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Mujeres del Cantón de Pedro Moncayo señalan el impacto ambiental de la industria florícola

La cosmovisión andina resiste al negocio de las flores

Fuentes: Rebelión

«Las rosas ecuatorianas son consideradas las mejores del mundo», proyecta en su página Web el Instituto de Promoción de Exportaciones e Inversiones de Ecuador (Pro Ecuador). El país produce, según el instituto, más de 400 variedades de rosas, flores de verano y tropicales que se exportan a más de un centenar de países. La suma […]

«Las rosas ecuatorianas son consideradas las mejores del mundo», proyecta en su página Web el Instituto de Promoción de Exportaciones e Inversiones de Ecuador (Pro Ecuador). El país produce, según el instituto, más de 400 variedades de rosas, flores de verano y tropicales que se exportan a más de un centenar de países. La suma en dólares de las ventas de flores ecuatorianas al mundo mostró un crecimiento sostenido del 11,2% anual entre 2001 y 2012. En agosto de 2016, Pro Ecuador informó de que, con una ocupación del 40% del mercado ruso, el país latinoamericano encabeza la venta de flores «cortadas» al gigante euroasiático.

En la década de 1980 empieza a desplegarse la industria florícola en el cantón de Pedro Moncayo, con cerca de 430 hectáreas dedicadas al cultivo, el 90% rosas. Ubicado al norte de la provincia de Pichincha, este cantón se convirtió en uno de los grandes focos productores y exportadores de flores, dirigidas a los mercados de Estados Unidos, Rusia y Europa Occidental. Pero la progresión también arroja sombras. Como el abandono de los cultivos parcelarios familiares para migrar a las zonas de desarrollo florícola; la reconversión de antiguos propietarios en jornaleros, y la llegada de las nuevas tecnologías, la agroindustria y los pesticidas.

«Fue un cambio brutal porque la gente dejó la tierra y fue a trabajar a la florícola; incluso las haciendas que existían para la cebada y maíces ahora se hicieron florícolas; hubo más dinero pero las tierras fueron abandonadas», afirma Blanca Aurora Morocho, de 63 años. «Mas antes las haciendas sembraban, las gentes sembraban», corrobora Carmen Alcoler, de 49 años. Son dos de las mujeres rurales ecuatorianas cuyo testimonio figura en la investigación «Donde habita la esperanza, la tierra la cuidan ellas», realizado por la antropóloga y educadora popular María Fernanda Vallejo y la ingeniera agrónoma Susy Pinos, presentado en Valencia por la ONG Perifèries. El trabajo se basa en las entrevistas realizadas durante el último trimestre de 2016 a 15 mujeres del entorno de la Parroquia de La Esperanza (con una población de 4.000 habitantes en 2010), ubicada en el cantón de Pedro Moncayo.

El informe destaca que incluso para las asalariadas en las florícolas, se considera capital disponer de tierras propias. Así lo afirma Jaqueline Lema, dirigente de un grupo de agroecología, productora de abonos orgánicos y con terrenos hortícolas en arrendamiento, que no ha podido comprar por una elevación de los precios que atribuye a la producción industrial de flores. «Hay personas de la tercera edad que ya salen rechazadas de los trabajos florícolas y ya no saben qué hacer», afirma. Maribel Guachamin ha explorado vías alternativas: «Siembro alguna hortaliza y ya tengo para mi alimentación misma y de mis niños; los que no siembran la agroecología es todo comprado, todo químico y no se ayudan en nada ecológicamente». En 2008 se implantó la Feria Agroecológica en la Parroquia La Esperanza, con la participación de un centenar de familias. Los criterios de la feria no son la productividad y el lucro capitalista, sino la economía solidaria y el Sumak Kawsay («buen vivir»).

María Fernanda Vallejo y Susy Pinos subrayan que con el agronegocio de las flores llegó «el salto definitivo a la privatización de la agricultura y la monetarización de las relaciones». A partir de la década de los 80, gracias a las inversiones y asistencia técnica principalmente de Holanda, Israel y Colombia, los cantones de Cayambe y Pedro Moncayo llegaron a convertirse en «la zona de mayor producción florícola y desarrollo capitalista del área interandina». En 2005 Ecuador vendía flores por valor de 370 millones de dólares (un 3,4% más que el año anterior) y cerca de 90.000 toneladas. En esta forma de agroindustria trabajaban un promedio de 13 obreros por hectárea, sobre todo mujeres. Y con las cifras estratosféricas, llegó la buena nueva de la «modernidad», la tríada empleo fijo-salario-consumo y una creciente oferta de bienes básicos. «Todos estos elementos constituían mecanismos muy eficaces de colonización», resumen las autoras.

