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La ‘concepción del mundo’ en la obra de Sacristán

Concepción del mundo
Fuentes: Rebelión [Imagen: Grabado, posiblemente realizado por el astrónomo francés Camille Flammarion para su obra La atmósfera: meteorología popular (1888), que habitualmente se ha usado para simbolizar la búsqueda del conocimiento a través de la exploración de lo desconocido y mediante la superación de los límites de la percepción humana. Créditos: dominio público]

En esta nueva entrega del Centenario Manuel Sacristán Salvador López Arnal reúne varios textos de Manuel Sacristán en los que profundiza sobre el concepto de ‘concepción del mundo’.


El prólogo que Sacristán escribió para su traducción de La subversión de la ciencia por el señor Eugen Dühring de Engels (Grijalbo, México, 1964, pp. vii-xxviii) fue reimpreso en Sobre Marx y marxismo. Panfletos y materiales Iop. cit, pp. 24-51 (También en M. Sacristán, Sobre dialéctica, Barcelona: El Viejo Topo, 2009, pp. 73-90). Como hiciera en otras ocasiones, Sacristán fechó su escrito el 1º de Mayo.

Javier Muguerza «Manuel Sacristán en el recuerdo», mientras tanto, nº 30-31, p. 103 lo consideró «el texto filosófico más significativo de Sacristán, el que más me impactó cuando lo leí y prolongó más duraderamente dicho impacto». Gregorio Morán Miseria y grandeza del Partido Comunista de España 1939-1985, Planeta, Barcelona 1986, p. 480 comentó que «otro tanto ocurrió con su soberbio prólogo al Anti-Dühring de Engels; fue un texto capital en la formación marxista de una generación». Por su parte, Félix Ovejero «La incómoda ortodoxia de Manuel Sacristán», Nuestra Bandera, nº 131, p. 4 destacó que «apenas veinte páginas tenía la introducción de Manuel Sacristán a la edición castellana del Anti-Dühring, de Engels; veinte páginas que enseñaron a varias generaciones de marxistas mucho más acerca de lo que significaba ser marxista que la marabunta editorial de unos años más tarde». Juan-Ramón Capella –La práctica de Manuel Sacristán, p. 54– recordaba que «algunos textos del joven Sacristán [MSL tenía entonces 39 años], como su prólogo a la edición del Anti-Dühring de Engels publicada en México, eran recomendados de boca en boca entre los estudiantes como “introducciones al marxismo”. Sin embargo, es una variante especialmente analítica y reflexiva del “materialismo dialéctico” la que Sacristán proponía en este texto». Fernando Claudín escribió un detallado comentario sobre el prólogo para Cuadernos del Ruedo Ibérico (octubre-noviembre 1965, pp. 49-57): «“La tarea de Engels en el Anti-Dühring” y nuestra tarea hoy». Llorenç Sagalés señaló a principios de los 2000: «A veces pienso que para percibir el sentido de algunas nociones que Sacristán usa en su introducción al Anti-Dühring de Engels, como “ser”, “materia” o “despliegue”, decisivas para entender su noción de “dialéctica”, sería fecunda su confrontación con Zubiri (La estructura dinámica de la realidad), un autor de filosofía substantiva con el que Sacristán tiene más en común de lo que partidarios y adversarios esperarían. Y que Ignacio Ellacurría (Filosofía de la realidad histórica) podría hacer de amable intermediario.»

Para la reedición del texto de Engels en OME (Obras de Marx y Engels, editorial Crítica), Sacristán escribió la «Nota editorial sobre OME 35», pp. IX-XIX, que no hay que confundir con este prólogo de 1964 (En una de las carpetas de trabajo depositadas en la Biblioteca de la Facultad de Economía de la UB puede consultarse sus anotaciones de lectura: «Anti-Dühring, agosto 1976, en la preparación de la edición OME»).

Sobre la noción «concepción del mundo», señalaba Sacristán en sendas notas a una traducción suya de 1962:

1. Por «filosófico», «filosófica», «filosofía», etc. vamos a traducir a partir de ahora el adjetivo alemán «weltanschaulich» y otras palabras emparentadas con él, las cuales proceden todas de la noción de «concepción del mundo» o sea, de filosofía en sentido no técnico, de filosofía vulgar y «espontánea». Este uso de la palabra «filosofía» es frecuente en castellano, lo que justifica la traducción.

2. Según se indicó previamente, palabras como Weltanschauung, weltanschaulich, etc. cuya traducción literal «concepción del mundo», cosmovisión, etc. extraña al espíritu de la lengua castellana, especialmente en adjetivos, se darán por «filosofía», «filosófico», etc., entendiéndose estas expresiones en sentido no técnico.

