Dejamos la cuarentena y entramos en sesentena primero y ya en cientena, con la pregunta del millón dando vueltas: ¿Qué pasará en la pospandemia? Esta cientena nos tiene a mal traer. Uno que se sentía seguro con su trabajo, sabe hoy que puede volverse desocupado en un abrir y cerrar de ojos, si es que ya no lo está y ni siquiera se enteró.
Fabulan que esta historia empezó con una sopa: un chino se comió una de murciélago, y ahora se receta distanciamiento y cuarentena. El mundo se ha volcado entre el pánico, la ciencia, el escepticismo y la distopía que ha provocado el nuevo coronavirus. La normalidad que conocimos no existe más, se ha ido para siempre. Ya ni siquiera se llama normalidad.
Lo tenemos en claro: no vamos a abrazarnos ni estrechar las manos y vamos a andar con barbijos hasta que haya una vacuna. Para las coquetas, salieron a la venta los barbijos de marcas famosas que tienen el mismo efecto que las caseras, pero eso sí, son mucho más caras.
Dejamos la cuarentena y entramos en sesentena primero y ya en «cientena», con la pregunta del millón dando vueltas: ¿Qué pasará en la pospandemia? Esta «cientena» nos tiene a mal traer. Uno que se sentía seguro con su trabajo, sabe hoy que puede volverse desocupado en un abrir y cerrar de ojos, si es que ya no lo está y ni siquiera se enteró.
Tenemos miedo a todo, sobre todo a lo que vendrá. Éste es un miedo novedoso, callado, solapado, escondido y agazapado, que nos hace abrazar con fuerza las almohadas, que es lo único que podemos abrazar para sacarnos el temor.
La cuarentena sirve para angustiarse pensando en sobrevivir. Súmele el encierro y el miedo al virus. Hay mucho miedo, y éste es –también- un recurso usado por quienes mandan, para mantener el rebaño más o menos ordenado.
Esto no es nada novedoso. Lo hizo la iglesia cristiana durante dos milenios casi, y también –antes y después- los judíos, musulmanes, hindúes, que invocaron la ira de las deidades para ordenar las sociedades; inventaron rituales, formas de obediencia, pecados imperdonables. En ciertas épocas no tan lejanas instalaron el terror para mantener el control del «rebaño» (y ahora algunos pentecostales insisten con el mismo verso).
También es cierto que la pandemia ha llevado a un aumento alarmante en el comportamiento autoritario de los gobiernos de derecha, aquí en América Lapobre y en el resto del mundo, que están utilizando la crisis para silenciar a los críticos, según dicen en una carta abierta que firmaron más de 500 exlíderes y ganadores del premio Nobel.
Muchas conductas se observan refractarias a las normas, unos por patanería o inconsciencia, por razones de supervivencia, otros por razones ideológicas u odios apenas partidistas.
Y quizás ahí anide esa negación donde ignorar el peligro oficia como una fórmula para que ese peligro no exista. Hasta que sale a buscar un respirador y una cama en algún hospital y lo virtual se convierte en la cruda y dura realidad.
Pensadores contemporáneos han publicado sus propias reflexiones sobre la pandemia y los efectos que tendrá. Por ejemplo, “El coronavirus es un golpe al capitalismo al estilo de Kill Bill y podría conducir a la reinvención del comunismo”, escribió el filósofo, sociólogo, psicoanalista y crítico cultural esloveno de moda, Slavoj Žižek. Amén.
Y nuestros opinadores repiten el pensar del norte, que a pesar de estar igualados por la pandemia, sigue siendo el norte, olvidando la necesidad perentoria de vernos con nuestros propios ojos y teniendo en cuenta, siempre, que nuestro norte es el sur. ¡Qué buena oportunidad para intentar retomar el pensamiento crítico latinoamericano, pensando en qué pospandemia –para todos- podemos ir diseñando!
Algunos aluden a una motivación de cambio, otros a un reflejo de la disfunción social y económica, y otros más al poder de los medios y las redes sociales, sin duda más virales que el virus mismo.
Uno de los grandes y graves problemas del distanciamiento social y las medidas sanitarias tomadas en (casi) todo el mundo por la pandemia del coronavirus es que nos han convertido a todos en alcohólicos o en alcoholengélicos. El olor a alcohol no nos sale de la boca, como era el caso de una santa borrachera, sino de nuestras manos.
Pero no hay mal que por bien no venga (uno tiene una cantidad de refranes a disposición que debe usar en alguna parte de la nota). Los barbijos significaron un ahorro en afeites, maquillaje y lápiz labial, pero a medida que el mundo adopta el uso de máscaras faciales, ha surgido un efecto secundario: los dermatólogos están viendo un aumento en los casos de brotes de acné, que afecta las áreas de la boca y la nariz.
