El saber debería ser entendido como la poética del mundo: un lugar, en términos heideggerianos, en el que el sentido es otorgado no por aquello que se observa y se toca, sino por lo que podemos interpretar de lo materialmente existente.
El simbolismo de lo real implica un ejercicio de apropiación del saber que existe sobre lo real, las formas en que se interpreta dicha realidad, pero también las formas como esta ha sido construida en esa relación indiscutible entre el tiempo y el espacio. Allí donde el tic-tac del tiempo se expresa, ha de existir la posibilidad de construir un saber sobre la realidad que busque expresar de manera directa las relaciones dadas: el poder, la pobreza, la explotación, pero sobre todo la tríada humano-tiempo-espacio.
Karl Marx, en El Capital, buscó comprender la manera en que las relaciones dadas por un tipo concreto de producción incidían y se expresaban de forma directa en variables tan concretas como el salario, la ganancia y la existencia de algo conocido como mercancía. Sin embargo, lograr dicha descripción de la realidad en la que habitaba no solo requería un saber en términos de lo teórico y conceptual, también implicaba interpretar aquellas relaciones que se daban entre el burgués y el proletariado, al tiempo que se leían aquellas variables que incidían en el proletariado de forma individual, y en el burgués de la misma forma.
De esta manera, lo simbólico emerge de lo real, y lo real se materializa a través de un saber, en donde el saber se convierte en poesía, no entendida únicamente como la forma literaria de la expresión, sino como la combinación entre emoción, conocimiento y ritmo, o lo que es lo mismo, tiempo.
En este sentido, la mortalidad humana —esa indiscutible finitud del ser en su lucha con el tiempo— implica necesariamente que ningún ser humano puede lograr concebir el mundo como ente total. Es imposible entender y expresar todo lo que pasa en el mundo, y mucho menos en el universo; para ello se requiere sumar, y no como mero ejercicio acumulativo, múltiples saberes que han de tener como fin comprender y poetizar la realidad.
Sin embargo, en la actualidad —y sé muy bien que es un lugar común— la acumulación de saber pareciera desligarse de este ejercicio, en donde el objetivo no es comprender aquello que ocurre, sino simplemente extender y ampliar las múltiples interpretaciones que pueden existir sobre un mismo objeto. Y si bien algunos plantearán que no existe diferencia alguna entre interpretar y comprender, he de decir que su diferencia es tan amplia como la distancia que puede existir entre contar el contenido de un film y verlo directamente.
En los últimos años, nos hemos venido quedando simplemente con interpretaciones vagas. El saber es cada vez más repetitivo y menos poético. Se distancia cada vez más de aquella relación inicial en la que todo saber buscaba dar explicación a lo materialmente existente, para convertirse en una relectura de las explicaciones de lo materialmente existente. De esta manera, se legitima cada vez más cualquier tipo de posición sobre la realidad, llegando al punto de negar elementos que se observan como ciertas máximas del pensamiento humano.
Ahora bien, si bien no todo saber es ley, esto implica que, en la misma medida, todo saber ha de ser construido y constituido desde un marco de comprensión de la realidad tan amplio que limite al máximo las posibles inconsistencias a las que cualquier humano puede estar expuesto. Sin embargo, negar desde el absurdo, negar la existencia misma de lo real, configura cada vez más la mentira como verdad.
Aquí se encuentra, pues, que existe una intencionalidad por parte de algunos sectores sociales de instituir el saber como mera construcción mítica, como interpretación de mundo y no como comprensión del mismo. Puesto que la interpretación puede tender de forma mucho más sencilla y simple hacia la mentira y la imposición de la subjetividad sobre la racionalidad, desvirtuando incluso los ejercicios lógicos como línea de acción, para imponer como ley la validación etérea de cualquier tipo de idea.
Hace unos días, se pudo observar cómo fue otorgado el premio Princesa de Asturias al escritor coreano Byung – Chul Han, supuestamente por sus aportes al pensamiento. Sin embargo, nada más distante de ello, pues sus más grandes aportes han sido los lugares comunes de la interpretación y la repetición de lo que ya se ha dicho. Allí, nuevamente, no existe un saber poético como comprensión de la realidad y su ritmo, simplemente una interpretación de las interpretaciones que ya han sido dadas en el pasado.
En definitiva, nos acercamos cada vez más a una crisis del saber. No solo comprendiendo esto como una crisis de la ciencia, sino como una crisis del ser en cuanto ser: ese enfrentamiento a la realidad que nuestros antepasados enfrentaron a través del mito y la leyenda, hoy lo vemos enfrentado no a través de la construcción de lecturas mágico-religiosas, sino a través de mentiras tan absurdas y tan repetitivas que terminan por convertirse en expresiones de la “verdad”.
El desarrollo de nuevas tecnologías, que permiten interpretar ingentes cantidades de información en muy corto tiempo y de forma bastante exacta, no pareciera facilitar de manera real las actividades humanas. Por el contrario, implica perder la capacidad de adquirir el saber del que hablamos, implica reducir la posibilidad de comprender la realidad y, por ende, de expresar aquello que se comprende. Decir que vivimos en la edad de la desesperanza no pasaría de un lugar común; sin embargo, pareciera lo contrario: se ha desarrollado una esperanza excesiva soportada en el valor de la mentira y en la validación automática de cualquier tipo de afirmación que se realice sobre la realidad.
Existe una premisa, impresa ampliamente en las obras de Paulo Freire: para transformar el mundo es necesario comprenderlo. Pero, nuevamente, comprenderlo es muy diferente a solo interpretarlo. Por ello, entre menos relación tengamos con la construcción del saber, menos comprenderemos la materialidad de la realidad, y así mismo, más dóciles y proclives a la mentira seremos.
Juan Sebastian Sabogal Parra. Miembro del Colectivo de docentes Leonardo Posada Pedraza- William Agudelo.
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