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La casta como noción común

Fuentes: Rebelión

Mientras hablaba el día 27 de junio es Salónica, presentando en público la iniciativa Podemos junto a dos buenos amigos, se abrió literalmente la caja de los truenos. Muy cerca de nosotros debió de caer algún rayo pues varias veces la sala se llenó de esa característica luz azulada, seguida casi inmediatamente del estruendo del […]

Mientras hablaba el día 27 de junio es Salónica, presentando en público la iniciativa Podemos junto a dos buenos amigos, se abrió literalmente la caja de los truenos. Muy cerca de nosotros debió de caer algún rayo pues varias veces la sala se llenó de esa característica luz azulada, seguida casi inmediatamente del estruendo del trueno. En algún momento, llegamos incluso a asustarnos. Me comentó la hija de mi amigo Mijalis » cada vez que pronuncias la palabra «casta» nos cae un rayo».

Viene a cuento esta anécdota de lo que intenté explicar en mi intervención, que estuvo en buena parte dirigida a criticar las políticas que se justifican a sí mismas en nombre de la naturaleza, empezando por las inspiradas en la fisiocracia y las demás economías políticas. Estas políticas se basan en la idea de que, al margen del gobierno político de los hombres, existe un gobierno económico basado en las pasiones, los intereses y las necesidades humanas, que constituyen una esfera de determinación «natural» de todas las demás esferas de la existencia. Este determinismo económico, supuestamente natural, suele asociarse erróneamente con el marxismo, pero es en realidad uno de los pilares ideológicos de la dominación capitalista (que los marxismos históricos han mimetizado). La dominación capitalista se basa, en efecto, en una ocultación de la relación entre dominación política y explotación. El principal instrumento de esta ocultación es la separación entre una esfera económica autorregulada -y cuyo funcionamiento es en todo semejante al de la naturaleza- y una esfera política donde impera la libertad de decisión, sea esta la de un soberano individual o la de todo un pueblo. El juego de estas dos esferas se traduce en una oposición necesidad-libertad que atraviesa toda la historia de la filosofía burguesa desde Descartes hasta hoy.

El determinismo económico se presenta como un límite natural de toda acción politica, que el gobernante sensato debe respetar, del mismo modo que un agricultor ha de tener en cuenta las estaciones o un navegante la meteorología. La particularidad de la esfera de la necesidad económica es, sin embargo, que los elementos que la constituyen son las mismas pasiones, intereses y necesidades humanos que se encuentran en la esfera de la política. El cometido de la disciplina conocida como economía política no es otro que el de naturalizar la esfera económica, determinando sus supuestas leyes y hurtándola a la política. Desde sus inicios en la fisiocracia, escuela cuyo nombre alude por cierto a un «gobierno natural», el ideal del régimen capitalista ha sido el de un gobierno a través de la naturaleza. La misión de la política en este contexto, no era otra sino establecer un marco de no interferencia entre política y economía. Tal es el espíritu general del liberalismo, que ha de entenderse como un dispositivo de dominación que pone todo en juego para hacer invisible la relación entre dominación y explotación que en los demás regímenes sociales era perfectamente manifiesta. Un señor feudal o un amo de esclavos, por no hablar del rey déspota de las monarquías del Creciente Fértil, se valían abiertamente de su poder político y de los medios violentos que este ponía a su disposición para extraer el excedente a los trabajadores. Dominación política y explotación se confundían, operaban en un mismo plano.

El capitalismo separa los dos planos. Oculta la relación entre dominación y explotación invisibilizando no solo la relación entre estos dos aspectos sino el funcionamiento efectivo de cada uno de ellos. La dominación se oculta mediante su traducción en términos de representación, de gobierno legitimo que responde real o virtualmente a los intereses y la voluntad de los ciudadanos. Desde Hobbes hasta el presente, todo gobierno, para ser legítimo, debe basarse en la representación, debe actuar en nombre del pueblo con la autorización de este. De este modo, la dominación del soberano, sometida a la autorización del pueblo, tiende a hacerse imperceptible e incluso enteramente invisible en la democracia, régimen en el cual el pueblo como soberano gobierna al pueblo como súbdito. Del lado de la economía, la explotación se hace también invisible. Su punto de partida es, en efecto, un intercambio entre iguales en el que uno vende por un tiempo su capacidad de trabajar y otro se la compra a cambio de una contrapartida, generalmente monetaria. Ese intercambio entre agentes mercantiles libres e iguales no permite ver lo que, posteriormente ocurre en la esfera privada del comprador de esta capacidad de trabajar, cuando este le da el uso que considera oportuno, que suele ser el de generar un valor superior al pagado por la capacidad de trabajar adquirida. El capitalismo se presenta por consiguiente a si mismo como una sociedad sin dominación y sin clases en la que el gobierno al igual que las relaciones laborales se basa en el contrato, la autorización y el consenso de individuos libres e iguales.