Lo peor de las cuarentenas o «cientenas» es que uno se va acostumbrando a ellas. Vivimos la pandemia virtualmente y la soportamos realmente. En estas medidas de distanciamiento o aislamiento social, los matrimonios o parejas deben estar, obligatoriamente juntos, cara a cara, las 24 horas de todos los días, muchos en pequeñas casas o apartamentos.
¿Habrá subido el índice de separaciones y divorcios? Y ni hablemos de los mártires que tienen suegras viviendo con ellxs (sí, este chiste hoy es políticamente incorrecto).
Uno se va acostumbrando a mirar a los vecinos desde la ventana, a no acercarse a menos de metro y medio de los amigos –ni de los enemigos-, a apagar el televisor, cansado de ver series y películas porque los noticieros uno dejó de verlos a la segunda semana, convencido de que es difícil superar tanta mediocridad, tanta mentira, feikniús, manipulación del imaginario colectivo…
Curas milagrosas, teorías conspirativas, (des) informaciones médicas, catástrofes inminentes viralizadas por las redes sociales y difundidas como ciertas por los medios, circulan, se reproducen. La incertidumbre, el miedo (muchas veces actuado en cámara)y los intereses políticos alimentan el floreciente mercado de la información falsa.
La cuarentena se vuelve una enfermedad, aunque la enfermedad es la infección del coronavirus. El aislamiento no es un castigo, dicen, sino una herramienta terapéutica, pero dolorosa, que atenta contra nuestro sistema de relaciones, la psiquis, la economía.
Hay gente –de alguna forma hay que llamarlos- como Olavo de Carvalho, el astrólogo terraplanista y gurú del presidente brasileño Jair Bolsonaro, que dice que el covid-19 no existe, y que la globalización es una invención de los comunistas. También están quienes afirman que la pandemia es un engaño chino y por ello son anticuarentena y defensores a ultranza de los negocios (ni siquiera los propios) antes que de la salud.
Claro, también hay gente que dice y escribe que el mundo fue creado hace 6.010 años, que los dinosaurios jamás existieron, que el hombre nunca llegó a la Luna y que todo fue un montaje holiwudense, que el centro de la Tierra es hueco, habitable y que por allí anda Adolfo Hitler. Ah, y están quienes aún hoy aseguran que Carlos Gardel no murió en Medellín hace 85 años…
(La computadora me sorprende reproduciendo Cuesta Abajo, y ahí está Carlitos cantando “…ahora, cuesta abajo en mi rodada,/ las ilusiones pasadas/ yo no las puedo arrancar./ Sueño/con el pasado que añoro,/ el tiempo viejo que lloro/ y que nunca volverá”).
Volver, pero con la frente marchita. La alusión a una vuelta a la normalidad tal vez devenga de una expresión de deseos, y quedará para un tiempo futuro aún no definido. Ese viaje de regreso observará varias escalas (ojalá que con otros pilotos), sin duda.
Permítame salir de América Lapobre y dar una vueltita por los países “serios”, civilizados, que suman centenares de miles de muertos por coronavirus y están al borde la peor crisis económica. Esos países que nuestros queridos y generalmente diestros gobernantes y los medios hegemónicos dicen que debemos imitar para salir del subdesarrollo.
Dos pantallazos primermundistas
Uno: Michael Flor salió en sillas de ruedas y ovacionado por el personal sanitario que lo atendió en un hospital al este de Seattle, en Estados Unidos. Sus 62 días internado lo hicieron famoso en el estado de Washington por pasar más tiempo que nadie luchando contra el coronavirusen un centro médico.
No podía imaginar que volvería a ser noticia unas semanas después al recibir la factura del hospital por un 1.122.501 dólares, una cuenta que ilustra lo desquiciante del sistema sanitario en la primera potencia mundial.
Dos: Alemania fue el primer país europeo que volvió a confinar a alrededor de 600.000 personas, después de una explosión de casos de coronavirus en dos cantones de Renania-del-Norte-Westfalia, Gütersloh y Warendorf. En el origen de la decisión está una explosión del número de cerca de 1.600 casos positivos en el matadero Tonnies, en Gütersloh, uno de los más grandes de Europa.
La mayoría de sus 6.700 empleados son inmigrantes búlgaros y rumanos, que trabajan en condiciones precarias y se alojan en promiscuas residencias comunes. La totalidad del personal del matadero y sus familias -unas 7000 personas- fueron puestas en cuarentena, 21 personas debieron ser hospitalizadas y seis están en terapia intensiva.
Más de 300 policías fueron enviados al lugar para hacer respetar las medidas sanitarias e impedir que los productos llegaran a los consumidores. Seguramente los manden a algún país subdesarrollado, para poder empezar a desarrollar una nueva pandemia.
Augusto Monterroso, escritor guatemalteco-hondureño-mexicano, escribió un excelente cuento de apenas siete palabras: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Lamentablemente, mañana, cuando despertemos abrazados a la almohada, la pandemia seguirá ahí.
*Periodista y comunicólogo uruguayo. Magíster en Integración. Fundador de Telesur. Preside la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA) y dirige el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la) y susrysurtv.