En «Studium generale para todos los días de la semana» (1963), una conferencia impartida en el Aula Magna de la Facultad de Derecho de la UB dedicada a la memoria del estudiante de Derecho José Ramón Figuerol, observaba el autor: «Lo superficial de una materia es siempre lo elemental en sentido didáctico, que es un conjunto de nociones generales muy vagas, por un lado, y primeros acervos de material positivo por otro. Ciertamente, ya en estas nociones generales sobre “el concepto de asignatura” y “la importancia de la asignatura” está implicado el contenido en realidad viva sobre el cual se yergue una disciplina especial; pero para que ese contenido se haga explícito, hay que bajar en el estudio, hay que profundizar desde la abstracta formulación de resultados generales o definitorios hasta la motivación y la génesis de los mismos. Llegados a esa zona baja se descubren las raíces de cada disciplina en las necesidades vitales, y sólo cuando se ha bajado hasta éstas se puede apreciar la inserción y la importancia de las nociones generales de cada ciencia en el conjunto de la concepción del mundo, confesada o no, que esas nociones suponen y alimentan.» [la cursiva es nuestra].

En «Al pie del Sinaí romántico» (Papeles de filosofía, p. 342), señalaba: «El filósofo romántico había inventado “la filosofía como ‘concepción’ casi en sentido tocológico del mundo” como sucedáneo de la limitada y clara certeza científica, y de la infinita y oscura seguridad religiosa». Lo había podido hacer porque se encontró con tres circunstancias sumamente favorables: «la crisis de la vigencia “espontánea”, indiscutida, universal y orgánica de las ortodoxias religiosas; la incipiente enclaustración de la ciencia en los laboratorios o en las fortalezas defendidas del profano por la creciente matematización; y la asunción administrativa de la filosofía como saber oficial y positivo mediante el establecimiento de cátedras universitarias. Lo cual habrá de bastar aquí como explicación de la sorprendente vigencia cultural de aquellos primeros grandes filósofos académicos.»

En «La correspondencia entre Manuel Sacristán y Georg Lukács» (Del pensar, del vivir, del hacer, pp. 147-148), observa Miguel Manzanera, autor de la primera tesis doctoral sobre la obra de Manuel Sacristán recientemente editada por la editorial extremeña Irrecuperables: «Podemos observar esa crítica del marxismo a partir de la teoría del conocimiento, en el juicio que merece a Sacristán la categoría de ‘concepción del mundo’, Weltanschauung. De paso, ese análisis nos muestra brevemente su actitud frente a la filosofía de Lukács, respetuosa y crítica a la vez. La noción de ‘concepción del mundo’, es típica de los marxistas de tercera generación, entre los que cuentan además de Lukács, Gramsci y Lenin. Ese concepto intenta resumir, en una mezcla sin suficiente claridad, dos tipos diferentes de ideas: los valores e ideales de la clase trabajadora –comunistas y anarquistas por un lado, y las experiencias y conocimientos científicos de la realidad, por el otro. Sacristán pedía una distinción analítica suficientemente clara entre los valores y las experiencias, entre los ideales de la emancipación y los conocimientos científicos».

Sacristán achacaba esa falta de claridad, prosigue Manzanera, «al idealismo proveniente de la influencia hegeliana en la filosofía marxista. Ese idealismo era un ingrediente fundamental de la concepción revolucionaria del marxismo, contrapuesta al reformismo socialdemócrata. Pero fracasa a la hora de exponer la relación entre la explicación científica del mundo y los valores comunistas. Esa relación debe ser investigada con los instrumentos de la crítica epistemológica y eso es lo que se propone hacer Sacristán en los años que van desde 1963 cuando esa crítica aparece en los documentos internos del PSUC hasta 1971 cuando aparecen los artículos sobre Lenin y sobre la Universidad».

En consecuencia, concluye Manzanera, «Sacristán propone sustituir la noción de concepción del mundo por la idea de programa crítico. Es en el ‘programa crítico’ donde se realiza la síntesis entre los conocimientos científicos y los valores comunistas de la clase trabajadora. Ésta es la categoría que debe ser empleada, para orientar la transformación científica de la vida social en orden a conseguir una humanidad emancipada.»

En otro orden de cosas, como ejemplo de buenas relaciones, el 11 de marzo de 1971, P. Robert Vilaró, bibliotecario de la Abadía de Montserrat, escribía una carta a Sacristán en los siguientes términos:

Distinguido señor:

Tengo el gusto de poder agradecer la amable atención que ha tenido para con nuestra biblioteca al obsequiarnos con las versiones de dos importantes obras: M. Bunge, La investigación científica y F. Engels, Anti-Dühring, y que me entregó mi antecesor en el cargo P. Taxonera.

Aprovecho esta ocasión para ofrecerle, en la medida de lo posible y de su utilidad, los servicios de nuestra biblioteca, junto con el testimonio de mi admiración y respeto.

Sacristán había participado un año antes en el encierro de Montserrat, «la gran tancada», en protesta por las condenas a muerte de los juicios de Burgos.

En esta entrega los textos recopilados son:

  1. Concepción del mundo
  2. La concepción marxista del mundo
  3. Sugerencia de rectificación

1. Concepción del mundo

Nota del editor.- Se recogen aquí los apartados del prólogo al Anti-Dühring relacionados con la categoría. En sus Apuntes de Fundamentos de Filosofía del curso 1957-1958, a propósito del idealismo metafísico y de las argumentaciones a favor y en contra de las concepciones del mundo, observaba Sacristán:

4. Crítica. Una posición idealista metafísica no puede refutarse con argumento formales, a golpe de silogismo, por la fuerza de deducciones. Del mismo modo que, por lo demás, tampoco el idealista puede fundamentar su actitud con argumentos concluyentes.

