Corría el año 1997 y las huestes literarias seguían asediando Troya llevadas por sus afanes de gloria, reconocimiento y condumio. En alguna mansión de Buenos Aires se junta un consejo de guerreros reclamados por su pericia, saberes y buen juicio a fin de determinar quien de entre los escritores que batallan enredando historias y enhebrando […]
Corría el año 1997 y las huestes literarias seguían asediando Troya llevadas por sus afanes de gloria, reconocimiento y condumio. En alguna mansión de Buenos Aires se junta un consejo de guerreros reclamados por su pericia, saberes y buen juicio a fin de determinar quien de entre los escritores que batallan enredando historias y enhebrando palabras debe ser distinguido con el premio que el planeta de las novelas otorga anualmente. Hace ya épocas que las justas literarias se fraguan en cenáculo secreto y nada se sabe de lo que allí examinaron, conversaron, midieron y pesaron los nominados miembros de aquel jurado cuyos nombres constan e injusto sería que cayeran en el olvido: Mario Benedetti, María Esther De Miguel, Tomás Eloy Martínez, Augusto Roa Bastos, Guillermo Schavelzon. A su tiempo evacuaron su veredicto y proclamaron ganador del Premio Planeta de Argentina a Don Ricardo Piglia por los merecimientos literarios de su obra Plata quemada. Y vinieron los correspondientes ágapes, celebraciones, publicidades, ruedas de prensa, grandes tiradas. Más he aquí que estalla la cólera y entra en dura batalla el escritor Gustavo Nielsen, prometedor entre los prometedores nuevos escritores argentinos, a quien Atenea, la diosa de los intereses creados, no logra aplacar con los argumentos habituales: pero si ya se sabe, si los premios son una cuestión de marketing y poco tienen que ver con la literatura, al fin y al cabo es su dinero y una editorial privada puede hacer con ellos lo que le venga en gana, los tiempos heroicos ya han pasado, los escritores tienen que ganarse la vida, a todos nos beneficia porque los premios crean lectores y nunca se sabe si algún día las sirenas no cantan en tu oído, vas a parecer un ingenuo o un envidioso. Pero Nielsen, el de la dura batalla, no se deja llevar por las nieblas y lejos de encerrarse en su tienda se niega a que Briseida yazca con engaños en el lecho de Piglia, el de la plata quemada. Reclama justicia y, a falta de dioses, se encamina hasta los jueces; tiene pruebas, sabe que ese libro ya estaba previamente contratado por la editorial privada que, como sus semejantes, al premiar la obra ajena premia su propia alma (el escocés Adam Smith descubrió hacia 1776 que el alma de las empresas reside en su cuenta de resultados).
El talón del premio (40.000$) arribó a las cuentas del de la plata quemada pero ningún troyano hirió mortalmente en el talón los empeños justicieros de Gustavo, el de la dura batalla. En 2005 un tribunal sentencia a su favor y en el fallo señala que «Piglia, o más específicamente su obra, no debió postularse para la obtención del premio», pues «se encontraba vinculado contractualmente con la editora Espasa Calpe Argentina, desde junio de 1994», menciona además la «menguada intervención del jurado» y afirma que «el concurso transgredió principios de decisiva importancia como los de buena fe y otros que debieron determinar la transparencia de la decisión final, luego de una irregular tramitación».
En la madre patria, mater amorosa, virgo potens, turris ebúrnea, no pasan estas cosas «tan desagradables». Aquí nadie va los tribunales ni presenta querellas. La vox populi columbra que los premios literarios se cuecen en la trastienda y que el menú con el primer y segundo plato se adelanta con tiempo y nocturnidad, comenta la catadura moral de los escritores y escritoras que entran en el tejemaneje, se pregunta cómo los honorables miembros de los jurados se adaptan tan cándidos al papel de palanganeros, el cómo es posible que cada año caigan en las redes tantos y tantos pretendientes, el por qué los medios de comunicación entran al trapo del engaño con tanto entusiasmo, y apenas se asombra al ver a miembros de la Casa Real legitimando con su presencia algunos de estos saraos. Pero nadie monta en cólera sino en costumbre, que la cosa ya viene del franquismo y en la transición muchos transitaron y, bueno, como diría Felipe, las cloacas son inevitables, forman parte del estado de las cosas. Como mucho algún escandalillo para abrir boca cuando algún jurado parece caer del guindo y descubre, alma tierna, por qué le pagan su presencia.
En esta geografia literaria nuestra en la que el aparato editorial publica más títulos que nadie y el porcentaje de lectores de al menos un libro al año apenas rebasa el 50%, los premios ocupan un lugar central en el paisaje literario, algo insólito en las culturas de nuestro entorno, y su sobreabundancia es síntoma de una rémora lectora que se remonta a Trento y causa, en lo que atañe sobre todo a la narrativa, de que nuestra cultura literaria se haya entregado, con gusto, a los códigos propios de las crónicas de sucesos: o se es noticia o no se es nada. Y ahí reside y no tanto en el escándalo moral la perversión profunda que el sistema de premios inocula en nuestra narrativa: lo noticiable como poética. Los premios producen el demérito de lo no premiado y provocan que la venta de libros se concentre cada vez más en unos pocos títulos, mientras la venta media de lo no premiado desciende peligrosamente para la salud de obras o autores que no entran en la rueda, lastrada, de esa fortuna. Como el eucalipto las novelas premiadas arrasan el suelo donde crece el bosque y con la complicidad de los medios y el miedo de la crítica a no participar en la fiesta, construyen el canon editorial, el calibre de la criba y a más largo plazo inciden en las expectativas y acomodamientos de los lectores. Lo malo de las listas de libros más vendidos no es que sean los más vendidos sino que, por desgracia, son también los más leídos y, no seamos optimistas, los que crean el gusto dominante. Y si el olfato se estraga, ¿quién dirá que algo huele a podrido en Dinamarca?
Constantino Bértolo es crítico y editor.