Habiendo dado con los elementos, las fuerzas y clases que se contradicen en el sistema total, se puede ofrecer un análisis materialista de la sociedad. Quien vea la realidad total como espiritual o indivisible («mística») no puede pretender ningún análisis. Ese sujeto cree captar el todo, y por ende, se incapacita a sí mismo para […]
Habiendo dado con los elementos, las fuerzas y clases que se contradicen en el sistema total, se puede ofrecer un análisis materialista de la sociedad. Quien vea la realidad total como espiritual o indivisible («mística») no puede pretender ningún análisis. Ese sujeto cree captar el todo, y por ende, se incapacita a sí mismo para emprender un análisis. El análisis de una sociedad en sus componentes materiales (aunque no meramente fisicalistas o energéticos, ver infra) es la crítica, el punto de arranque de una labor de desbrozado de una pretendida totalidad indivisible heredada y recibida (con especial polarización léxica hacia los términos «nación», «patria», e incluso «país»). La totalidad mística, que tiene como pre-juicio constitutivo el de su naturaleza indivisa, sólo entiende la existencia de realidades discretas tangibles (cada una de las totalidades ontológicamente separadas entre sí, y sus poblaciones respectivas de individuos corpóreos, abstracción hecha de las relaciones necesarias -sociales- que mantienen entre sí, relaciones que son la misma crítica del concepto de un individuo social discreto), totalidades e individuos que pueden ser recíprocamente comparados (o sea, incluidos o segregados de clases lógicas) por relación a una cierta comunalidad de rasgos, por unas esencias compartidas (o no). Los rasgos de los individuos pueden ser físicos (color de piel) o espirituales (la lengua, la cultura), pero hay una preferencia por estos últimos, ya que permiten más cómodas operaciones de inclusión participativa en un todo cultural, patrio o nacional) al considerarlo igualmente espiritual en su naturaleza. Así ocurre que quienes hablan en términos de nacionalidades, culturas o patrias, lo hacen considerando que la intensión de esos términos tiene que ver con un principio de indivisibilidad y, al igual que ocurriese con cada alma individual (una individualidad que previamente se percibe en cada cuerpo humano), algo análogo habría de ocurrir también con una especie de alma colectiva, de la que beben, nacen y en definitiva participan todos los seres humanos. Está claro el origen teológico de ese concepto de alma colectiva para referirse a formaciones sociales inmunes a todo análisis (como no sea un análisis externo, evacuador de esas mismas esencias invisibles, insondables, megáricas, para quedarse con triviales correlatos en lo físico, geográfico, antropo-zoológico). En estos campos, como en otros, el reduccionismo fisicista es la misma contrafigura de los mentalismos y espiritualismos. El Estado, España, Europa, la Totalidad Social, la Nación, la Cultura Occidental, y demás totalidades concebidas como espirituales y supra-humanas, no existen cuando son analizadas. No son nada. Son mitos eficaces de la historia, por los que se llega a morir y matar, sin duda, y esto se ve entremezclado con otros tipos de operaciones humanas que quedan envueltas (y por ende, explicadas) por referencia a tales mitos (por ejemplo, legislar, manifestarse, asociarse, y demás violencias relativamente incruentas).
Así las cosas, tenemos la obligación de recabar una inteligencia tal de la formación social que no la considere como sacrosanta y real ya desde el mismo punto de partida, para no prejuzgarnos con fórmulas heredadas, con ideologías recibidas que cosifican la totalidad envolvente (se cosifican por educación, por socialización, por ver la T.V.). Este tipo de operación es compleja, porque un adulto no puede nacer de nuevo y emprender análisis en un «estado de pureza». Hay que analizar in medias res, desentrañando aquellas condiciones de partida de nuestros análisis que al tiempo son las mismas condiciones de nuestra existencia concreta. Tal tipo de análisis presenta una «fluidez» extraordinaria. Es como el barco mitológico, que surca el mar al mismo tiempo que se rehace íntegramente a lo largo de la navegación. El materialismo histórico exige este tipo de sistematización operatoria, a saber: reconstruir una realidad objetiva, que está ahí como otra cualquiera (un mundo de fenómenos que es la sociedad), y fijar de manera conjugada las coordenadas a partir de las cuales el sujeto gnoseológico ha sido determinado, envuelto, socializado, partiendo de esa misma realidad objetiva envolvente. Una realidad que no determina de cualquier modo, sino ajustándose a la pertenencia a una clase social en un momento histórico y lugar geográfico concreto. Por eso, el materialismo histórico debe ser ideología, pero es al mismo tiempo «ideología de las ideologías». Seguiremos con esto, pero antes hay que decir unas palabras sobre un concepto que acaba de aparecer en escena (y ya se retrasaba en nuestra exposición, porque sin él, el materialismo histórico pierde su identidad): la clase social.
