Cada vez es más evidente que nos encontramos ante una crisis estructural del sistema capitalista. Algunos lo apuntaron en su momento, otros veían brotes verdes o decían que era una estafa. Una crisis de sobreproducción de dificil solución, de esas de las que históricamente se ha salido destruyendo fuerzas productivas (es decir, disminuyendo la mano […]
Cada vez es más evidente que nos encontramos ante una crisis estructural del sistema capitalista. Algunos lo apuntaron en su momento, otros veían brotes verdes o decían que era una estafa.
Una crisis de sobreproducción de dificil solución, de esas de las que históricamente se ha salido destruyendo fuerzas productivas (es decir, disminuyendo la mano de obra, aumentando brutalmente el número de parados) o mediante guerras (como aconteció en Europa con la II Guerra Mundial).
Las crisis de sobreproducción muestran a las claras los límites del sistema capitalista: cuando más riqueza genera colapsa. Hay, por ejemplo, demasiadas viviendas. No para la juventud, por supuesto, a la que se le impide emanciparse, sino para las actuales relaciones de producción, para la propiedad privada.
A cualquiera le parecería estúpido que cuantos más coches tuviese una sociedad, y más viviendas, y más ordenadores, y más… ¡colapsase! Pero eso y no otra cosa son las «burbujas». Y aún más estúpido es cuando, como señalabamos, hay quien tiene necesidad de esos bienes.
En una economía socialista, que responda a las necesidades sociales, que subordine los intereses del mercado a los de la mayoría social, no hubiese existido la crisis actual, porque se hubiese hecho el número de viviendas necesarias en los lugares adecuados para ello (en lugar de arrasar con el medio para situar las viviendas a pocos metros de las playas o en las laderas de las montañas). Habría, claro, otros problemas, pero no crisis de superproducción que al generar riqueza sumen en la pobreza a la clase obrera y los sectores populares.
Pero he aquí que al capialismo lo único que le interesa es generar riqueza, generar riqueza porque sí, sin más motivo que más y más riqueza. Una riqueza, claro, que repercute sólo en unos pocos, en esos que manejan los hilos de los grandes partidos políticos y las empresas (medios de comunicación incluidos, por supuesto): el nombramiento de Rodrigo Rato como asesor de Telefónica es otro ejemplo, el último de una larga lista, de fusión entre los partidos gobernantes y las empresas.
Este contexto económico, sin embargo, es el que hace posible la revolución: el sistema económico ha colapsado, la burguesía tiene que buscar la solución a la crisis, que es, de una u otra forma, una mayor explotación sobre la clase obrera. Estas son las condiciones objetivas, un momento histórico (que no es ni el primero ni será el último) en que el capitalismo puede caer. Las revoluciones no se producen en momentos de expansión del ciclo de reproducción capitalista (es decir, no se producen cuando el capitalismo funciona y logra un amplio consenso y una gran cohesión social), sino cuando se producen crisis como la actual, que por su carácter necesitan una reorganización del sistema económico, y por lo tanto, también de la sociedad, cuando se produce una quiebra del sistema y es necesaria su recomposición.
Con el desarrollo de la crisis se produce aquello que los marxistas denominamos proletarización: sectores pequeño burgueses se ven abocados a su desaparición como clase social. Pasan de ser el último escalón de la burguesía a perder sus pequeños medios de producción, pues no pueden competir con los grandes capitales, y pasan a engrosar las filas del proletariado.
Este hecho, las contradicciones de la clase burguesa, que como clase no es un todo sino que está formada por múltiples capas, hace que las capas más pobres tengan que enfrentarse a las más ricas, enfrentandose la pequeña burguesía al capital monopolista, para sobrevivir como clase. De esta forma, la fractura entre quienes dominan la sociedad es un hecho, y tendrán que en el transcurso mediante el cual se resuelva la crisis entrar en un enfrentamiento más o menos abierto.
La pequeña burguesía, en su lucha, y en la medida en que no puede sino elegir entre desaparecer o enfrentar al gran capital optará por esta segunda opción, por instinto de supervivencia, algo para lo cual tendrá que aliarse con la clase obrera.
Con la clase dominante en conflicto los comunistas deben intentar que la crisis se transforme en crisis revolucionaria.
Los comunistas deben ejercer la vanguardia en las filas del movimiento obrero. ¿Y dónde está la clase obrera? En dos sindicatos mayoritarios, CCOO y UGT, y sectoriales y territoriales, como la STEs, CSI, LAB o el SAT, al margen de situaciones muy concretas y locales donde otras opciones sindicales pueden tener presencia.
Si la clase obrera no adquiere conciencia por el mero hecho de ser clase, sino que es necesario transmitirsela desde fuera, guiarla para que pase de clase en sí a clase para sí, guiarla para que tome conciencia de su condición de clase, esos son, pues, los lugares en los cuales ejercer de vanguardia.
Junto a los sindicatos han surgido movimientos de carácter popular muy desorientados, o completamente desorientados, sin conciencia formada e incluso sin ideología. Son, sin embargo, los primeros brotes de conciencia: es la generación a la que la crisis expulsa de la sociedad y condena a la marginalidad más absoluta. Una generación que nada había hecho hasta ahora, que pasaba de la política porque sus condiciones materiales no eran un problema para ella, pero que no ha tenido más remedio que abrir los ojos y enfrentar la realidad.
Tienen estos movimientos un carácter espontaneista, carecen de un modelo organizativo capaz de enfrentar el sistema de dominación burgués, no tienen teoría política ni práctica en los distintos tipos de lucha… aún con todo, esa masa, que ya comienza a despertar, a transformarse en pueblo, es la que tiene que hacer la revolución. Es la vanguardia práctica de la clase obrera, la que primero se ha echado a las calles.
El trabajo en las plataformas contra los desahucios, contra el paro y por el empleo, contra los recortes en educación y sanidad, en defensa de las pensiones… todos son lugares de encuentro para los comunistas con la clase. Multitud de espacios que hace unos años no existían y eran prácticamente imposibles de crear.
Ninguna organización puede hoy hablar de dictadura del proletariado si no está con la clase, si no busca a la clase, si no acude a encontrarse con la clase, si no defiende en lo inmediato a la clase.
Es necesario fundirse con la clase para para fortalecer el movimiento obrero y para fortalecer también el Partido. Sin un Partido numeroso, activo y comprometido, y sin un movimiento obrero con conciencia de clase, no se podrán orientar las luchas de la clase obrera hacia el socialismo.
Puede ser más cómodo criticar a los sindicatos, permanecer en un local y esperar a la clase, aislarse y permanecer al margen de las primeras tomas de conciencia de la clase obrera; como es erróneo dejarse llevar y participar de los movimientos por participar: de lo que se trata es, precisamente, de ejercer de vanguardia, de guiar a la clase, de estar con ella y conocerla para poder influir.
En este momento histórico la clase necesita al Partido, y el Partido la tiene al alcance. Aislarse conlleva una posición sectaria, infantil y contrarrevolucionaria, mientras cegarse por el movimiento y no ejercer el liderazgo es caminar hacia el abismo de las reformas, no disputando el poder a la clase obrera.
Con unas condiciones objetivas para que madure una revolución de lo que se trata en estos momentos es de crear las condiciones subjetivas, de preparar a la clase obrera para la lucha política y la toma del poder.
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