosos efectos con la denuncia de la decisión misma de Truman, completamente injustificada incluso desde el punto de vista de la propia guerra y destinada al mismo tiempo a intimidar a los soviéticos, como primer gesto de la guerra fría, y a probar el poder destructivo de las nuevas bombas. Zinn habla como historiador, pero también como piloto de bombardeo durante la segunda guerra mundial, entusiasta defensor de la causa de la democracia que descubrió de pronto la hipocresía y la criminalidad de su gobierno y la fragilidad moral de sus motivos y sus acciones. Y que advierte, por eso, contra los peligros de las «buenas causas»: «Pero es precisamente esta situación (en la que el enemigo es indiscutiblemente malo)», escribe, «la que provoca una rectitud peligrosa no solo para el enemigo sino para nosotros mismos, para innumerables personas inocentes y para las generaciones futuras. Podíamos juzgar al enemigo con cierta claridad, pero no a nosotros mismos. De haberlo hecho podríamos haber observado algunos hechos que enturbiaran la valoración simplista de que, como ellos eran indudablemente malos, nosotros éramos indudablemente buenos». Entre otras cosas -recuerda Zinn- la política oficial de los EEUU, mientras entraba en guerra con Hitler, era también ferozmente racista. La Europa colonial, y la norteamérica xenófoba, no eran buenas, por mucho que el nazismo fuera objetivamente malo. Aún más, la dinámica misma de la guerra, y la consecución de la victoria, acabaron por borrar todas las diferencias morales entre los contendientes, y ello a costa, como siempre, de los civiles. «Ya no se distinguía a Hitler, Mussolini, Tojo y a sus generales», escribe Zinn, «de los civiles alemanes o de los niños japoneses. El general de las fuerzas aéreas estadounidenses Curtis LeMay (el mismo que afirmó durante la Guerra de Vietnam: «Los bombardearemos hasta hacerlos retroceder a la Edad de Piedra») afirmó: «No existe eso que se denomina civil inocente».

El segundo ensayo o denuncia (escrito en los años sesenta) tiene un interés particular, pues narra un episodio de la segunda guerra mundial poco conocido en el que el propio Zinn intervino directamente: la doble destrucción de la pequeña ciudad francesa de Royan, junto a Burdeos, en enero y abril de 1945. Fue de hecho su participación en esta última operación la que, años después, en 1966, llevó al historiador a regresar al lugar de los hechos e investigar lo ocurrido. Completamente gratuita -resultado de una convergencia de factores todos ellos injustificables desde un punto de vista militar- esta doble operación sirvió, entre otras cosas, para probar por primera vez el napalm (llamado entonces «gasolina gelatinosa»). Cuando Zinn se acerca a las razones del bombardeo, que causó la muerte de cientos de civiles franceses, descubre una constelación articulada de una banalidad maravillosa, irresistible e ignominiosa: «En la destrucción de Royan se puede ver esa infinita cadena de causas, esa infinita dispersión de responsabilidad que puede dar un trabajo infinito a la erudición histórica y a la especulación sociológica, y provocar una parálisis de la voluntad infinitamente placentera. ¡Qué complejidad de motivos! En el Mando Supremo Aliado, el simple impulso de la guerra, la fuerza de compromisos y preparativos anteriores, la necesidad de completar el círculo, de acumular la mayor cantidad de victorias. En el ejército local, las ambiciones, mezquinas y grandes, el tirón de la gloria, la ardiente necesidad entre soldados de todo rango de participar en una gran campaña común. Por parte de las fuerzas aéreas estadounidenses, las ganas de probar una arma recién creada (Paul Métadier escribió: «En efecto, por encima de todo la operación se caracterizó por arrojar las nuevas bombas incendiarias que les acababa de suministrar la Fuerza Aérea. Según las memorables palabras de un general: ‘¡Eran maravillosas!'»). Y entre todos los participantes, de alto y bajo rango, franceses y estadounidenses, el motivo más poderoso de todos: la costumbre de la obediencia, la enseñanza universal de todas las culturas, no salirse de la línea, no pensar siquiera en lo que no se ha ordenado pensar, el motivo negativo de no tener ni una razón para interceder ni voluntad de hacerlo». Esa es la conclusión que a Howard Zinn le interesa subrayar, la de que en realidad los actos de destrucción más abominables de la historia no tienen que ver con presuntos «fines superiores» discutibles o con intereses grandes y mezquinos (y menos con locas maldades belicosas) sino con inercias tecnológicas, pasiones inmediatas y pasividades rutinarias.

La bomba banal, la bomba que cae como un fruto maduro, la bomba aceptada, fácil, hermosa, la bomba luminosa, la bomba eterna que, una vez inventada, nadie parece capaz de devolver a su huevo, esa bomba -la de Hiroshima y la de Royan- sigue sembrando de cuerpos superfluos (cadáveres que ya lo eran antes de nacer) las tierras del mundo; sobre todo, claro, las tierras del mundo no occidental. ¿No se puede evitar? ¿No podemos al menos espantarnos? Conviene no olvidar las palabras con las que Howard Zinn, el gran historiador de los pueblos, cierra el primer ensayo que aquí reseñamos: «Podemos rechazar la creencia de que las vidas de los demás son menos valiosas que las vidas de los estadounidenses, que un niño japonés, un niño iraquí o un niño afgano es menos valioso que un niño estadounidense. Podemos negarnos a aceptar la idea, que es una justificación universal de la guerra, de que los medios de la violencia masiva son aceptables para «buenos fines» porque, aunque seamos lentos en aprender, ahora deberíamos saber que siempre es seguro el horror de los medios y la bondad del fin siempre es insegura». Ahora deberíamos saberlo. Si no lo sabemos es porque no estamos cumpliendo con nuestro deber.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.