Los argumentos totalmente desprovistos de presupuestos, desligados de toda concepción del mundo –los argumentos o verdades que, según la patética frase de Kant, son concluyentes «aunque Dios no lo quisiera»– son exclusivamente formales, como, por ejemplo, la tesis: «si esto es un papel, esto es un papel».

Pero un argumento formal o su resultado, un teorema formal, no dice nada sobre la realidad concreta y cualificada. Y el idealismo metafísico, como cualquier otra doctrina, es una teoría de la realidad concreta, una concepción sistemática del mundo.

Los argumentos en favor y en contra de una concepción del mundo tienen que ser y pueden ser racionales, pero no demostrativos en sentido formal.

Qué es una concepción del mundo

Una concepción del mundo no es un saber, no es conocimiento en el sentido en que lo es la ciencia positiva. Es una serie de principios que dan razón de la conducta de un sujeto, a veces sin que éste se los formule de un modo explícito. Ésta es una situación bastante frecuente: las simpatías y antipatías por ciertas ideas, hechos o personas, las reacciones rápidas, acríticas, a estímulos morales, el ver casi como hechos de la naturaleza particularidades de las relaciones entre hombres, en resolución, una buena parte de la consciencia de la vida cotidiana puede interpretarse en términos de principios o creencias muchas veces implícitas, «inconscientes» en el sujeto que obra o reacciona.

Pero frecuentemente esos principios o creencias inspiradores de la conducta cotidiana, aunque el sujeto no se los formule siempre, están explícitos en la cultura de la sociedad en que vive. Esa cultura contiene por lo común un conjunto de afirmaciones acerca de la naturaleza del mundo físico y de la vida, así como un código de estimaciones de la conducta. La parte contemplativa o teórica de la concepción del mundo está íntimamente relacionada con la parte práctica, con el código o sistema de juicios de valor, a través de cuestiones como la del sentido de la vida humana y de la muerte, la existencia o inexistencia de un principio ideal o espiritual que sea causa del mundo, etc. Por ejemplo, de la afirmación teórica de que el hombre es una naturaleza herida, como profesa la teología católica, se pasa de un modo bastante natural a la norma que postula el sometimiento a la autoridad. Esa norma práctica es, en efecto, coherente con la creencia teórica en cuestión.

La existencia de una formulación explícita de la concepción del mundo en la cultura de una sociedad no permiten, sin embargo, averiguar con toda sencillez, a partir de esas creencias oficialmente afirmadas, cuál es la concepción del mundo realmente activa en esa sociedad, pues el carácter de sobreestructura que tiene la concepción del mundo no consiste en ser un mecánico reflejo, ingenuo y directo, de la realidad social y natural vivida. El reflejo tiene siempre mucho de ideología, y detrás del principio de la caridad, por ejemplo, puede haber, en la sociedad que lo invoca apologéticamente, una creencia bastante más cínica, del mismo modo que detrás de los Derechos del Hombre ha habido históricamente otras creencias efectivas, mucho menos universales moralmente. Mas para aclararse el papel de la concepción del mundo respecto del conocimiento científico-positivo (que es el principal problema planteado por el Anti-Dühring) puede pasarse por alto ese punto, aunque en sí mismo es imprescindible para una plena comprensión de las formaciones culturales. Para el estudio de las relaciones entre concepción del mundo y ciencia positiva basta, sin embargo, con atender a los aspectos formales de ambas.

Las concepciones del mundo suelen presentar, en las culturas de tradición grecorromana, unas puntas, por así decirlo, muy concentradas y conscientes, en forma de credo religioso-moral o de sistema filosófico. Especialmente esta segunda forma fue muy característica hasta el siglo XIX. Nacida, en realidad, en pugna con el credo religioso, en vísperas del período clásico de la cultura griega, la filosofía sistemática, la filosofía como sistema, se vio arrebatar un campo temático tras otro por las ciencias positivas, y acabó por intentar salvar su sustantividad en un repertorio de supuestas verdades superiores a las de toda ciencia. En los casos más ambiciosos –los de Platón o Hegel, por ejemplo–, la filosofía sistemática presenta más o menos abiertamente la pretensión de dar de sí por razonamiento el contenido de las ciencias positivas. En este caso, pues, como en el de los credos religiosos positivos, la concepción del mundo quiere ser un saber, conocimiento real del mundo, con la misma positividad que el de la ciencia.

Esta pretensión puede considerarse definitivamente fracasada hacia mediados del siglo XIX, precisamente con la disgregación del más ambicioso sistema filosófico de la historia, el de Hegel. El sistema de Hegel, que pretende desarrollar sistemáticamente y mediante afirmaciones materiales la verdad del mundo, fue, según la expresión de Engels en el Anti-Dühring, «un aborto colosal, pero también el último en su género».

