Ernesto Sábato alguna vez observó que la sencilla operación de cambiar una oveja por un saco de trigo ya implica un ejercicio de abstracción. También podemos considerar que más tarde la aparición de las primeras formas de dinero, aun antes de la antigua Mesopotamia, materializó esta abstracción e implicó la invención de un Estado implícito. […]
Ernesto Sábato alguna vez observó que la sencilla operación de cambiar una oveja por un saco de trigo ya implica un ejercicio de abstracción. También podemos considerar que más tarde la aparición de las primeras formas de dinero, aun antes de la antigua Mesopotamia, materializó esta abstracción e implicó la invención de un Estado implícito.
Desde entonces, el dinero estuvo vinculado a una realidad material. En una última instancia histórica fue el oro. Pero el oro, representado por el dinero, también era una realidad más simbólica que material. No solo porque requería de un acto de fe colectiva sobre su misteriosa existencia en algún banco de Londres o de Estados Unidos sino porque el valor mismo de un lingote de oro como el valor de cualquier moneda o papel financiero es simbólico. En primera instancia depende de la fe colectiva. A su vez, esta fe se garantiza y estabiliza con la fuerza del Estado a través de sus ministerios de economía, de sus aparatos legislativos y judiciales y, en última, de la policía y del ejército.
La diferencia de nuestro tiempo con los tiempos de Hammurabi o de los primero siglos del capitalismo consiste en la progresiva y radical separación entre el símbolo y la realidad, entre el valor que se le atribuye al capital y los bienes de consumo y producción.
El valor abstracto del capital posmoderno ya no representa una realidad -por ejemplo, el número y la calidad de bienes escasos- sino que lo modifica doblemente: por un lado (1) es capaz de modificar la realidad material y por el otro (2) es capaz de decretar por sí sola el valor de esa realidad.
Un ejemplo breve consiste en recordar los valores inmobiliarios en Estados Unidos. En el 2007 existían N casas para N’ personas con un valor A’ en permanente crecimiento. En el 2008 existían las mismas N casas y las mismas N’ personas pero el valor A» de las mismas había caído abruptamente al tiempo que un X por ciento de las N’ personas desalojaban sus casas hipotecadas.
¿Qué cambio brusco de la realidad material provocó la caída abrupta del valor A’? Ninguno. La realidad seguía allí, exactamente igual, ciegamente indiferente, pero el valor abstracto de A’ había caído de forma radical. Detrás del cambio de la realidad abstracta, representada por las dramáticas curvas del Down Jones y del Nasdaq, llegaron los cambios en el reino material, primero con la contracción del consumo, luego con la disminución de la producción de bienes y finalmente con la expulsión de los trabajadores.
Las graficas de Wall Street miden la superstición que relaciona el mundo abstracto de los valores y el mundo material de los bienes y servicios. No es una simple expresión del estado de estos últimos, sino la medición del pulso nervioso de los inversionistas que se mueven en este mundo abstracto que estratégicamente se llama «el mundo real», «el mundo de los hombres pragmáticos». No es casualidad, porque los mitos sociales siempre se refieren a un fenómeno con nombres que lo contradicen, lo niegan o lo silencian.
Una de las leyes más antiguas de la economía, la ley de la oferta y la demanda, relaciona el valor de algo con el mundo material. Este mundo material está compuesto por bienes (oferta) y necesidades (demanda). Esta ley todavía une el mundo material y el mundo simbólico de una forma estrecha. Ejemplo: durante la escalada del precio del petróleo en la primera mitad de 2008, la explicación y la posible razón del fenómeno derivaban de esta ley. El incremento del consumo industrial de China e India justificaban el precio del barril de petróleo a 145 dólares. Dejemos de lado el factor de la especulación y la manipulación de los precios por parte de las grandes petroleras. De cualquier forma la ley de la oferta y la demanda continuaban relacionando de forma estrecha el precio/valor de un producto a una determinada realidad material. Por entonces dijimos que semejante escalada solo podía ser una burbuja, ya que era difícil imaginar un incremento de la demanda proporcional a la triplicación del precio del petróleo en tan pocos meses. A partir de la histeria de Wall Street en setiembre del 2008 el precio del petróleo se derrumbó a menos de 40 dólares. Antes lo habían hecho los precios de las casas en Estados Unidos. ¿Qué ocurrió del lado de la realidad material? ¿Un tsunami devastó el veinte por ciento de las casas y mató el cinco por ciento de la población del mundo? No. Ni siquiera el terrible tsunami en Indonesia en el 2004 tuvo el más mínimo efecto en la economía mundial. ¿Algún terremoto movió los cimientos de la industria china? ¿Alguna plaga devastó las siembras en el Midwest? No. ¿Alguna sequía a nivel mundial detuvo la maquinaria de producción de alimentos? No. ¿Algún filosofo infestó el mundo con una ideología anticonsumista que contrajo la demanda de productos inútiles al treinta por ciento? Menos.
