«Para el materialismo histórico se trata de retener una imagen del pasado tal como se presenta de improviso al sujeto histórico en el instante del peligro. El peligro amenaza tanto el depósito de la tradición como a sus receptores. Para ambos el peligro es el mismo: prestarse a ser instrumentos de la clase dominante». Walter […]
«Para el materialismo histórico se trata de retener una imagen del pasado tal como se presenta de improviso al sujeto histórico en el instante del peligro. El peligro amenaza tanto el depósito de la tradición como a sus receptores. Para ambos el peligro es el mismo: prestarse a ser instrumentos de la clase dominante».
Walter Benjamin. Sobre el concepto de la historia
Admitámoslo: las victorias son más fáciles de gestionar y teorizar que las derrotas. Admitámoslo también: el «depósito de la tradición» del que habla Benjamin, así como el signo vital de sus «receptores», comparece en el umbral del siglo XXI, al menos en Europa, bajo la forma de una objetiva, dolorosa, gigantesca derrota. El siglo XX pudo ser ilustrado y acabó siendo medieval; pudo ser realmente un antiguo comienzo y acabo siendo una nueva repetición; pudo ser -estuvo a punto de ser- comunista y acabó siendo una matanza.
La victoria impone a sus beneficiarios una inmediata cenestesia hegeliana. Junto a los propios méritos, o en el mismo envase, se autoafirma «el espíritu de la Historia», la Razón objetiva, la Justicia inapelable. Hegel, que era normalmente hegeliano, vio en la figura de Napoleón entrando en Jena «la Razón a caballo» porque por supuesto la Razón no podía llegar hasta tan lejos a pie y mucho menos desarmada, en alas sólo de su propia persuasiva belleza. El realismo puro se acompaña siempre de estas ensoñaciones eróticas: atribuye el empuje de las tropas francesas al genio de Napoleón y a la «idea» en él encarnada y no precisamente a los caballos -y los cañones- que le fueron abriendo camino por Europa. Como regla general, cabe decir que si algo ha hecho daño a las Razones y a las Ideas son los medios que se han utilizado para introducirlas en el mundo. O mejor dicho: si algo ha hecho daño a las Razones y las Ideas es que están obligadas a montar a caballo en un mundo en el que los caballos, en su actualidad plena, generan siempre la ilusión de una superioridad moral y racional. La victoria se autojustifica, la derrota se autoculpabiliza; y cada vez que la izquierda ha reparado en el fraude de este automatismo ha acabado por introducir sencillamente la sospecha , proyectada sobre las Ideas o sobre los Medios, sin analizar de verdad la relación entre los unos y las otras. La historia de las plenitudes no ha dado tiempo a una verdadera historia de las ideas en la que estuviese en discusión, no la verdad o falsedad de los caballos, sino la racionalidad y moralidad de los jinetes.
La Historia nos aparece siempre demasiado llena, demasiado plena para teorizar sobre ella. Aceptando o rechazando sin matices su plenitud, no hemos acertado siquiera -salvo excepciones- a imaginarla bien. Un progreso, un proceso, un devenir, un retorno, nos hemos representado siempre la Historia como «sucesión» cuando quizás hay que concebirla más bien como «simultaneidad»: como un cajón o un frontón en el que algunas pelotas rebotan sin parar entre cuatro paredes y en el que, por tanto, algunos futuros vienen del pasado y algunos pasados vienen del futuro y en el que pasado y futuro rebotan sin cesar en todas direcciones . Sobre la línea ascendente de la evolución tecnológica, tres ideas y cuatro acontecimientos se mezclan y se cruzan una y otra vez en esta cancha cerrada: todo vuelve sin repetirse, todo es nuevo por segunda vez. Entre el imperio romano y el imperio estadounidense no se puede trazar ninguna línea continua, pero sí podemos puntear una quebrada de lugares comunes; ningún itinerario recto une Espartaco al comandante Marcos, pero sí una serie de posadas compartidas en el camino. Las tradiciones no son líneas sino intersecciones. Y lo que hemos aprendido -lo que recogemos de esa otra historia nunca plena, la de las ideas- tiene que esperar un rebote , en el peloteo de las plenitudes, para imprimir nuevas trayectorias y nuevos lances. El kairos de una idea buena, de una idea justa, es siempre un caballo desbocado.