Además, «las flores trajeron nuevas tecnologías y una utilización sin precedentes de los agroquímicos, así como impactos en la salud por la exposición sin precedentes a los pesticidas; la agroindustria florícola viene a instalar la globalización y a introducir en la región interandina un nuevo y más eficaz ‘momento’ del capitalismo». Los testimonios de las mujeres señalan las dos caras de la cuestión. Es cierto que las flores traen más dinero a las comunidades, pero también más basuras, sustancias químicas y contaminación; asimismo más enfermedades y abandono de las tierras. Son las mujeres más jóvenes, destaca la investigación, quienes sostienen que al haber más trabajo en la agroindustria disminuyen las migraciones a Quito. Pero se coincide en que las florícolas «no han trabajado para las comunidades». Maribel Guachamin, madre soltera que trabaja en el agronegocio seis días a la semana, resume el nudo de contradicciones: «Que de las flores claro que se contamina el cuerpo humano y todo el ambiente, pero también trae la economía, el dinero para el hogar».

Las mutaciones introducidas por la industria afectaron al uso de los vestidos tradicionales. Y al tiempo, al multiplicarse la jornada laboral. El capítulo titulado «Qué no se ha llevado el agronegocio» resalta los saberes heredados por las mujeres y transmitidos de manera oral, como cuidar y sanar enfermedades. También puede citarse el ejemplo de los tiempos de la siembra, la atención prestada a la luna, el seguimiento de los ciclos agrarios, rituales y festivos, la selección de las semillas o la manera de alimentar la «ashpamama» (tierra de cultivo). La tipología de saberes es vasta y compleja. Alcanza a qué especies sembrar y de qué modo asociarlas; a las plantas, sus usos y cuáles han de preservarse, además de qué males curan y con qué dosis y frecuencia han de prepararse. El conocimiento se hace extensivo a los animales: cómo alimentarlos, curarlos o desparasitarlos.

Hay, en estos saberes heredados, una intuición de las energías y los estados de ánimo a los que la mujer llega sin necesidad de las palabras. «Cuando el papá le ve al hijo no le pregunta qué le pasa porque le ve igual, en cambio la mamá sabe que algo le pasa, tiene ese instinto y ve la diferencia», explica Paola Taopanta, de 25 años, trabajadora de la florícola que también cuida de los animales y las plantas de sus padres. Se trata de un conocimiento intuitivo y conectado a las emociones tal vez poco valorado por el intelecto occidental. El investigador peruano Jorge Izhizawa distingue entre un conocimiento técnico-científico, al que considera universalizador, cerebral, impersonal, descarnado, articulado y explícito; teórico, y fundamentado tanto en un método como en la oposición entre sujeto y objeto. Por el contrario el saber andino sería local, sensorial, emocional, encarnado en el «ayllu» (estructura social comunitaria), implícito y limitado a la circunstancia inmediata. Además maneja múltiples vías de acceso.

María Fernanda Vallejo y Susy Pinos llaman la atención sobre el fuerte arraigo de la cosmovisión andina entre las mujeres entrevistadas. Y ello, «pese al dominio aparente de los discursos modernizantes y el paisaje inundado de invernaderos y devastación», añaden. Esta conclusión del documento incluye a las jornaleras y a las mujeres más jóvenes. Las entrevistadas valoran la agroecología. Laura Cuzco resalta los cambios en su vida al integrarse en un grupo de mujeres que cultiva hortalizas. «Entonces me siento más, sé que puedo desenvolverme económicamente y todo eso y hasta no me siento humillada por mi esposo, porque antes sí me humillaba».

Igual de descarnadas son las palabras de Cristina Taopanta, obrera de las florícolas: «En mi trabajo no hago nada para cuidar la naturaleza, porque ahí produzco basura y pongo químicos todo el día, pero el mundo es así; si el mundo no comprara flores, yo no tendría que hacer esas cosas». El advenimiento de la agroindustria no laminó los saberes ancestrales; tampoco los intercambios tradicionales de bienes y trabajo, como las aportaciones en la «chakra» -unidad agrícola indígena- a cambio de la entrega de una parte de la cosecha; ni destruyó la labor no remunerada en beneficio de la comunidad o el auxilio entre la población cuando alguien enferma o muere. Se conserva asimismo la ayuda a las otras comuneras en el cuidado de los hijos, de las siembras y en el trueque de comidas. Conversar, acompañarse…

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.