Entonces, ¿Qué es lo nuevo sino una ruptura en la relación que suele mantener ligados (1) el mundo material con (2) el reino de la tiránica abstracción del capital? La crisis mundial actual es una crisis de los símbolos -el crédito y los capitales de inversión- que terminó por arrastrar al mundo material a una crisis real. Es lo más parecido a la situación donde el antiguo conquistador europeo, que iba detrás del oro en America o del diamante en África, no solo necesitó de la fuerza bruta para conseguir el objeto de su deseo sino también la fuerza ideológica para imponer al resto del mundo el reconocimiento del valor de esos minerales primero y el reconocimiento de sus representaciones abstractas en forma de dinero papel, de intereses y de deudas impagables más tarde. Pero tanto el dinero como una deuda no valen nada si entre deudor y acreedor no media un reconocimiento implícito y explicito sobre ese valor. Esta relación que une al beneficiado con perjudicado de mutuo acuerdo, normalmente se da de forma implícita e incuestionable, pero en última instancia la relación está garantizada por el Estado que no solo legaliza la relación sino que tiene la facultad de validar al beneficiado en casos en que el perjudicado cuestione el reconocimiento de dicha relación simbólica.
En la crisis actual ese «acuerdo implícito» entre el mundo material y el mundo simbólico se mantiene a pesar de una ruptura entre ambas categorías, entre lo abstracto y lo concreto, entre lo simbólico y lo material. Sin dar noticia de la ruptura, ambas partes buscan desesperadamente su autoregeneración según las leyes y fórmulas anteriores. Es lo que se llama «botton up», o rebote de las graficas del Down Jones, por ejemplo. Cuando esto ocurra, significará que los inversionistas han vuelto a confiar en el mundo material y los capitales (el agente del mundo simbólico) volverán a fluir hacia dichos templos financieros. Algunos meses después los trabajadores ocuparán nuevos puestos de trabajo, no obedeciendo a las leyes del mundo material sino a las leyes del mundo abstracto, simbólico, que el capitalismo ha fracturado en su desesperada empresa de generar valores materiales. Y todos nos afanaremos por aprender las nuevas leyes del juego en la lucha por no caer fuera del único sistema sin alternativas a la vista dentro de la cultura en la que nacimos -incluido los países que se llaman socialistas, que no conforman un mundo aparte sino una variación dentro del mundo capitalista-financiero.
Como lo bosquejamos en un ensayo anterior, el mundo actual casi no puede ser entendido según el clásico modelo marxista donde la infraestructura (el mundo material) determina o condiciona radicalmente la supraestructura (el mundo simbólico) sino que cada vez más es el mundo simbólico, a través de una tiranía ideológica asentada en los centros de poder financieros, la esfera que hace orbitar el mundo material según sus intereses y necesidades. Una tiranía sistemática, ideológica y monetaria. ¿O no es tiranía la que sufren los trabajadores del mundo, absolutamente a merced del estado de ánimo de los inversionistas, es decir, de los venerados dueños del mundo? No es una tiranía con un rostro personal, amargo y oscuro. Es una tiranía que se expresa con sonrisas en los medios de incomunicación. Una tiranía ideológica que exige el reconocimiento de que el mundo funciona y existe gracias a ella. Una tiranía del mundo simbólico desgarrado del mundo material y del mundo humano. Una tiranía del consumismo y la inestabilidad psicológica. Una tiranía dulce, por momentos orgásmica, pero tiranía al fin.