Vienen sin cimitarras ni alfanjes; pero vienen. Cargan escueto equipaje, porque al Paraíso ha de entrarse desnudo, o casi desnudo. El viaje resulta purgatorio imprescindible, si un traspié causado por proverbiales policías de frontera, entre otros obstáculos de signo mayor, no los hacen caer en el infierno del regreso renuente. Porque purgatorio son las varias […]
Vienen sin cimitarras ni alfanjes; pero vienen. Cargan escueto equipaje, porque al Paraíso ha de entrarse desnudo, o casi desnudo. El viaje resulta purgatorio imprescindible, si un traspié causado por proverbiales policías de frontera, entre otros obstáculos de signo mayor, no los hacen caer en el infierno del regreso renuente. Porque purgatorio son las varias semanas de camino, al borde de la asfixia, en compartimentos secretos de camiones de largo aliento -todo un continente bajo sus ruedas-, en medio de peligros que no caben en estas líneas. Purgatorio, el punzante miedo a fallar, a tener que retornar a casa.
Gran Bretaña, Europa, rebosan de kurdos de Turquía, por ejemplo. Y digo por ejemplo pues no resultan estos los únicos «infieles» empecinados en reeditar lo que algún que otro xenófobo trasnochado podría considerar una Cruzada al revés, lívido ante la posibilidad de que la historia se repita no siempre como farsa, sino como drama.
El ejército de estos nuevos ¿cruzados? está hecho también de asiáticos, y de subsaharianos que atacan por sorpresa y cunden, horadando o saltando barreras, en los dos pequeños enclaves españoles de Ceuta y Melilla, en la costa de Marruecos; o en las Islas Canarias. Y sobre todo de aquellos europeos orientales que cambiaron una realidad gris, en su concepto, por una en verdad policroma… solo que avara en repartir los colores. ¿Acaso no hay ahora cien pobres por cada rico, como mínimo?
Pero Europa rezuma sabiduría. Es tan vieja. Los ministros de Justicia e interior de la Unión han respondido con legiones que se pierden en lontananza, y de filas cerradas a cal y canto. Han reforzado Frontex, la agencia de control de fronteras externas, y avanzado en la elaboración de medidas para promover la inmigración legal a los países comunitarios, en desmedro de la ilegal, por supuesto. Claro, ni cortos ni perezosos, juegan a la «dialéctica». Mientras analizan la posibilidad de creación de un sistema de inmigración temporal, y se solazan en el recuento de lo hecho en Mali, donde se ha instalado un centro de información laboral, experiencia piloto que se extenderá a otros naciones, disponen la fundación de «equipos de reacción rápida», que asisten a los miembros zarandeados por crisis migratorias.
Desde ya estos equipos dispondrán -19 integrantes de la UE se han comprometido a ello- de un rosario de nuevas aportaciones, trasuntadas en ocho aviones, 13 helicópteros, 48 barcos y 284 «elementos técnicos». Todo un derroche de solidaridad… entre fieles.
Porque con los «infieles»… Aunque diversos expertos coincidan en que no se trata de una extrema derechización, el caso de Alemania pone a pensar, y a temblar, no solo a los kurdos de Turquía y otros ¿cruzados?, sino a toda persona avisada y desprovista de los prejuicios inherentes a una fantasmagórica guerra de civilizaciones. El saludo de «Sieg Heil, Sieg Heil» («¡Viva la victoria!») lanzado por ciertos jóvenes congregados para conmemorar un aniversario más de la «Noche de los cristales rotos» -trágica jornada de 1938 cuando riadas de nazis quemaron cientos de sinagogas y almacenes judíos en todo el territorio del Reich-, ese saludo, sí, se animó una vez más por el espíritu de la xenofobia, que, según los vociferantes mozalbetes, quita a los genuinos representantes de la raza aria puestos de trabajo y otros privilegios de un Estado de bienestar de por sí quebradizo. Y les imponen su cultura, y la delincuencia.
Solo que, en opinión de más de un entendido, la economía sumergida deviene uno de los gérmenes más importantes de la inmigración clandestina, con lo cual se desmiente a quienes sostienen que la mano de obra «importada» significa el factor de precarización de los mercados de trabajo por antonomasia. Estudios asidos por personalidades como Rodolfo Benito, miembro de la Comisión Ejecutiva Confederal de Comisiones Obreras de España, apuntan que, tanto en ese país como a nivel internacional, no se puede «confirmar que el impacto de llegada de población inmigrante sobre el tipo de empleos o los salarios sea significativo; ni tan siquiera que tal relación exista».
Pero, más allá de ello, la solución de una contradicción evidente pondrá las cosas en su justo sitio. Si nos atenemos a la sabiduría de expertos tales el conocido Sami Nair, los xenófobos de flamante cuño no saben, porque nadie se los dice, que los inmigrantes está contribuyendo a la riqueza del país de acogida, además de contribuir a su propio bolsillo. Entonces, al parecer hay quienes están empecinados en transformarlos en chivos expiatorios -caramba, en «cabezas de turco»- de la precariedad, de la crisis actual. Crisis como la que, en su momento, fomentó el nazismo y los fascismos en la civilizada Europa.
Esa misma que, espeluznada por la mera idea de una Cruzada al revés, a la larga no podrá vivir sin el aporte económico -¿y por qué no cultural?- de los «invasores». Los cuales, de serlo, habrán cambiado alfanjes y cimitarras por un arma más a tono con los tiempos. Por la fuerza de trabajo.