Recomiendo:
0

Imagen, luego existo

La cámara no es la mirada

Fuentes: Rebelión/Universidad de la Filosofía

Perogrulladas al margen, hay momentos en que viene bien recordar que los modos con que las «cámaras» muestran al mundo, son decisiones y recortes planificados por alguien que, desde su modo de ver, desde sus intereses o sus limitaciones, quiere que veamos. El mundo está infestado por cámaras que sirven a finalidades múltiples. Cámaras de […]

Perogrulladas al margen, hay momentos en que viene bien recordar que los modos con que las «cámaras» muestran al mundo, son decisiones y recortes planificados por alguien que, desde su modo de ver, desde sus intereses o sus limitaciones, quiere que veamos. El mundo está infestado por cámaras que sirven a finalidades múltiples. Cámaras de televisión, de cine, de fotografía, de vigilancia, de espionaje… cámaras en estudios de filmación, en «cajeros automáticos», en avenidas, en corbatas, en lápices… cámaras para el espectáculo y para el control. La realidad recortada por el marco de una cámara.

Casi no existe actividad, individual o colectiva, donde las cámaras no estén presentes. Se ha consolidado una cultura de las cámaras, una especie de plaga por su presencia y por lo que «muestran», que sistemáticamente impone una manera del conocimiento determinada por el «encuadre», el movimiento, la profundidad, la nitidez o la quietud de una toma de camarógrafo o fotógrafo. Es una dictadura del modo de ver, una imposición que somete a la mirada a un modo de ver, de pensar y decidir qué debe hacerse visible, cómo debe verse y con qué determinaciones de mercado, de clase o de vigilancia. El poder controlando a los ojos.

La mirada, emancipada de las cámaras y de sus «encuadres», se comporta muy distinto a cómo se comporta cuando contempla a la realidad. Mirar es más ancho, más hondo, más colorido y más directo. Más táctil. Es una experiencia que no necesita intermediarios ni segmentaciones. Mirar es un proceso del conocimiento, de la sobrevivencia, del desarrollo mismo de los individuos y del conjunto de sus relaciones sociales. Es una función fisiológica y es mucho más. Se mira en panorámico y en detalle en una red de funciones complejas que interactúan entre lo objetivo y lo subjetivo.

Esto implica, entre mil cosas, el desarrollo necesario de una ética de la mirada, es decir, fincar la investigación científica sobre el comportamiento de quienes recortan y exhiben los fragmentos de la realidad que eligen y fincar responsabilidades por ello. Exponer lo que la cámara ve no es una dádiva, no es un regalo de la filantropía ni un regalo de los cielos. Salvo casos excepcionales una cámara no registra por sí misma nada de lo que muestra. Se requiere que alguien la maneje, la instale y determine el campo visual que le conviene. Y detrás de cada campo visual elegido con sus «encuadres» y sus «registros» quien toma de la realidad fragmentos asume una responsabilidad que no es inocente, que es siempre ideológica, que tiene carga ética y estética. Y el problema se multiplica según se multiplican los millones de cámaras que se encienden de noche y de día para constituir un universo fragmentado con «encuadres» visuales. Punto especial merece, al menos una mención, sobre la manipulación descarada de «tomas» para que se vean o se invisibilicen las protestas sociales y la situación objetiva de las batallas territoriales.

El alfabeto visual de los «close up» (primeros planos) o las tomas panorámicas con todos sus intermedios y gradaciones, es el alfabeto de un discurso de la imagen que nada tiene de inocente y nada tiene de inocuo. Es el desarrollo de una forma tecnificada de intervenir sobre la realidad y sobre las conciencias no sólo con el poder de la fragmentación sino con el poder de la articulación de fragmentos haciéndolos pasar como el todo. Y eso con frecuencia s parece o se confunde con la mentira. Nada nuevo hasta aquí.

La fase más peligrosa, por la reducción de la mirada a lo visible en una «toma», es la hipótesis alienante de soñar con enceguecer a los pueblos si se apagan las cámaras. Es la moraleja subterránea que grita, a los cuatro vientos, que sólo existes cuando alguien te hace visible, cuando te encuadra y cuando te separa de la realidad con el recorte de una cámara. ¿Es una exageración? Es el colmo.

También es bueno explicar que no se trata aquí de alentar negaciones, odios ni venganzas contra el desarrollo tecnológico de instrumentos para registro visual. Imposible negar el aporte que ha significado para la ciencia, para las artes, para la política y para educación (por ejemplo). Imposible invisibilizar la contribución que el conocimiento humano ha recibido por el despliegue de cámaras en los terrenos donde nadie o muy pocos llegan, en lo terrestre y lo extra-terrestre.

Lo que habría que someter a debate filosófico, ético, epistemológico y político es esa forma del uso que ha hecho de las cámaras, voluntaria o involuntariamente, una fuente del conocimiento, una didáctica de la realidad, una puente de interacción con recortes que jamás se comportarán como un rompecabezas, que jamás logarán sustituir al todo ni por la dialéctica de un conjunto de interrelaciones que no pueden ser satisfechas sólo con los registros fragmentarios a los que está condenada por definición una cámara. Y es que lo único capaz de completar el paisaje es la inteligencia humana que, por ser social, universaliza y sintetiza su relación con la materia concreta y sus experiencias transformadoras. Eso no está al alcance de cámara alguna. Y menos mal.

Dr. Fernando Buen Abad Domínguez. Universidad de la Filosofía.

Blog del autor: http://fbuenabad.blogspot.com/

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.