CONFORMACIONES, MORFOLOGIAS
Junto a los conceptos «fluidos» del materialismo histórico, que implican lucha, fuerzas, estudios del desarrollo y de todo cuanto significa movimiento y transformación hay que considerar aquellas conformaciones relativamente «sólidas» que, inferiores en escala con respecto a la totalidad fenoménica, sin embargo constituyen partes necesarias, partes que revisten una forma característica, una forma que dota de relieve característico a la totalidad social: las clases sociales.
Una formación social debe constar de una serie de clases que, según su posición respecto a la posesión y control de los medios de producción, quedarán recíprocamente delimitadas entre sí. Además según su demografía relativa, las clases definen marcos nacionales distintivos para el análisis concreto, como pueda ser la mayor o menor abundancia de una clase media a modo de «colchón» para los enfrentamientos entre proletarios, (o campesinos) y burgueses (o aristócratas). Históricamente, este es un criterio básico en las comparaciones: por ejemplo la debilidad de una clase media española, el subdesarrollo de la industrialización (y por ende de la clase obrera) y la abundancia de campesinado constituían elementos definitorios del estado de España previa a la guerra civil, que ya no siguen vigentes en la actualidad, pero que están en la base de las explicaciones históricas del enfrentamiento.
Las clases sociales, en su determinación recíproca, dibujan el paisaje global, fenoménico, de una totalidad social. Además, en el seno de cada clase (y precisamente debido a tradiciones y las determinaciones recíprocas) se genera un microcosmos ideológico, estético, todo un complejo de hábitos y costumbres, etc.
Si el materialismo histórico simplemente afirmara que la base es la causa de las superestructuras estaríamos pulverizando los contornos y aristas de nuestra ciencia ideológica, para presentarla, a la postre, como un materialismo más al lado de tantos otros. Sin contacto alguno con el marxismo, y antes de su nacimiento, ciertos filósofos, historiadores y sabios han defendido proposiciones materialistas de índole genérica. Pero nuestra ciencia ideológica debe incorporar el estudio de toda una serie de determinaciones que deben envolver las relaciones causales y que, siendo ellas más genéricas o formales que las determinaciones estrictamente causales, precisamente permiten abordar lo concreto en la historia. La existencia misma de las clases sociales, entender su lucha como recapitulación de todo lo demás que acaece en la historia, nos dará la clave del método.
En cuanto al papel y la definción de la base, el economicismo al estilo de la II Internacional, el realizado en la U.R.S.S., el predicado por tantos cuasimarxistas de la ciencia social occidental, ha suscitado polémicas que suelen cerrarse aparentemente, lo que es índice de no haber solución a la vista, porque no se puede acumular demasiado polvo debajo de la alfombra. La cuestión del economicismo no se resuelve con retoques estilísticos, moderaciones y matices, con estudios de crítica textual y filología, con invocaciones a los Santos Padres del marxismo, con un «más» o con un «menos», dando vueltas alrededor de coletillas y frases acuñadas («determinación en última instancia», «autonomía relativa de las superestructuras», «interacción recíproca», etc.). La causación de las superestructuras es algo que puede y debe desarrollarse en los estudios empíricos, positivos. No es, desde luego, una causación «mecánica». Se trata de una causación que toma multitud de caminos, en virtud de la concreción social de que se trate.
