La llamada “cooperación internacional” que desde hace ya largas décadas los países capitalistas más poderosos (Estados Unidos, Europa Occidental, Japón, Canadá) le otorgan al Sur global (Latinoamérica, África, regiones del Asia) no es precisamente solidaria. Es una “estrategia contrainsurgente no armada”, tal como la concibieron los ideólogos estadounidenses en su inicio, concepción que no ha cambiado en el transcurso del tiempo.
La primera iniciativa de “cooperación” la realizó Estados Unidos: la Alianza para el Progreso, puesta en marcha en los 60 del siglo pasado, bajo la administración del presidente John Kennedy -el mismo que fuera asesinado cuando se opuso al complejo militar-industrial de Estados Unidos no queriendo continuar la guerra de Vietnam-. Dicha estrategia surgió inmediatamente después de la Revolución Cubana de 1959, como un mecanismo de protección contra “recalentamientos sociales”. Es decir, un colchón para aminorar malestares en los países más empobrecidos, para intentar evitar ollas de presión que, como Cuba, en cualquier momento podrían salirse de la órbita capitalista pasándose al socialismo. En otros términos: una fabulosa arma de control social.
Después de la potencia norteamericana otros países capitalistas se sumaron a ese tipo de acciones; fue así que en 1971 los países más prósperos, los que están en condiciones de brindar cooperación con el Sur siempre explotado y empobrecido, fijaron, en el marco de las Naciones Unidas, el compromiso de contribuir anualmente con el 0.7% de su Producto Interno Bruto a la ayuda internacional al desarrollo. Hoy, 50 años después, son muy pocos los que cumplen esa meta. Pero, por supuesto, ningún país del Sur global salió de su estado de exclusión y postración gracias a esas “ayudas”. Más aún, si efectivamente se cumpliera con el compromiso de aportar una mayor cantidad de “asistencia” para el Sur, no cambiaría en absoluto la situación del mundo. Esta “cooperación” Norte-Sur de ningún modo puede resolver la cuestión de la pobreza y el atraso comparativo de los países “subdesarrollados”. Como dijo Scalabrini Ortiz: “Nuestra ignorancia está planificada por una gran sabiduría”. El llamado “subdesarrollo” y la dependencia del Sur global (ex Tercer Mundo) respecto de los centros imperiales, no se arregla con obras de beneficencia, con caridad.
Es radicalmente imposible esperar soluciones de ayudas que vienen condicionadas, amarradas a agendas políticas ocultas, que provienen de los mimos factores de poder que, mientras desembolsan unos 60,000 millones de dólares al año en cooperación –de lo cual llega en realidad no más de un 20% a poblaciones supuestamente “beneficiadas” en el Sur, pues lo demás retorna a las burocracias y empresas imperialistas–, extraen de la misma región 500,000 millones como ganancia, en calidad de cobro de deuda externa o como brutal expolio de los recursos de la región. Eso en lo más mínimo es cooperación: no se hace por ningún sentimiento de culpa ni por real solidaridad con los “más necesitados”. Por el contrario, es una sutil forma de controlar desde dentro, condicionando a los gobiernos que reciben ese apoyo, y dando lugar a las llamadas ONG (organizaciones no gubernamentales), que son las que se encargan en buena medida de viabilizar esos fondos.
Entre las ONG las hay de todos los gustos, colores, tamaños y sabores. Se las encuentra por todos lados, en el Norte (en general colaborando con los sectores pobres, tanto de sus países como con los del Sur), y en el Sur del mundo (operando los fondos que vienen del Norte próspero). Se dedican a las más variadas cuestiones: desarrollo sustentable, educación, derechos humanos, salud, promoción cultural, medio ambiente, etc., etc. Viven de diversas fuentes de financiamiento: además de los fondos públicos, de colectas solidarias, donaciones de grandes empresas privadas (se dice que también puede haber lavado de activos), pero el circuito es siempre el mismo: el Norte dona, el Sur recibe. Algunas son minúsculas, casi familiares; otras son monstruos de impacto mundial que a veces inciden con relativa fuerza en las políticas públicas de los países donde actúan. En su mayoría son laicas, pero también las hay vinculadas a iglesias (católicas, protestantes). Por todo ello, dada esta amplísima variedad, se hace imposible establecer generalizaciones. Dicho en otros términos: entre las ONG hay de todo, absolutamente de todo.
Pero más allá de las buenas intenciones, no hay duda que su incidencia es cuestionable, fundamentalmente por pequeña, por minúscula. ¿Por qué hay que reemplazar funciones que son inherentes al Estado? Si bien la “cooperación al desarrollo” existe desde hace medio siglo, el auge de las ONG coincide con las políticas neoliberales de los 80 en adelante, que debilitaron absolutamente los Estados nacionales. En tal sentido, las ONG no pueden pasar de remiendos coyunturales.
Las agendas implementadas por ellas recuerdan lo dicho por un dirigente comunitario de Chimaltenango, Guatemala: “Rascan donde no pica”. Al responder plenamente a las líneas fijadas por las potencias del Norte, que es de donde provienen los financiamientos, se hace lo que esos países capitalistas dominantes estipulan, pero no lo que la población pobre a quien se dirige el esfuerzo necesita. El efecto que crean esos fondos es una lucha implacable del personal local por obtenerlos, contribuyendo así a la división en el planteamiento de las protestas. Cada pequeño grupo con su reivindicación puntual: ecologistas por aquí, feministas por allá, reivindicaciones étnicas por un lado, diversidad sexual por otro, todos esfuerzos separados que, finalmente, contribuyen al “divide y vencerás”. Por supuesto, el tema de lucha de clases y revolución social no se menciona. Se puede cuestionar el sistema solo hasta un punto: el que permiten los financistas. Si la protesta se pone muy “elevada”, ya no hay financiamiento.
Más allá de las supuestas “buenas intenciones”, no hay duda que la incidencia de las ONG es cuestionable, fundamentalmente por pequeña, por minúscula. No se deberían reemplazar, o emparchar, funciones que son inherentes al Estado si el mismo funcionara dando los servicios básicos que debería prestar. Sabemos, sin embargo, que con el neoliberalismo los Estados quedaron casi en quiebra.
El sistema capitalista sabe muy bien lo que hace. Las limosnas que llegan como “ayuda” internacional solo sirven para adormecer, para dividir. Los cambios de verdad no se pueden hacer con caridades. Solo se hacen con la población en las calles, organizada, con un proyecto verdaderamente transformador en la mano. Si no, no se pasa de acciones “políticamente correctas”, pero que no cambian lo medular.
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