Las causas por las cuales la pretensión de la filosofía sistemática acaba por caducar son varias. En el orden formal, o de teoría del conocimiento, la causa principal es la definitiva y consciente constitución del conocimiento científico positivo durante la Edad Moderna. Este es un conocimiento que se caracteriza formalmente por su intersubjetividad y prácticamente por su capacidad de posibilitar previsiones exactas, aunque sea –cada vez más– a costa de construir y manejar conceptos sumamente artificiales, verdaderas máquinas mentales que no dicen nada a la imaginación, a diferencia de los jugosos e intuitivos conceptos de la tradición filosófica. Que un conocimiento es intersubjetivo quiere decir que todas las personas adecuadamente preparadas entienden su formulación del mismo modo, en el sentido de que quedan igualmente informadas acerca de las operaciones que permitirían verificar o falsar dicha formulación. Las tesis de la vieja filosofía sistemática, de los dogmas religiosos y de las concepciones del mundo carecen de estos rasgos. Y como esos rasgos dan al hombre una seguridad y un rendimiento considerables, el conocimiento que los posee –el científico-positivo– va destronando, como conocimiento de las cosas del mundo, al pensamiento, mucho más vago y mucho menos operativo, de la filosofía sistemática tradicional.

El que las concepciones del mundo carezcan de aquellos dos rasgos característicos del conocimiento positivo no es cosa accidental y eliminable, sino necesaria: se debe a que la concepción del mundo contiene sencillamente afirmaciones sobre cuestiones no resolubles por los métodos decisorios del conocimiento positivo, que son la verificación o falsación empíricas, y la argumentación analítica (deductiva o inductivo-probabilitaria). Por ejemplo, una auténtica concepción del mundo debe contener –explícitos o explicitables– enunciados acerca de la existencia o inexistencia de un Dios, de la finitud o infinitud del universo, del sentido o falta de sentido de estas cuestiones, etc. y esos enunciados no serán nunca susceptibles de prueba empírica, ni de demostración o refutación en el mismo sentido que en las ciencias. Esto no quiere decir que el conocimiento positivo –y, sobre todo, las necesidades metodológicas de éste– no abonen una determinada concepción del mundo más que otra; pero abonar, o hacer plausible, no es lo mismo que probar en sentido positivo[1].

Estos rasgos de la situación permiten plantear concretamente la cuestión de las relaciones entre concepción del mundo y conocimiento científico-positivo. Una concepción del mundo que tome a la ciencia como único cuerpo de conocimiento real se encuentra visiblemente –por usar un simplificador símil espacial– por delante y por detrás de la investigación positiva. Por detrás, porque intentará construirse de acuerdo con la marcha y los resultados de la investigación positiva. Y por delante porque, como visión general de la realidad, la concepción del mundo inspira o motiva la investigación positiva misma. Por ejemplo, si la concepción del mundo del científico moderno fuera realmente dualista en la cuestión alma-cuerpo, la ciencia no habría emprendido nunca el tipo de investigación que es la psicología, y el psicólogo no se habría interesado por la fisiología del sistema nervioso central desde el punto de vista psicológico. Esto vale independientemente de que la ideología dominante en la sociedad haga profesar al científico, cuando no está investigando, una concepción dualista del mundo.

En realidad, el carácter de inspiradora de la investigación que tiene la concepción del mundo no está bien descrito por el símil espacial recién usado, pues esa inspiración se produce constantemente, todo a lo largo de la investigación, en combinación con las necesidades internas, dialéctico-formales, de ésta. Importante es darse cuenta de que cuando, según el programa positivista, la ciencia se mece en la ilusión de no tener nada que ver con ninguna concepción del mundo, el científico corre el riesgo de someterse inconscientemente a la concepción del mundo vigente en su sociedad, tanto más peligrosa cuanto que no reconocida como tal. Y no menos importante es mantener, a pesar de esa intrincación, la distinción entre conocimiento positivo y concepción del mundo.

Nota
[1] Una vulgarización demasiado frecuente del marxismo insiste en usar laxa y anacrónicamente (como en tiempos de la «filosofía de la naturaleza» romántica e idealista) los términos «demostrar», «probar» y «refutar» para las argumentaciones de plausibilidad propias de la concepción del mundo. Así se repite, por ejemplo, la inepta frase de que la marcha de la ciencia «ha demostrado la inexistencia de Dios». Esto es literalmente un sinsentido. La ciencia no puede demostrar ni probar nada referente al universo como un todo, sino sólo enunciados referentes a sectores del universo, aislados y abstractos de un modo u otro. La ciencia empírica no puede probar, por ejemplo, que no exista un ser llamado Abracadabra abracadabrante, pues, ante cualquier informe científico-positivo que declare no haberse encontrado ese ser, cabe siempre la respuesta de que el Abracadabra en cuestión se encuentra más allá del alcance de los telescopios y de los microscopios, o la afirmación de que el Abracadabra abracadabrante no es perceptible, ni siquiera positivamente pensable, por la razón humana, etc. Lo que la ciencia puede fundamentar es la afirmación de que la suposición de que existe el Abracadabra abracadabrante no tiene función explicativa alguna de los fenómenos conocidos, ni está, por tanto, sugerida por éstos.
Por lo demás, la frase vulgar de la «demostración de la inexistencia de Dios» es una ingenua torpeza que carga el materialismo con la absurda tarea de demostrar o probar inexistencias. Las inexistencias no se prueban; se prueban las existencias. La carga de la prueba compete al que afirma existencia, no al que no la afirma.