Las oportunidades históricamente perdidas aún se pueden pensar; y a través del pensamiento vuelven a entrar en la historia, o pueden volver a entrar en ella en un rebote . Eso es -creo- materialismo. Eso es lo contrario de ese hegelianismo banal, de derechas y de izquierdas, que concibe la Historia como una operación tarde o temprano justiciera de reciclaje y desperdicio. A Manuel Sacristán, cuyo pensamiento es uno de los ejes de este libro, le irritaba mucho esa idea de los «vertederos» de la historia, y así lo expresaba en una áspera cita recogida por Salvador López Arnal:
«Así pues, empecé a intentar entender lo que había quedado liquidado en la cuneta por la marcha histórica, como reacción a la bestial y siniestra idea ésa de los vertederos de la historia que se mantiene en la tradición del grueso del movimiento obrero, como si lo que ha quedado en las cunetas fuera basura, siendo así que está claro que basura, en cierta medida, lo somos todos y, en cierto, sentido, nadie, por lo menos dentro de los grupos dominados».
La divisoria entre vencedores y vencidos fue definitivamente trazada en 1989 -o así lo parecía- tras la derrota de la Unión Soviética en la Guerra Fría. Todo el comunismo, de pronto, era chatarra; todo el «depósito de la tradición» se pudría con vergüenza en los vertederos mientras sus «receptores» huían, pedían perdón o se aupaban a la carrera sobre los caballos victoriosos. Pero si lo que quedaba a las espaldas era un paisaje en ruinas, lo que se presentaba ante los ojos de los «receptores» impenitentes era -como escribí en 1990- «todo el enemigo por delante». ¿Qué hacer? A la izquierda marxista se le ofrecía la oportunidad al menos de volver la cabeza y examinar las ruinas sin contrición, en un período de derrota histórica en el que los errores de la tradición se habían vuelto tan inoperantes como sus aciertos y, si no podían hacer ya ningún daño, podían proporcionar, en cambio, un criterio gnoseológico de discriminación retrospectiva. Revisar un «depósito» que ya no corría el peligro de servir a las «clases dominantes» era, y sigue siendo, la oportunidad histórica de los que han perdido todas las oportunidades históricas en los últimos cien años.
Hay vencedores y vencidos, es verdad, pero también en las cunetas reconocemos castas, clases, jerarquías, voces truncadas, silenciadas o reprimidas. Perdedores dominantes y perdedores dominados; derrotados victoriosos y derrotados derrotados. Si hay que explorar -lejos de los reciclajes hegemónicos- los basureros del capitalismo, porque constituyen su reverso potencialmente luminoso, hay que explorarlos con la conciencia de que esos basureros contienen su propia historia y, por así decirlo, su propia lucha de clases. Salvador López Arnal recuerda la invitación constante de Manuel Sacristán a «mirar también los paisajes de la historia del movimiento obrero y comunista desde el punto de vista de los no vencedores, desde la perspectiva silenciada de los marginados entre los propios vencidos, desde la mirada de los que habían sido derrotados en el mismo ámbito sociopolítico de los socialmente perdedores». La Unión Soviética tuvo sus propias cunetas y también pretendió que era la plenitud de su galope la que repartía espontáneamente «justicia histórica», dejando caer a su paso, en los vertederos del socialismo, todo lo que no merecía sobrevivir. De la misma manera, el «depósito de la tradición», bulliciosamente pugnaz bajo la ilusión de una inmanencia justiciera, ha sido tan implacable como el mercado a la hora de seleccionar las corrientes, las interpretaciones, los autores, los límites de la «ortodoxia» marxista.
El libro de Salvador López Arnal, cuyo expresivo título (La destrucción de una esperanza) reivindica ya la idea de que «otro comunismo es posible», se ocupa de una de estas derrotas históricas que se produjeron dentro del «ámbito de los socialmente perdedores»: la Primavera de Praga, el experimento de «socialismo democrático» de Dubcek y sus compañeros en la Checoslovaquia de 1968, abortado en agosto de ese mismo año por los tanques soviéticos. Lo hace, además, a través de una voz que, dentro del «depósito de la tradición», ha sido mucho menos escuchada de lo que merece: la de Manuel Sacristán, el teórico comunista más influyente de su generación, el único que en España puede rivalizar con los grandes pensadores marxistas del siglo XX (Gramsci o Lukács), el más contemporáneo de todos ellos y, sin embargo, el que con más retraso se está incorporando -con todo lo que lo necesitamos- al arsenal vivo de los recursos teóricos y políticos de la nueva izquierda marxista en proceso de formación.
