«La leyenda negra es la historia de España», exclama Max Estrella en un momento clave de Luces de bohemia: acaba de encontrar en una calle las huellas de una carga conjunta de la policía y las milicias patronales (paramilitares, se llamarían ahora) contra una manifestación obrera; ha habido muertos y aún deambula por allí, trastornada […]
«La leyenda negra es la historia de España», exclama Max Estrella en un momento clave de Luces de bohemia: acaba de encontrar en una calle las huellas de una carga conjunta de la policía y las milicias patronales (paramilitares, se llamarían ahora) contra una manifestación obrera; ha habido muertos y aún deambula por allí, trastornada de dolor, una mujer con el cadáver de su niño en brazos. En las páginas siguientes, Max formula su teoría del esperpento, y poco después muere; según esta sucesión, objetivada en su personaje, la estética innovadora de Valle-Inclán surge de entrada como juicio político, respuesta a la situación social que vive el país, años de la Dictadura de Primo de Rivera.
En la frase de Max Estrella hay dos pasos: primero, la «leyenda» no es leyenda, sino que da cuenta de la realidad; segundo, la historia y el presente confluyen, se identifican. La historia se hace crónica del presente si se la libera de sus mitos y sus coartadas. Recordé la escena pensando en Bartolomé de las Casas, ese personaje extraordinario de nuestra historia; no en vano su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, que dejó estremecida a Europa, se ha considerado con frecuencia el origen de la «leyenda negra», es decir, de la imputación de genocidio a la conquista española de América. He vuelto a ver La controversia de Valladolid, la película que, con texto de Jean-Claude Carrière, evoca aquel conflicto y, aunque Las Casas y Sepúlveda debatan en francés, aunque dos conventos franceses sustituyan al vallisoletano Colegio de San Gregorio, sus imágenes y su discurso guardan mucha fuerza y producen vértigo -esa sensación irreal en que a veces consiste el tiempo de la historia: así, la discusión sobre el alma de los indios, hoy que el Papa católico es argentino y ese continente aporta el mayor número de sus fieles. Y, siempre, las mismas preguntas: ¿son Sepúlveda y Las Casas mi tradición?, ¿o solo lo que elija como tal, aquello en lo que me reconozca y pueda crecer?, ¿solo, entonces, Las Casas? Y, en aquella calle por la que yo pasaba cada día, de adolescente, para ir al instituto, ¿qué huella queda?
Como se sabe, La controversia de Valladolid es un telefilm, rodado en 1992 por Jean-Daniel Verhaeghe, que relata la polémica mantenida por Las Casas y Ginés de Sepúlveda ante un legado pontificio, sobre si los indígenas del nuevo mundo eran seres humanos y cómo se les debía en consecuencia tratar; varios montajes teatrales (Rayuela, La Abadía, compañías latinoamericanas) prolongaron su onda expansiva. No fueron como ahí se narran los hechos históricos: por un lado, la corona de Castilla había ido dictando diversas y contradictorias «Leyes de Indias»; por otro, el papa Paulo III decretó en 1537 que los indios tenían alma. Por tanto, la Junta de Valladolid (celebrada en el verano de 1550 y la primavera de 1551, sin que los dos portavoces llegaran nunca a encontrarse en persona) se proponía sobre todo establecer una base teológica que rigiera la colonización, el grado de libertad o imposición de la fe, el estatuto jurídico de encomenderos e indios, etc, y en realidad no llegó a emitir un juicio. Sin embargo, la mirada de Carrière logra, con sus elementos de ficción, una potente síntesis de las dos posiciones: el germen de una justificación intelectual para el colonialismo europeo que aún colea, contra el germen de una teoría de los derechos humanos y la igualdad de todos los pueblos, hoy el discurso formalmente aceptado (más allá de gritos de mono a los futbolistas negros en los estadios, o del eco en el llamado Estado islámico de ideas como las de Sepúlveda: «los idólatras mueren como chinches porque Dios deseaba eliminarlos»).
La película pone en juego la pasión vehemente de Las Casas, que halla en la indignación un motor del pensamiento, la frialdad lógica -que va atornillando argumentos sin asumir las realidades que ocultan- de Sepúlveda (atormentado solo en la reconcentrada, turbia, expresión de Trintignant, el actor, nunca en su implacable discurso), y el pragmatismo como de serpiente del cardenal, quien parece tan capaz de pronunciar su sentencia en favor de los indios como lo sería de dictar otra cualquiera. Y los momentos memorables: el relato de las brutalidades entre el abucheo de los clérigos asistentes, dos encomenderos espiando desde la claraboya, los indios traídos como cobayas que tiritan semidesnudos en la humedad abacial, la repulsiva acción de los bufones convertidos en portavoces de una doble moral, la ira de Las Casas tirando los papeles de Sepúlveda al suelo sin poder ya contenerse, el fondo del canto gregoriano elevándose bellísimo al cierre de las sesiones, el suelo de ajedrez, la penumbra en las celdas nocturnas…
De lo mucho escrito sobre estos episodios, recuerdo ahora el trabajo de Francisco Fernández Buey, en La gran perturbación y en otros textos, él mismo filósofo-activista, como dice del dominico. Su reconocida admiración por Las Casas y el empeño en reivindicarlo, no merman en nada el poder de su análisis, que lleva a cuestionar los relatos habituales sobre la génesis de la modernidad. Mientras Sepúlveda sería el típico humanista del Renacimiento, escritor en latín y experto en Aristóteles, Las Casas bucea en el viejo universalismo medieval y en una inspiración cristiana originaria para esbozar la propuesta de otro tipo de humanismo; el discurso del primero, pronto aliado con el pragmatismo protestante, desembocará en la modernidad capitalista, el reductor racionalismo instrumental; el segundo, en las utopías de la libertad y la igualdad, en un pensamiento crítico que busca cada vez su método para conocer el mundo -y quizá la Ilustración, con sus insalvables contradicciones, fue un fugaz espacio de encuentro de las dos vías, para volver luego a separarse. No sé si Fernández Buey compartiría este resumen, pero sí que le habría gustado conocer, por ejemplo, si no lo conoció, el trabajo del ecuatoriano-mexicano Bolívar Echeverría sobre el Barroco, donde se abre otra puerta semejante para pensar formas alternativas de modernidad.
Carrière hace que el cardenal sugiera a los colonos preocupados por su ruina («si tenemos que pagarles y tratarlos como cristianos, costará mucho dinero») la vía de la esclavitud de los africanos, que –ellos sí– estarían mucho más cerca de los animales. Y lo no dicho parpadea un momento sobre la hermosa capilla: más allá de toda misión religiosa, la conquista ofrece una forma incomparable, privilegiada y en extremo veloz, de acumulación de capital.