2. La concepción marxista del mundo

Nota del editor.- Es el tercer apartado del prólogo (Sobre Marx y marxismo, pp. 33-38). Pocos años después, en unas jornadas sobre «Irracionalismo y el hombre nuevo» (1966, 1967), señalaba el autor:

Es evidente que un socialista, especialmente si es marxista, no puede albergarse en una fe. Tiene que estar –como decía Bernal, que ha sido en su juventud un prototipo de intelectual socialista nada metafísico– conformado intelectualmente con la situación en la cual no hay fe en concepción del mundo alguna ni siquiera puede haber creencia racional en concepción del mundo de tipo clásico, sistemático y falaz, mixta de teoremas y valoraciones. Y conformándose con esta situación, se trata de explorar entonces el tipo de creencia racional que está en la parte de la práctica socialista.


La «concepción materialista y dialéctica del mundo», otras veces llamada por Engels, más libremente, «concepción comunista del mundo», está movida, como todo en el marxismo, por la aspiración a terminar con la obnubilación de la consciencia, con la presencia en la conducta humana de factores no reconocidos o idealizados. De esto se desprende que es una concepción del mundo explícita. O que se plantea como tarea el llegar a ser explícita en todos sus extremos: pues creer que la consciencia pueda ser dueña de sí misma por mero esfuerzo teórico es un actitud idealista ajena al marxismo. La liberación de la consciencia presupone la liberación de la práctica de las manos. Y de esto puede inferirse un segundo rasgo de la concepción marxista del mundo, rasgo importante aunque desgraciadamente poco respetado, a causa del predominio de tendencias simplificadoras y trivializadoras; ese segundo rasgo consiste en que la concepción marxista del mundo no puede considerar sus elementos explícitos como un sistema de saber superior al positivo. El nuevo materialismo escribe Engels en el Anti-Dühring, «no es una filosofía, sino una simple concepción del mundo que tiene que sostenerse y actuarse no en una sustantiva ciencia de la ciencia, sino en las ciencias reales. En él queda “superada” la filosofía, es decir, “tanto superada cuando preservada”; superada en cuanto a su forma, preservada en cuanto a su contenido real».

Esta concisa y expresiva formulación de Engels supone la concepción de lo filosófico no como un sistema superior a la ciencia, sino como un nivel del pensamiento científico: el de la inspiración del propio investigar y de la reflexión sobre su marcha y sus resultados, según la descripción hecha bajo el epígrafe anterior. Pero es conveniente notar –y a ello se dedicará algún lugar más adelante– que la fórmula de Engels es todavía muy general; según como se concrete esa fórmula en la realización precisa de la concepción del mundo, puede presentarse el riesgo de una confusión de los niveles positivo y filosófico.

Por el momento interesa más profundizar algo en el acierto de la fórmula general. Ella contiene, por de pronto, la recusación de toda la filosofía sistemática: no hay conocimiento «aparte» por encima del positivo. Recordando una célebre frase de Kant, tampoco para el marxismo hay filosofía, sino filosofar. En segundo lugar, puesto que su punto de partida y de llegada es la «ciencia real», esa concepción del mundo no puede querer más que explicitar la motivación de la ciencia misma. Esta motivación es lo que, con terminología filosófica clásica, puede llamarse «inmanentismo»: el principio –frecuentemente implícito, más visible en la conducta que en las palabras del científico– de que la explicación de los fenómenos debe buscarse en otros fenómenos, en el mundo y no en instancias ajenas o superiores al mundo. Este principio está en la base del hacer científico, el cual perdería todo sentido, quedaría reducido al absurdo, si en un momento dado tuviera que admitir la acción de causas no-naturales, necesariamente destructoras de la red de relaciones («leyes») intramundanas que la ciencia se esfuerza por ir descubriendo y construyendo para entender la realidad.

En este postulado de inmanentismo, definidor de la posibilidad del conocimiento científico, se basa la concepción marxista del mundo. El primer principio de la concepción marxista del mundo –el materialismo– es en sustancia el enunciado, a nivel filosófico explícito, del postulado inmanentista: el mundo debe explicarse por sí mismo. El materialismo es lo primero en el marxismo incluso históricamente, es decir, en la historia de su composición paulatina en el pensamiento de Marx y –en mucho menor medida– de Engels.

Pero el materialismo no es sino uno de los dos principios fundamentales de lo que Engels llama «concepción comunista del mundo». El otro es el principio de la dialéctica. Este se inspira no tanto en el hacer científico-positivo cuando en las limitaciones del mismo. Un estudio, por breve que sea, del lugar de la dialéctica en el pensamiento marxista exige (si ese lugar quiere verse sin pagar un excesivo tributo, hoy innecesario, al origen histórico hegeliano del concepto marxista de dialéctica) un corto rodeo por el terreno del método de la ciencia positiva.

