Los cuadrantes de nuestro mapamundi político se desdibujaron entre 1973 y 1989, y ya no volvieron a trazarse con claridad para una parte significativa de la izquierda: la izquierda oficialista. Desde entonces, aunque derecha-izquierda son coordenadas que siguen inspirando muchos análisis académicos y la práctica de los distintos profesionales de la política, se fueron vaciando […]
Los cuadrantes de nuestro mapamundi político se desdibujaron entre 1973 y 1989, y ya no volvieron a trazarse con claridad para una parte significativa de la izquierda: la izquierda oficialista. Desde entonces, aunque derecha-izquierda son coordenadas que siguen inspirando muchos análisis académicos y la práctica de los distintos profesionales de la política, se fueron vaciando de significado para sectores crecientes de la población, y particularmente para quienes organizan la resistencia social al margen o contra esas mismas definiciones del campo político. Durante ese intervalo histórico «democracia» se convierte en la retórica renovada de una lingua franca en boca de las élites emergentes; paralelamente los procedimientos electorales se imbrican más y más en las dinámicas de reproducción ampliada del capital, actuando como su fuente de legitimación: doble movimiento característico de nuestra versión financiarizada de la democracia -ese fetiche que nos llegó como un culto cargo o una mercancía venida del más allá colonial, producto de las relaciones históricas de dependencia o subordinación económica, política, cultural y militar respecto a los centros de acumulación centroeuropeos. Fue justamente esa apropiación e instrumentalización del discurso democrático y de sus procedimientos electorales lo que constituyó durante ese período la estrategia principal de acceso y reproducción en el poder de las élites emergentes -lo que nosotros conocemos como la (mal) llamada Transición, en esencia un tránsito hacia Lo Mismo. Lo fundamental de esa renovación de la relación de las élites con sus poblaciones fue la transmutación del valor político del voto, reconvertido ahora en una tecnología de extracción de plusvalía simbólica o «legitimidad por las urnas» necesaria para la reproducción ampliada del capital: cada vez más vaciada de sentido la «participación política», cada vez más desleída la relación de los partidos con sus electorados (reducidos a «opinión pública» o «intención de voto»), la estrategia electoral fue agotando su fuerza de transacción con el poder (herencia del pacto fordista-keynnesiano) y pasó a representar en el orden neoliberal un dispositivo ritual de consagración de unas élites ya establecidas en los puestos de gobierno; es decir, de unos gobernantes que sólo buscan (y necesitan) el consentimiento formal de sus gobernados.
Así vista, la democracia como teodicea política -y el voto reconvertido en su expresión ritual-, ya no es, como dice Rancière, «el poder propio de los que no tienen más título para gobernar que para ser gobernados», sino inversamente, el emblema que hacen valer las élites emergentes como argucia para acceder y reproducirse en el poder. Minimizada entre tanto a la condición de «partidos minoritarios», la izquierda oficialista fue domesticada en las buenas maneras de la democracia, ese gobierno de las pasiones medias, las ideas medias y las personas medias. La naturaleza tan dócil e inofensiva de la izquierda oficialista hay que entenderla como resultado de su subalternidad asumida, su carácter de sujeto revolucionado, es decir, de sujeto que es transformado aceleradamente por la voluntad y la acción de otro, a saber, por las fuerzas efectivamente revolucionarias, admitámoslo: los sectores neoliberales de la derecha política, económica y social. Sin cuadrantes en nuestro mapamundi político la dictadura de la democracia se fue instalando en todas las mentalidades como el menos malo de los gobiernos posibles, a la vez que se iban desplazando acompasadamente los actores en el tablero bipartidista: la derecha de toda la vida derivó a la extrema derecha, la socialdemocracia a la derecha liberal, la izquierda «verdadera» a la socialdemocracia… y así las aspiraciones emancipadoras de las mayorías sociales quedaron huérfanas de representación, y esto es lo que las retiene actualmente en su genuina condición de irrepresentables. Por tanto, deberíamos indagar las causas de la auténtica «crisis de la izquierda» en ese acatamiento sin fisuras del vocabulario, de las maneras y, en definitiva, de la cosmovisión política de la derecha, su consentimiento para ser gobernados democráticamente, es decir, de acuerdo a los principios del gobierno liberal del capitalismo; unos principios de visión y división del campo político que, habiéndolos adquirido a lo largo de su socialización en la sociedad democrática y capitalista a la que pertenecen, les impide persistentemente romper con las normas del gobierno que los domina. Por decirlo en pocas palabras: la izquierda oficialista conserva unos esquemas de pensamiento y acción que no son congruentes con la actual configuración del campo político existente.
