Decía Freud que, a lo largo de la historia, la humanidad había sufrido tres grandes «heridas narcisistas», es decir, tres golpes de gracia en su orgullo colectivo como especie. La primera fue la revolución copernicana: no somos el centro del universo, sino los modestos inquilinos de un pequeño planeta que gira alrededor de una estrella […]
Decía Freud que, a lo largo de la historia, la humanidad había sufrido tres grandes «heridas narcisistas», es decir, tres golpes de gracia en su orgullo colectivo como especie.
La primera fue la revolución copernicana: no somos el centro del universo, sino los modestos inquilinos de un pequeño planeta que gira alrededor de una estrella periférica de una de las incontables galaxias perdidas en el espacio.
La segunda fue la teoría de la evolución (que, por cierto, hace mucho que dejó de ser una teoría para convertirse en una evidencia irrefutable). La raza humana no es algo aparte, el resultado único e inigualable de un acto de creación especial, sino un eslabón de una cadena evolutiva que nos emparenta con todos los demás seres vivos y nos convierte en primos cercanos de los simios.
La tercera gran herida narcisista fue, según Freud, el propio psicoanálisis, o, más exactamente, la constatación de que nuestra conducta viene determinada en gran medida por procesos inconscientes que no sólo no controlamos, sino que ni siquiera conocemos.
No sabemos si Freud llegaría a darse cuenta de que, a principios del siglo XX, la humanidad sufrió una cuarta herida narcisista comparable a las tres anteriores, y en cierto modo aún más profunda. Tuvo tiempo de sobra (Freud murió en 1939), pero tal vez le faltaran la disposición mental y los conocimientos necesarios para reconocer los síntomas de esa cuarta herida. Pues muy pocos han comprendido, en los cien años que ya han transcurrido desde la formulación de la teoría de la relatividad, que esa deslum- brante revolución científica (consumada por la mecánica cuántica), a la vez que pone en nuestras manos un extraordinario poder, nos enfrenta a una insospechada impotencia intelectual. Einstein, que solía decir: «Si no puedo dibujarlo, no lo entiendo», nos ha legado, paradójicamente, un mapa del mundo indibujable.
El nuevo modelo de la realidad que se desprende de la relatividad y de la mecánica cuántica, es de una precisión maravillosa, pero a la vez resulta intrínsecamente incomprensible, inaccesible a la imaginación; más aún, ofensivamente contrario a la intuición. El espacio y el tiempo son nuestros referentes más básicos e inmediatos, el substrato de nuestras percepciones (es decir, de nuestra existencia misma, como ya lo comprendió Berkeley cuando dijo que ser es percibir). Y la relatividad demuestra que los dos absolutos newtonianos, los dos pilares de la realidad, no sólo no son absolutos sino que ni siquiera son dos: forman una sola entidad indivisible y maleable, un inconcebible espacio-tiempo que se estira y se dobla como un chicle tetradimensional.
Y, por si esto fuera poco, la mecánica cuántica añade que las inexorables cadenas de causas y efectos que hacen del mundo un lugar ordenado y previsible, no son más que la superficial apariencia macrofísica de un inconcebible microcosmos donde reina el azar.
Podríamos sumar a la lista una quinta herida, infligida en el corazón mismo de nuestra racionalidad por los teoremas de Gödel, que introdujeron en el aparentemente imperturbable campo de la lógica el concepto de indecidibilidad. No sólo no controlamos plenamente la elusiva realidad exterior, sino ni siquera nuestros propios constructos mentales: como demostró Gödel en 1931, no podemos enunciar sistemas lógicos de una cierta complejidad (como, por ejemplo, la aritmética elemental) que sean coherentes y completos, pues siempre contendrán proposiciones indecidibles, es decir, de las que no podremos decir si son ciertas o falsas.
Corren, pues, malos tiempos para el dogmatismo. Pero, paradójicamente, también son tiempos difíciles para el pensamiento libre (valga el pleonasmo, ya que si no es libre no es pensamiento). Pues el establishment, que intenta llevar todas las aguas a su molino y triturar en él todas las ideas potencialmente subversivas, ha derivado de las fecundas corrientes relativizadoras del siglo XX el espúreo relativismo posmoderno de los «nuevos filósofos», el «pensamiento débil» y las diversas trivializaciones del estructuralismo, entre otras mixtificaciones. «Los grandes discursos globalizadores ya no sirven», dicen los voceros de un neoliberalismo ferozmente globalizador, y al decirlo señalan con dedo acusador o gesto displicente hacia el marxismo.
Pero, por el contrario, los discursos globalizadores son más posibles y más necesarios que nunca. Y no tienen nada que ver con el dogmatismo. De hecho, el más globalizador (y eficaz) de los discursos, el discurso científico, es a la vez el menos dogmático, el más consciente de su provisionalidad y de sus límites. Unos límites que la relatividad, la mecánica cuántica y los teoremas de Gödel, entre otros grandes logros intelectuales del último siglo, han definido con una claridad deslumbrante, provocando un cambio de paradigma que, lejos de debilitar el pensamiento, lo ha fortalecido extraordinariamente. Un cambio de paradigma que, hasta hoy, sólo de forma superficial, cuando no mixtificadora, ha dejado sentir su influencia fuera del campo estrictamente científico. Y, por tanto, una de las más urgentes tareas que nos impone el turbulento siglo que empieza es la de asimilar, difundir y poner al servicio de la sociedad las trascendentales hazañas intelectuales del anterior.
Una dialéctica sin dogmas, hija del marxismo del siglo XIX y de la ciencia del siglo XX, tiene que ser el instrumento teórico del socialismo sin represión y sin fronteras del siglo XXI.
* Carlo Frabetti – Escritor y matemático.