La ciencia positiva realiza el principio del materialismo a través de una metodología analítico-reductiva. Su eliminación de factores irracionales en la explicación del mundo procede a través de una reducción analítica de las formaciones complejas y cualitativamente determinadas a factores menos complejos (en algún sentido a precisar en cada caso) y más homogéneas cualitativamente, con tendencia a una reducción tan extrema que el aspecto cualitativo pierda toda relevancia. Este modo de proceder, tan visible, por ejemplo, en físico-química, caracteriza todo el trabajo científico a través de fases muy diversas, desde la mecánica antigua hasta la moderna búsqueda de «partículas elementales». Más en general, el análisis reductivo practicado por la ciencia tiende incluso a obviar conceptos con contenido cualitativo, para limitarse en lo esencial al manejo de relaciones cuantitativas o al menos, materialmente vacías, formales. Esto se aprecia ya claramente en los comienzos de la ciencia positiva moderna. Así, por ejemplo, lo que hoy llamamos «presión atmosférica», fue manejado durante algún tiempo por la naciente ciencia moderna con el viejo nombre de «horror de la naturaleza al vacío», sin que el uso de esta noción tuviera grandes inconvenientes, pues lo que de verdad interesaba al análisis reductivo del fenómeno (desde Galileo hasta su discípulo Torricelli) era la consecución de un número que midiera la fuerza en cuestión, cualquiera que fuera la naturaleza de ésta.

El análisis reductivo practicado por la ciencia tiene regularmente éxito. Es un éxito descomponible en dos aspectos: por una parte, la reducción de fenómenos complejos a nociones más elementales, más homogéneas y, en el caso ideal, desprovistas de connotaciones cualitativas, permite penetrar muy material y eficazmente en la realidad, porque posibilita el planteamiento de preguntas muy exactas (cuantificadas y sobre fenómenos «elementales») a la naturaleza, así como previsiones precisas que, caso de cumplirse, confirman en mayor o menor medida las hipótesis en que se basan, y, caso de no cumplirse, las falsan definitivamente. Por otra parte, el análisis reductivo posibilita a la larga la formación de conceptos más adecuados, aunque no sea más que por la destrucción de viejos conceptos inadecuados. Así, aunque todavía no en Galileo, en Torricelli y Pascal aparece ya el concepto de presión atmosférica, una vez que Galileo ha relativizado y minimizado el contenido cualitativo del concepto tradicional de horror de la naturaleza al vacío.

Pero, precisamente porque se basan en un análisis reductivo que prescinde –por abstracción– de la peculiaridad cualitativa de los fenómenos complejos analizados y reducidos, los conceptos de la ciencia en sentido estricto –que es la ciencia positiva moderna– son invariablemente conceptos generales cuyo lugar está en enunciados no menos generales, «leyes» como suele decirse, que informan acerca de clases enteras de objetos. Con ese conocimiento se pierde una parte de lo concreto: precisamente la parte decisiva para la individualización de los objetos. Esto es así no por alguna limitación accidental, sino por el presupuesto definidor de la metodología analítico-reductiva, que no responde más que al principio materialista de explicación de toda formación compleja, cualitativamente distinta, por unos mismos factores naturales más o menos homogéneos.

Los «todos» concretos y complejos no aparecen en el universo del discurso de la ciencia positiva, aunque ésta suministra todos los elementos de confianza para una comprensión racional de los mismos. Lo que no suministra es su totalidad, su consistencia concreta. Pues bien: el campo o ámbito de relevancia del pensamiento dialéctico es precisamente el de las totalidades concretas. Hegel ha expresado en su lenguaje poético esta motivación al decir que la verdad es el todo.

La concepción del mundo tiene por fuerza que dar de sí una determinada comprensión de las totalidades concretas. Pues la práctica humana no se enfrenta sólo con la necesidad de penetrar analítico-reductivamente en la realidad, sino también con la de tratar y entender las concreciones reales, aquello que la ciencia positiva no puede recoger.

Según esto, la tarea de una dialéctica materialista consiste en recuperar lo concreto sin hacer intervenir más datos que los materialistas del análisis reductivo, sin concebir las cualidades que pierde el análisis reductivo como entidades que haya que añadir a los datos, sino como resultado nuevo de la estructuración de éstos en la formación individual o concreta, en los «todos naturales.» «El alma del marxismo» según expresión de Lenin, «es el análisis concreto de la situación concreta.» Pero la palabra «análisis» no tiene el mismo sentido que en la ciencia positiva. El análisis marxista se propone entender la individual situación concreta (en esto es pensamiento dialéctico) sin postular más componentes de la misma que los resultantes de la abstracción y el análisis reductivo científicos (y en esto es el marxismo un materialismo).

Con esto parece quedar claro cuál es el nivel o el universo del discurso en el cual tiene realmente sentido hablar del pensamiento o análisis dialéctico: es al nivel de la comprensión de las concreciones o totalidades, no el del análisis reductivo de la ciencia positiva. Concreciones o totalidades son, en este sentido dialéctico, ante todo los individuos vivientes, y las particulares formaciones históricas, las «situaciones concretas» de que habla Lenin, es decir, los presentes históricos localmente delimitados, etc. Y también, en un sentido más vacío, el universo como totalidad, que no puede pensarse, como es obvio, en términos de análisis científico-positivo, sino dialécticamente, sobre la base de los resultados de dicho análisis.