Digamos que Salvador López Arnal nos cuenta tres historias:
La primera es realmente una historia, la de la gestación, materialización y derrota de la Primavera de Praga en esos pocos meses de un año magnético del pasado siglo. Ahora que la tentativa de Dubcek y sus compañeros no puede utilizarse contra los soviéticos, ahora que el único 68 que se recuerda -o se recicla- es el parisino de «la imaginación al poder», es particularmente útil reconstruir con serenidad, rigor y erudición, como lo hace López Arnal, un episodio central, poco explorado, aún no agotado, de la historia del comunismo; de la historia, es decir, de esa otra humanidad posible que está siempre, al mismo tiempo, detrás y delante de nosotros. López Arnal reconstruye este episodio, digo, con serenidad y rigor, pero no como si fuera sencillamente una antigualla para estudiosos; la narración misma, con su cronograma preciso y su fiel descripción del medio histórico, está dirigida a despertar en el lector la conciencia de su propio presente, y la emoción incómoda de las tareas inconclusas, de los apremios decisivos. Pocos dudarán hoy, a la luz del dilema de Benjamin, que el estalinismo fue, y sigue siendo, mucho más funcional a los intereses de las clases dominantes de Occidente que «el socialismo con rostro humano» del Partido Comunista Checo, y lo fue, y lo sigue siendo, porque el estalinismo era una mala idea, una idea injusta, una idea con muchos caballos. La Primavera de Praga, por el contrario, ¿fue una buena idea, una idea justa, que no encontró su kairos? ¿Un futuro precoz que debía sucumbir a la Guerra Fría? ¿Había que defender eso entonces? ¿Hay que defender eso siempre?
La segunda historia, en apariencia muy académica, es la de la «recepción» en los medios comunistas europeos de la experiencia de Praga y de la posterior invasión soviética, y particularmente -como bien expresa el subtítulo del libro- en el pensamiento y la obra de Manuel Sacristán. Desde el primer momento y hasta su muerte en 1985, Sacristán respondió afirmativamente, sin vacilaciones, a veces de mal humor, a la pregunta sobre la conveniencia, oportunidad o funcionalidad del experimento checoslovaco: había que defenderlo siempre. Con la paciencia y rigor a la que nos tiene acostumbrados a sus lectores, Salvador López Arnal rastrea todas las huellas que dejó la Primavera de Praga en la obra de Sacristán, demorándose muy especialmente en el concienzudo análisis de una larguísima, densa, poderosa entrevista que el filósofo publicó en 1969 en Cuadernos para el diálogo, la revista inspirada por el democristiano Joaquín Ruiz-Giménez; una entrevista felizmente reproducida, en su versión íntegra, en el apéndice del libro y que concluye con esta tajante afirmación: «Lo más interesante del caso checoslovaco no es su concreción interna, aquí discutida, sino su mero ser, el que se produjera, planteando en la práctica la situación crítica. (…) La experiencia checoslovaca, de haberse realizado, habría sido por lo menos ciencia social en acto».
Pero la más importante es, a mi juicio, la tercera historia, que es más bien un engarce, una vibración, un bastidor casi invisible: precisamente el kairos de resucitar y articular en estos momentos las otras dos. Salvador López Arnal no es sólo uno de los más autorizados conocedores de la obra de Sacristán, no sólo lleva años dedicado a recuperar y difundir su pensamiento, no sólo se deja guiar por sus iluminaciones, sino que además prolonga su vida -como Sacristán prolongó otras- con su incansable actividad de pensador militante; es decir, pensando siempre con los dos pies en el mundo, atento sin cesar a la advertencia de Walter Benjamin. Todo el que siga su fecundísima producción (a través, por ejemplo, de El Viejo Topo, el colectivo Espai Marx o la página de Rebelión) sabe de su honestidad intelectual y de su compromiso cotidiano. Salvador López Arnal jamás hace, jamás ha hecho, ninguna concesión pragmática a la retórica o la demagogia y ha conseguido, sin embargo, que su erudición y rigor, puntillosamente académicos tantas veces, jamás sean neutrales, ni siquiera desde el punto de vista emocional. Por eso, La destrucción de una esperanza, libro ceñido a las más altas exigencias de la investigación, es al mismo tiempo, o sobre todo, la intervención de un comunista ilustrado y republicano en un debate crucial para el destino de las izquierdas en las próximas décadas. Lo más emocionante del mundo es el sexo, la música, el deporte. No. Lo más emocionante del mundo es conocer. No. Lo más emocionante del mundo es conocer con otros y para otros, para voltear el mundo común. Por eso, leer a Salvador López Arnal es siempre dos veces emocionante.