Una sociedad siempre es algo concreto en manos de Marx: una síntesis de múltiples determinaciones. Gramsci parece que sigue a un Marx muy ocasional cuando da una interpretación hilemorfista a la distinción entre base y superestructura, como si sólo hubiera una «materia» económico-social, y una determinación formal unificada, la suprestructura. El Diamat también tomó ese camino. Pero la correspondencia general entre materia y base, por un lado, y superestructura con la forma, por otro lado, sólo puede servir como metáfora expositiva y, en todo caso es inaceptablemente dualista. Es precisamente en la sociedad como un todo concreto donde debemos hallar una reunión múltiple de determinaciones, que pueden parecer un enjambre confuso en un análisis instantáneo, copresente, pero que van ajustándose unas a otras a lo largo de la historia dando lugar a órganos, diferenciaciones, estructuras, objetos que evolucionan, se destruyen y dan lugar a otros nuevos, de un modo semejante a la evolución natural, creadora de morfologías. Efectivamente, las relaciones económicas, en su transcurso, van tomando unas formas. Por ejemplo, la ideología del «sujeto jurídico» -enraizada en el concepto de mercancía, con la especial acepción de «igualdad formal» de los sujetos, imprescindible para una sociedad que produce orientada hacia el mercado y en la que el mismo trabajo se ofrece en ese mercado como mercancía. Son formas ideológicas éstas que no sólo brotan o emergen de una base económica capitalista. Tampoco pre-existían o se inventaron a la par, acoplándose en una suerte de armonía o adaptación funcional; son formas inherentes al sistema de explotación mismo, un sistema (no se olvide) en el que bajo una cierta fachada de vinculaciones «impersonales» (objetuales, mercantiles, financieras, etc.), lo que hay, realmente es una madeja de relaciones entre seres humanos. Estas relaciones humanas, y más en concreto, sociales, no se dan ni se pueden dar sin una serie de condiciones previas, si se quiere inherentes a la historia (biológica y social del animal humano), que permiten la explotación de unos sujetos por parte de otros, de unas clases por otras. Entre dichas condiciones habría que destacar la capacidad de trabajo manual, capaz de moldear, capaz de dar forma a la materia de acuerdo con unas normas. Por ende, envolviendo a esa capacidad normativa de transformar físicamente los objetos (a diferencia de un mero transductor), la especie humana puede hablar, esto es, manipular los músculos involucrados en la vocalización con el fin de darles también formas complejas (en la producción y en la comprensión) a las ondas sonoras y así transmitir unas normas en un proceso social que distingue al trabajo humano de cualquier gasto energético dirigido externamente o forzado, por parte de animales de tiro o máquinas. Así las cosas, el contrato de trabajo no es el resultado de una coacción del patrón sobre el obrero, sino la verbalización jurídica de una forma de relación estrictamente económica, en la que no entra (o mejor dicho, no tiene por qué entrar) la coacción física o el engaño. Es una figura jurídica que alude a relaciones concretas existentes en un determinado modo de producción, una base de procuración material que aparece envuelta desde su génesis por la instancia jurídica pre-existente pero en transformación a tenor de los cambios en la base. La ideología de la igualdad formal de los individuos humanos qua humanos, con abstracción hecha de sus propiedades, la ideología del individuo abstracto, sin determinar en clases diversas (lo cual nos arrojaría como producto una serie de individuos concretos) expulsa hacia fuera un rasgo material que diferencia al comprador y al vendedor de la fuerza de trabajo: su diversa capacidad de control de los medios de producción. Pero la ficción jurídica equipara a los dos agentes que firman el contrato laboral, pues son «libres» en un sentido formal, en un sentido abstracto. Siempre hay relaciones «envolventes» a las relaciones económicas, tales como la ficción jurídica o las teorías filosóficas del liberalismo y la libertad y la igualdad formales. Constituyen determinaciones que tallan el tipo de relaciones materiales, inmediatas u operatorias que establecen los agentes sociales. Hacer abstracción de esas relaciones materiales operatorias que se dan en el proceso de producción era, para Marx, la ideología burguesa misma. Por relaciones operatorias entendemos aquellos procesos intencionales a cuyo través un sujeto determina de algún modo a otros sujetos u objetos, incluyendo aquí a los símbolos (lenguaje). Esa determinación social inmediata debe hacer uso de elementos mediadores cuyo desarrollo o generalización constituye todo un medio social, que es el que rodea a toda relación de un sujeto con los objetos o con otros sujetos. Ese medio social es un espacio de relaciones envolventes, y su evolución consiste en ir imponiendo su sello de formas múltiples en cada relación social, a lo largo del tiempo (incluyendo extinciones y generaciones de nuevas relaciones). El espacio envolvente (o medio social) puede ser entendido como una estructura de condiciones que siempre se ha de aportar en cada estudio científico y son las que, en efecto, «envuelven» a la causa eficiente. Esta causa, si aparece como una condición que además toma el aspecto de determinante de cambios sustanciales, ya nunca aparece como una chispa aislada de la estructura de condiciones que hemos mencionado. Las estructuras sociales, pues, actúan «por encima de la voluntad» de sus agentes porque ellas se alzan y evolucionan con una lógica que le es propia y no de acuerdo con la lógica (o los fines) de los agentes particulares. En ese sentido, las estructuras sociales serán objetivas, necesarias y «ciegas», porque su causalidad no se entremezcla con una causalidad estructurada a otro nivel, es decir, con los marcos de condiciones que rodean al obrero y lo impelen a trabajar, o al empresario buscar su beneficio. Los espacios de relaciones operables e inmediatas (el proceso físico del trabajo, los aspectos motivacionales, el hambre, el egoismo, etc.) y los espacios envolventes (estructuras sociales objetivas) pueden coordinarse, y de hecho las relaciones en un nivel contextualizan a las relaciones en el otro nivel).