3. Sugerencia de rectificación

Nota del editor.- En La tradición de la intradición, p. 480, observa Víctor Méndez Baiges: «Así, por ejemplo, el ligamen que en El asalto a la razón traza Lukács entre concepción racional del mundo y programa revolucionario, tan evidente para él en otros momentos, le parece [a Sacristán] ahora algo bastante insostenible. Pues lo que llamamos una “concepción del mundo”, afirma en “Sobre el uso de las nociones de razón e irracionalismo por G. Lukács”, no es más que “pseudoteoría mezclada de valoraciones y finalidades”, un conjunto de “megalitos especulativos viciados por el paralogismo que no distingue entre el modo de validez de los conocimientos positivos y el de las estimaciones globales, entre la gran fuerza cohesiva de la teoría y el arenoso barro que solo ficticiamente une los adobes de los grandes sistemas filosóficos”. Algo, en consecuencia, que ni puede orientar a nadie ni servir de mucho a la conciencia crítica».

Por su parte, Francisco Fernández Buey, en «El marxismo crítico de Manuel Sacristán» (mientras tanto, 63, otoño 1995, pp. 144-145), comentaba que «admitiendo, pues, que el asunto de la caducidad de las ideologías se ha concretado por el momento en una nueva ideología reaccionaria, en la ideología del fatalismo tecnológico», negaba Sacristán que la conciencia crítica hubiera de aceptar por eso «el ser albergada por la magnificencia sin cimientos de las concepciones del mundo estructuralmente románticas». La concepción del mundo no podía ser «para el pensamiento revolucionario mediación entre programa práctico racional y conocimiento positivo, porque mezcla “teoría” en un sentido muy vago (o pseudoteoría) con finalidades y valoraciones que no son reconocibles como tales». De ahí que la lucha marxiana contra la obnubilación de la conciencia, «la crítica de las ideologías incluso en el pensamiento revolucionario de formación marxista, se materialice para Sacristán en una hipótesis general en la cual “la mediación tiene que ser producida entre una clara conciencia de la realidad tal cual ésta se presenta a la luz del conocimiento positivo de cada época, una consciencia clara del juicio valorativo que nos merece esa realidad y una consciencia clara de las finalidades entrelazadas con esa valoración, finalidades que han de ser vistas como tales, no corno afirmaciones (pseudo)-teóricas“».

Para Fernández Buey, «esta lanza antiespeculativa y anti-ideológica en favor de la claridad de la consciencia científica y político-moral, fue rota contracorriente, justo en el momento en el cual las luchas obreras y estudiantiles estaban propiciando en España y en Europa una nueva recuperación unilateral del culturalismo idealista y voluntarista con que lo mejor del marxismo de los años veinte había tratado de oponerse al achatamiento de la tradición revolucionaria por las socialdemocracias».

En ese contexto la propuesta antiideológica de Sacristán debía leerse como una advertencia del siguiente tenor: «la recuperación teórico-práctica del marxismo no se hará mediante un nuevo retorno, volviéndose nuevamente hacia Hegel sino mirando de frente a lo que hay, al presente enlazando para ello con el conocimiento empírico, con el cultivo de las ciencias (naturales y sociales) positivas. Pero en los ensayos que Sacristán escribió en esa época dicha advertencia cubría al mismo tiempo otro flanco: no hacerse la ilusión de que el marxismo es la ciencia sin más (o “la gran ciencia” o “la otra ciencia”, como a veces se decía)».

«Sobre el uso de las nociones de razón e irracionalismo por G. Lukács», noviembre de 1967, publicado por primera vez en el núm. 1 de Materiales, enero-febrero 1979, fue incluido en Sobre Marx y marxismo, pp. 85-114 (no está indicado en el índice).


Damos aquí el fragmento en el que Sacristán sugiere un cambio terminológico (y conceptual):

[…] Pero queda el hecho de que la consciencia crítica no puede ser albergada por la magnificencia sin cimientos de las «concepciones del mundo» estructuralmente románticas, de esos megalitos especulativos viciados por el paralogismo que no distingue entre el modo de validez de los conocimientos positivos y el de las estimaciones globales, entre la gran firmeza cohesiva de la teoría positiva y el arenoso barro que sólo ficticiamente une los adobes de los grandes sistemas filosóficos. Lukács, por cierto, es escritor demasiado agudo para no percibir de vez en cuando, pese al mundo filosófico del que proceden sus conceptuaciones, esa situación intelectual. Y en un paso de El asalto a la razón ha dejado incluso una confesión explícita de que «concepción del mundo» es verbalismo que no significa lo que dice, sino que indica indirectamente en favor de qué está el que lo afirma: «No deja de ser característico el que Gumplowicz, que desde el punto de vista objetivo, es decir, a cuanto a la esencia, abandona por completo […] la teoría social de la raza, la mantenga en pie terminológicamente, lo que significa que sigue manteniéndose fiel a ella en cuanto a las consecuencias que entraña con respecto a la concepción del mundo» (p. 562).