No estaría de más, por ello, volver reflexivamente sobre la historia de escisiones y autocensuras dentro de la propia tradición de los movimientos de clase para encontrar ahí otra clase de salidas a esta «crisis». Recordemos la división histórica de la izquierda entre el posibilismo de las corrientes marxistas y el rupturismo de los movimientos anarquistas y libertarios. Digamos que la estrategia electoral se prestó (mal que bien) para librar la contienda parlamentaria en el período del desarrollismo keynnesiano, aglutinando y haciendo valer alrededor de partidos y sindicatos un programa (de mínimos) que ofrecía posibilidades de cumplimiento en aquel momento del desarrollo de las relaciones entre el campo político y las dinámicas económicas: finalmente no se consiguió el objetivo maximalista de establecer la Revolución, pero al menos la izquierda oficialista encontró acomodo en el seno del Estado de Bienestar y en la moqueta del Parlamento. Entre tanto, el movimiento anarquista prolongaba la descomposición orgánica de su tejido social y militante, objeto de una campaña de demonización -también por parte de la izquierda oficialista- que pronto lo asoció al desorden y a la contaminación del cuerpo social. Pero en el régimen democrático neoliberal el posibilismo de la izquierda oficialista ha entrado en una fase de rendimientos políticos decrecientes; sería el momento propicio, pues, para dejar de insistir en la enésima refundación del partido minoritario y volver sobre los propios pasos retomando la crítica libertaria a la democracia parlamentaria, aún hoy de actualidad, prestando atención a las formas anarquizantes que están mucho más inscritas en el sentir práctico de los movimientos y de las movilizaciones sociales -donde nuevas formas de liderazgos colectivos están alcanzando altas rentabilidades políticas. Volver sobre el legado libertario como fuente de inspiración y como base de una interpretación y análisis de la configuración actual del campo político, articulándose lejos del hacer maquinal de las organizaciones que tradicionalmente operaron como vehículos de representación, ahora tan funcionales para la maquinaria institucional.
Recientemente la muerte de Hugo Chávez ha puesto de manifiesto los atavismos políticos de esta izquierda oficialista. Vivida como la pérdida de un padre (querido), en las muchas declaraciones exegéticas y laudatorias que se han hecho de su figura persiste un sentimiento de orfandad política. A la voz de «el sur de Europa se latinoamericaniza» muchos han visto en la persona de Chávez la encarnación de las promesas en las que ellos mismos habían sido educados políticamente: ni más ni menos que el acceso al poder estatal de una organización socialista a través de la movilización de sectores crecientes de la población mediante la estrategia de la participación electoral en torno a un líder, con el fin de administrar (sin renunciar a) su propia economía capitalista. Ya sea para aventurar un horizonte posible de acción, ya sea para imitarlo al pie de la letra, sectores de la izquierda oficialista asumen vicariamente el modelo ejemplarizante de Venezuela. Ahora bien, estas traducciones de los procesos políticos latinoamericanos a nuestra propia experiencia local conjugan, por una parte, una lectura abstracta y abstraída de esos procesos como si fuesen autónomos o independientes respecto a las lógicas económicas, sociales y culturales que son específicas de los capitalismos regionales en los que se inscriben y, por otra, son expresivas de una búsqueda apresurada de estrategias políticas en los mismos repertorios problemáticos de siempre. Si bien las diferencias entre los dos contextos podrían multiplicarse en un ejercicio de comparaciones en todos los órdenes, las sobreinterpretaciones y generalizaciones conducen a proponer programas de acción extraños a nuestra propia historia y cultura política, a la configuración particular de nuestra economía capitalista y a su desarrollo reciente, a la composición demográfica de nuestra sociedad y a sus evoluciones previsibles, a las desiguales posiciones geopolíticas ocupadas, en suma, a dos escenarios tan disímiles que hacen dudar razonablemente de las posibilidades de tales recetas.
Transfigurando lo representado respecto a lo que se dice representar, la «crisis de la izquierda» es el resultado de las mismas distorsiones que inciden en los mecanismos de representación de la democracia parlamentaria en el marco de nuestro capitalismo regional, esa fata morgana que encandila a los partidarios del oficialismo. Así las cosas, la izquierda en crisis se enfrenta a una ordalía política: ¿insistir obcecadamente en el acatamiento de los mismos procedimientos que la han conducido a su obsolescencia?, ¿o bien replantearse sus principios reconvirtiéndolos en una acción desobediente frente al mandato de la democracia neoliberal? Responder a estas preguntas supondría reavivar las tensiones que históricamente han articulado las relaciones entre los distintos sectores de la izquierda, obligando al replanteamiento de la estrategia electoral y, con ello, de todo el mapamundi político que le ha servido tradicionalmente de guía, empezando por sus formas habituales de organización, de liderazgo y de militancia. Presentándose a sí misma como representante de aquello que le es ajeno, esta izquierda no parece capaz de construir un espacio político propio desde el cual generar un antagonismo que verdaderamente haga palanca en los resortes del poder instituido, y deje de funcionar así como una mera correa de transmisión de la dominación que dice criticar. Parece sensato, en definitiva, orientar la búsqueda de las causas de la «crisis de la izquierda» en la órbita de estas problematizaciones: la transmutación histórica del sentido político de la «democracia» en el marco de nuestro capitalismo regional, y consecuentemente la rutinización del carisma político del voto como dispositivo de regateo con el poder.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.