No cabe duda de que la satisfacción tranquila de aprender cosas nuevas se parece muchísimo a la felicidad. El otro día, leyendo un cómic de Miguel Brieva, quien publica en el suplemento Tierra de «El País», me maravillé ante la historia de Claude Eatherly, uno de los pilotos que participó en la misión estadounidense que […]
No cabe duda de que la satisfacción tranquila de aprender cosas nuevas se parece muchísimo a la felicidad. El otro día, leyendo un cómic de Miguel Brieva, quien publica en el suplemento Tierra de «El País», me maravillé ante la historia de Claude Eatherly, uno de los pilotos que participó en la misión estadounidense que lanzó la bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima el 6 de mayo de 1945, y cuyo nombre ha sido prácticamente borrado de los libros de historia; las versiones oficiales no tienen hueco para los que dudan de sus actos, sobre todo si viajan por la vida con el corazón depositado en la mano, como fue su caso.
Eatherly comandaba el avión meteorológico «Straight Flush» desde el que observó que Hiroshima estaba cubierta por nubes, pero que era visible a través de un hueco de claridad de 16 kilómetros de diámetro, por lo que recomendó esta ciudad de medio millón de habitantes como objetivo militar. Murió en 1978 en un centro psiquiátrico; nunca superó la responsabilidad de haber formado parte de la matanza en la que fueron asesinadas 150.000 personas. Sin embargo, Paul Tibbets, el piloto que tiró la bomba, falleció en noviembre del año pasado aparentemente sin remordimiento alguno por su descorazonador acto de barbarie, más bien orgulloso de sus acciones bélicas y de su colección de medallas.
Claude Eatherly sentía que el cerebro le quemaba, y se imaginaba a toda aquella gente ardiendo en un intenso fuego, relataría años después su hermano en el funeral. Y para aliviar su culpa comenzó a enviar cartas con algo de dinero a habitantes de Hiroshima escogidos al azar, cartas en las que les pedía perdón; luego se dedicó a robar con pistolas de juguete en algunos bancos; en muchas ocasiones tiraba el botín después. Padecía terrores nocturnos e intentó suicidarse varias veces. Consultó a los psiquiatras del servicio militar y fue internado en el Hospital Militar de Waco (Texas), bajo el diagnóstico de complejo de culpa, una culpa desproporcionada en opinión de los psiquiatras. Su enfermedad, sus declaraciones y escritos fueron ocultados por la Fuerza Aérea como un secreto de guerra. El gobierno norteamericano no quería que se supiera que un héroe de guerra había perdido la razón.
En las primeras páginas de la novela «Las benévolas» de Jonathan Littell, un exnazi intenta acallar su conciencia, relatando que «durante el programa de exterminación de los inválidos y enfermos mentales del régimen nazi, llamado Eutanasis o T-4, a los enfermos, seleccionados mediante disposiciones legales, los recibían en el edificio enfermeras profesionales que registraban la entrada y los desnudaban; unos médicos los examinaban y los llevaban a un cuarto cerrado; un operario abría el gas; otros, limpiaban; un policía extendía el certificado de defunción. Cuando después de la Guerra los interrogaron, todos dijeron: ¿culpable yo?. La enfermera no mató a nadie, se limitó a desnudar y a tranquilizar a unos enfermos, gestos habituales en la profesión. El médico tampoco lo hizo; sencillamente confirmó un diagnóstico, ateniéndose a criterios fijados por otras instancias. El peón que abrió la llave del gas realizó una operación técnica bajo el control de sus superiores y de los médicos. Los obreros que vaciaban el cuarto desempeñaban una tarea de saneamiento. El policía seguía el procedimiento reglamentario, dejando constancia de que el fallecimiento se producía sin vulnerar las leyes vigentes. ¿Quién es culpable, pues? ¿Todos o nadie?».
El filósofo Günther Anders leyó en 1959 la historia de Eatherly y comenzó a cartearse con él, manifestándole su apoyo y su comprensión ante su amargo sufrimiento. Anders creía que Eatherly había conseguido conservar la conciencia ética del significado del bombardeo atómico, mientras toda una nación permanecía ciega ante el horror. Con su ejemplo daba razones para mantener la fe en la Humanidad; y con su actitud rebelde recuperaba el valor de la decisión moral, la libertad de conciencia, y la responsabilidad individual en los actos en los que la persona participa. Al sentirse culpable de sus acciones, Eatherly aceptó ser un agente de la historia, y no la simple pieza de un engranaje, un colaboracionista más, dentro de una maquinaria siniestra capaz de la barbarie total.