Ya eso está bastante claro como identificación de la «concepción del mundo» con el verbalismo y la demagogia. Pero hay más: ocurre que, por la debilidad de la idea misma romántica de «concepción del mundo» ante el pensamiento científico, el prescindir de ese modo de presentar los intereses de clase es un indicio incluso de situación hegemónica moderna. La penetración de Lukács llega a la indicación explícita de esa circunstancia: «La seguridad social de la burguesía, su confianza inquebrantable en la “perennidad” del auge capitalista, conduce a una repulsa y eliminación de los problemas relacionados con la concepción del mundo: la filosofía se circunscribe a la lógica, a la teoría del conocimiento y, cuando más, a la psicología» (p. 328). Vale la pena recordar de paso que ése es –con exclusión de la psicología– el tenor de la previsión y del programa filosóficos de Engels en una página célebre del Anti-Dühring, una de las varias que le han valido la acusación de positivismo por parte de representantes del irracionalismo antiguo y del moderno, como el jesuita Gustav Wetter y el filósofo Jean-Paul Sartre: «[…] es este materialismo sencillamente dialéctico, y no necesita filosofía alguna que esté por encima de las demás ciencias […] De toda la anterior filosofía no subsiste al final con independencia más que la doctrina del pensamiento y sus leyes, la lógica formal y la dialéctica» (Anti-Dühring, Introducción, I).

De una observación corno la última transcrita de Lukács –y aún más de una previsión tan categórica como la de Engels– se desprende que el desinterés por la ideología sistemática, por la concepción del mundo en el sentido tradicional de esta expresión (es decir, en el sentido de un sistema presuntamente deductivo-sistemático y al mismo tiempo omnicomprensivo de la experiencia); es precisamente, en los tiempos modernos, indicio de hegemonía. Y este hecho social da finalmente cuerpo de posibilidad histórica a la superación, hasta ahora meramente científica, epistemológica, de la idea o sistema de las concepciones del mundo en el sentido tradicional indicado. ¿Por qué, entonces, la observación no da frutos, sino que queda aislada y perdida, en el análisis lukácsiano? Verosímilmente, porque el filósofo piensa que la hegemonía que a él le interesa, la del proletariado, está aún por conseguir, y que para esa consecución se necesita algo más que conocimiento positivo, incluso en el terreno del pensamiento. Lo cual es evidente: se necesita además un programa, el programa de una determinada práctica. Pero ocurre que, para Lukács, programa y concepción del mundo tienden a confundirse, como se han confundido en épocas anteriores. En un paso de las primeras páginas de El asalto a la razón, por ejemplo, Lukács habla de tendencias filosóficas que evitan ser concepciones del mundo, y las caracteriza diciendo que «rehúyen toda actitud ante una concepción del mundo o un programa» (p. 82). La confusión de la noción de programa (propuesta crítica, de objetivos y medios) con la de concepción del mundo (síntesis especulativa de incierta validez teórica con valoraciones pragmáticas no explícitas como tales) no es, ni mucho menos, un trivial fallo del pensamiento. Obedece a una problemática real, que puede describirse brevemente así: un programa práctico racional tiene que estar vinculado con el conocimiento positivo, con las teorías científicas, pero no puede deducirse de ellas con medios puramente teóricos, porque el programa presupone unas valoraciones; unas finalidades y unas decisiones que, como es natural, no pueden estar ya dados por la teoría, por el conocimiento positivo. Por tanto, la fundamentación del programa práctico en la teoría, en el conocimiento positivo –fundamentación que se produce en el seno de una. interrelación dialéctica de la que sabemos poco– requiere una mediación. Pues bien: la concepción del mundo propiamente dicha, pseudoteoría mezclada con valoraciones y finalidades, cumple esa función mediadora con engañosa eficacia: su vaga naturaleza intelectual y su escaso rigor discusivo permiten transiciones, casi no sentidas por el sujeto, a través de las cuales van sumándose a los conocimientos positivos especulaciones valorativas que parecen conducir con necesidad lógica al programa, a la práctica. El único defecto de esa mediación es definitivo; consiste en que resulta científicamente insostenible y se hunde en cuanto que se la examina con los medios de la crítica epistemológica. Esa crítica muestra en seguida los pasos de falacia naturalista en sentido estricto en el seno de la concepción del mundo propiamente dicha (esto es, de los pseudosistemas de corte romántico): pasos en que la argumentación aparentemente teórica desliza juicios pragmáticos de valor o de finalidad no reconocidos como tales. No hay duda de que entre el conocimiento y el programa, entre la teoría y la formulación de la práctica, hay una relación dialéctica integradora que exige una mediación no menos dialéctica. Esa mediación no puede ser la inconsistente fusión de conocimientos, valoraciones y finalidades sofísticamente tomados todos como elementos intelectuales homogéneos. La mediación tiene que ser producida entre una clara consciencia de la realidad tal como ésta se presenta a la luz del conocimiento positivo de cada época, una consciencia clara del juicio valorativo que nos merece esa realidad, y una consciencia clara de las finalidades entrelazadas con esa valoración, finalidades que han de ser vistas como tales, no como afirmaciones (pseudo)-teóricas. Se puede seguir llamando –si la expresión ha arraigado ya definitivamente– «concepción del mundo» a la consciencia de esa mediación dialéctica. Pero acaso fuera más conveniente terminar incluso en el léxico con el lastre especulativo romántico. Algunos historiadores de la ciencia han usado otros términos menos ambiciosos y que tal vez serían útiles para separarse de la tradición romántica: por ejemplo, visión previa, hipótesis generales, etc.

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