En este caso, la Primavera de Praga y Manuel Sacristán sirven a López Arnal para sacar de ese nudo todo el repertorio político y conceptual en cuyo esclarecimiento nos jugamos nuestra vida mental; es decir, la posibilidad de construir un conocimiento que no sólo no sirva a los intereses de las clases dominantes sino que los combata y debilite. Contra la nefasta tradición estalinista, pero también contra esa otra tradición replicante de la pura sospecha -que algunas veces he llamado «líquida», lubricante involuntario del acelerón capitalista-, Salvador López Arnal sabe escoger muy bien los temas decisivos del marxismo contemporáneo. Manuel Sacristán los adelantó todos, se adelantó con todos, y vuelven ahora -pared contra pared- en un rebote histórico muy concreto: la combinación de crisis capitalista, retoño imperialista y compleja diversidad emancipatoria, junto al desplazamiento de las luchas de liberación -con algunas victorias izquierdistas- desde Europa a Latinoamérica. En estas circunstancias, es fundamental recuperar la sensatez epistemológica de Sacristán (que López Arnal hace suya) a la hora de abordar las cinco cuestiones axiales del debate teórico-político de la izquierda global: la cuestión de los nuevos sujetos políticos y la autonomía articulada de las luchas, la cuestión antropológica del «hombre nuevo», la cuestión de la democracia y el derecho, la cuestión de la ciencia y la tecnología y la cuestión central de la destrucción ecológica (la comprensión de «las fuerzas productivas como fuerzas también destructivas»). El socialismo del siglo XXI se decide en torno a estas cuestiones y a su clarificación en las cabezas. Los que llaman a la acción olvidan que acción es lo que sobra en un mundo en el que incluso «el conocimiento es una fuerza productiva» (en manos ahora del enemigo) y que, por tanto, el máximo de actividad reside en el presente en el hecho mismo de pensar bien. Necesitamos medios de transporte, sí, pero no hay nada más peligroso que un error a caballo, sobre todo cuando los caballos de la época son tan poderosos y objetivamente inmanejables -y potencialmente destructivos- que aquí un error puede ser tan peligroso y devastador como un ejército imperial o una multinacional capitalista.
Que el lector no se llame a engaño, por tanto, a partir del subtítulo del libro. La destrucción de una esperanza no es un comentario de texto especializado sobre un autor muerto y un acontecimiento olvidado. Es todo lo contrario: en la maraña de los rebotes, cuando el pasado empieza a volver desde el futuro bajo las formas más diversas, el libro de Salvador López Arnal proporciona algo así como un kit completo y riguroso de herramientas para abordar lo que ya está viniendo de la pared de enfrente: la elección crucial, cada vez más inaplazable, entre el socialismo y la barbarie, entre la democracia y la tiranía, entre la razón y la destrucción o, más sencillamente, entre la vida y la muerte. No es seguro que los derrotados de los derrotados sean los próximos vencedores -sobre los vencedores realmente existentes-, pero sí lo es que toda posibilidad de supervivencia pasa por reintroducir entre las cuatro paredes de la Historia ese «depósito» malversado, traicionado o despreciado, y con él los nuevos «receptores» que deben cargarlo sobre sus lomos.
De eso se trata en este libro: de cómo ganar la próxima batalla.
Salvador López Arnal, «La destrucción de una esperanza. Manuel Sacristán y la Primavera de Praga: lecciones de una derrota».
Prólogo de Santiago Alba Rico.
Editorial Akal, Madrid, 2010.
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