Esto, naturalmente, es una mera representación imaginaria -por mucho que su existencia resulte fundamental para el funcionamiento del sistema- de una sociedad cuyas relaciones políticas tienen un componente esencial de violencia y cuyas relaciones económicas se basan en la expropiación de los trabajadores. Este conjunto de representaciones imaginarias es el resultado de las relaciones sociales reales y de la posición relativamente pasiva que en ellas ocupan los integrantes de las clases dominadas. Un individuo que no participa en la organización global de la actividad social ni gobierna su cuerpo político se ve a si mismo como un átomo cuya relación con los demás opera mediante intercambios mercantiles regidos por la forma jurídica del contrato. La ideología dominante es así la de la clase dominada. De este modo, por mucho que la dominación y la explotación sean en cierto modo evidentes, ni una ni otra pueden expresarse como tales, sino como abusos respecto de las normas jurídicas que rigen el contrato y el consenso básicos.

Tal ha sido el funcionamiento del capitalismo en sus diferentes fases industriales. La entrada del capitalismo en una fase de acumulación basada en la hegemonía del capital financiero, que dura desde mediados de los 70 y coincide en España con el establecimiento del régimen de la Transición, ha trastocado profundamente estas representaciones. Por un lado, el trabajador actual, postfordista o postindustrial, ya no se ve tanto a sí mismo como un vendedor de fuerza de trabajo, sino como un propietario de capital humano que compite con otros en el mercado para valorizar este capital. Lo hace mediante formas varias de cooperación y de participación flexible en empresas de geometría variable. La figura del empresario que compra fuerza de trabajo confrontada a la del vendedor de esta ha quedado sustituida por una red de relaciones de cooperación, a menudo asimétricas y desiguales entre propietarios de distintas formas de capital. Todas estas asociaciones tienen, sin embargo, una característica común que es su necesidad de financiación y, por consiguiente, su dependencia del capital financiero, en otras palabras, su endeudamiento. Ahora bien, la relación de endeudamiento se distingue muy claramente de la relación mercantil. Si la relación mercantil es por esencia impersonal -por encontrarse mediada por el dinero y las mercancías- la relación de crédito y de deuda es estrictamente personal. Se basa incluso en la confianza reciproca entre deudor y acreedor y en las garantías de un pago futuro que este último pueda aportar. La deuda hace aflorar un poder que el capitalismo anterior invisibilizaba. El acreedor ejerce efectivamente un poder efectivo sobre el presente y el futuro del deudor: este garantiza el pago de su deuda supeditando su actuación futura al cumplimiento de esta obligación. La relación de explotación se hace de nuevo personal y visible, aunque no es inmediatamente violenta, sino asumida voluntariamente por el deudor como fundamento de una obligación moral.

La clase dominante capitalista que, en épocas anteriores resultaba invisible, adquiere ahora visibilidad. Se presenta a si misma como un grupo diferenciado que ejerce un poder natural sobre los demás. Ya no es la naturaleza en abstracto la que domina por medio de la necesidad económica, sino personas concretas, perfectamente visibles como individuos y como grupo social. El término «casta» en cuanto se refiere a las relaciones de poder basadas en grupos de linaje propias de la sociedad hindú se aplica perfectamente a esta nueva condición en la que el capitalismo de hegemonía financiera se expresa como relación de acreedor a deudor. Las castas de la India establecían una separación estanca entre grupos sociales denominados en sánscrito «varna» en relación al «color» de sus integrantes. La diferencia de castas es estanca en cuanto supone una diferencia racial. Por ello mismo, se propone como el modelo de un poder personal y «natural». La relación de deuda ha consolidado una casta en los principales países dominados por el capitalismo financiero (en la práctica, casi todo el planeta), un grupo social perfectamente visible, que ejerce un poder de hecho más allá de las urnas y demás instituciones de la representación. Ya no se trata para la casta de invisibilizar el poder, ni de disimular la explotación, sino de exhibirlos. La casta dominante es uno de los polos, de los portadores, de la relación de deuda merced a la cual los banqueros y los financieros ocupan hoy el gobierno efectivo orientando los gobiernos formales. Lo hacen, no como un poder difuso, sino como una presencia concreta y personal cuyo correlato es la sensación de impotencia e incluso de vergüenza de las personas y comunidades endeudadas.

Señalar a la casta como enemigo no es hoy ninguna abstracción populista y demagógica sino un acertado diagnóstico de las relaciones de poder reales. Casta es deuda y deuda es casta. Mostrar que esta relación no es natural ni moral y que puede traducirse en términos de antagonismo político permite reconquistar la política, desactivando para sectores muy amplios de la población, el mecanismo de despolitización que disimula a la vez la explotación y la dominación en régimen capitalista. En este sentido, la idea de «casta» es una noción común, forjada en la resistencia al régimen de la deuda, una idea adecuada que nos permite salir de la impotencia de las representaciones imaginarias de las distintas fases del capitalismo y acceder a un nuevo tipo de racionalidad que inspira una potencia constituyente. No es así de extrañar que la «naturaleza» se vengue con rayos y truenos, con insultos, descalificaciones y amenazas, ante la destitución de su poder que opera hoy el uso político del término «casta».

Blog del autor: http://iohannesmaurus.blogspot.com

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