La «Cuba del futuro» es una frase atribuida al destacado director de cine Fernando Pérez para referirse a los casi quinientos jóvenes concentrados frente al Ministerio de Cultura el pasado 27 de noviembre para reclamar derechos de forma pacífica.
El director de películas como Suite Habana e Insumisas dijo: «En esta acción pacífica frente al MINCULT, percibo el inicio de un nuevo lenguaje que le hace falta a la cultura cubana y a este país».
Ese día frente al Ministerio de Cultura se dieron cita algunos jóvenes laicos católicos y sacerdotes. Este artículo busca responder a la pregunta de por qué estaban ellos allí.
A raíz de la irrupción del internet en Cuba, se ha visibilizado la pluralidad de voces que luchan porque sus demandas de diferente índole –religiosas, de clase, género, raza, ambientalistas, ideológicas, artísticas– sean escuchadas por las instancias decisoras de la nación. Para entender el fenómeno, debe volverse a 1959 cuando inició el período denominado por muchos teóricos, como el sociólogo Juan Valdés Paz, «Revolución en el poder».
En cierta ocasión, el fallecido cardenal cubano Jaime Ortega me compartió una anécdota sobre una conversación que sostuvo en la década de los ochenta con el Papa Juan Pablo II, actualmente considerado santo por la Iglesia. Ortega le aseguró que la Revolución cubana era un proceso irreversible y el Sumo Pontífice le respondió que lo único irreversible en el mundo era Dios.
En esa ocasión el debate permaneció en una esfera cuasi-religiosa, pero la idea defendida por el cardenal cubano y otros destacados intelectuales católicos, como monseñor Carlos Manuel de Céspedes o los laicos Raúl Gómez Treto, Juan Emilio Friguls, Enrique López Oliva y Wafrido Piñera, tiene elementos válidos, pues parte de que es imposible borrar o invisibilizar la historia que coronó el proceso revolucionario de 1959.
Es una corriente de pensamiento católico que considera como justicia social la derrota de Fulgencio Batista, luego de haber usurpado el poder mediante un golpe de Estado y establecer una dictadura en Cuba. No creían pertinente refutar la idea de la validez de la Revolución, sino que aceptaban su legado. Sus pedidos van en pos de cómo se puede hacer más democráticas las instituciones vigentes en el país.
Pero como todo proceso histórico, la realidad revolucionaria en el poder legitimó su propio camino a través de métodos que sustituyeron de diversas formas – no exentas de errores– a las instituciones que de la sociedad civil de la Cuba anterior e inmediatamente posterior a 1959. En su lugar, se crearon instituciones y organizaciones adscritas a la ideología de los viejos cuadros del Partido Socialista Popular (PSP) con una gran dependencia a la URSS. Es un proceso de institucionalización de la Revolución que se consolidó con la aprobación Constitución de 1976.
Lo que empezó a suceder hace varios años fue que esas instituciones «revolucionarias» comenzaron de a poco a perder su capacidad de aglutinar las bases sociales, producto a un desgaste sistemático de su estructura y tocadas también por la prolongada crisis económica que ha vivido el país con mayor fuerza desde la década del 90 y en la actualidad por la COVID 19.
Nuevos tiempos en Cuba
Entonces en el país ha surgido una nueva generación de cubanas y cubanos que ven cómo sus intereses religiosos, políticos, sociales y culturales, desbordan la institucionalidad tradicional y sus demandas van enfocadas en hacer más democráticas esas instituciones. Es ahí, en la búsqueda de procesos más inclusivos dentro de la institucionalidad existente, donde se puede ubicar la filosofía de los nuevos grupos de participación social católica como Pensemos Juntos o Areópago Cubano.
Deben diferenciarse el surgimiento de estos espacios –en su mayoría virtuales– de articulación con inspiración católica de otras organizaciones emanadas de la misma espiritualidad, como Convivencia que tiene un perfil vinculado a pensar la política. No por esto carecen sus agendas de puntos en común.
Ilustro con un ejemplo mi planteamiento: muchos de los nuevos grupos de inspiración católica que desde la Doctrina Social de la Iglesia intentan generar una voz para dialogar con diversos actores de la sociedad civil, estatales e independientes, no tienen entre sus postulados y objetivos el enfrentamiento al proyecto ideo-político de la Revolución.
Muchos de sus integrantes –destaco la diversidad de sus miembros– reconocen el legado histórico de ese proceso en Cuba. También un número considerable de ellos está en contra del bloqueo/embargo impuesto por los Estados Unidos.
Como expresó el fallecido Obispo de Santiago de Cuba, monseñor Pedro Meurice, durante la visita del Papa Juan Pablo II a esa ciudad oriental, es necesario «no confundir la Patria con una Ideología». La guerra civil que logró el triunfo de 1959 tuvo como artífices a muy diversos sectores de la población, entre los cuales, por supuesto, se cuentan numerosos católicos –vale mencionar, al laico José Antonio Echeverría o al Comandante/Sacerdote Guillermo Sardiñas.
Estos grupos de católicos, en su mayoría jóvenes, no deben ser encuadrados –como casi ningún otro grupo– dentro de la dicotomía «Revolución/Contrarrevolución». Si bien tienen demandas dentro del espectro político, muchas están vinculadas con el desbordamiento del cauce institucional que el sistema político ofrece para su representación.
El plano educativo puede demostrar esto: si se le pregunta a algún joven católico si está a favor de que la educación sea gratuita y universal, la respuesta seguramente será afirmativa. Sin embargo, esa persona que ha sido formada en el sistema educativo socialista probablemente se cuestiona el por qué sus hijos no pueden ser educados dentro de un currículo escolar que incluya religión –en un sentido amplio– y tenga una menor carga ideológica.
La Conferencia Episcopal Cubana en su último Mensaje de Navidad pidió «que no tengamos que esperar a que nos den desde arriba lo que podemos y debemos construir nosotros mismos desde abajo». Estos movimientos que vinculan tanto a consagrados como a laicos en su mayoría menores de 40 años, se han solidarizado con otros grupos de la sociedad civil, como el 27N o los periodistas independientes, en pos de dar un impulso a temas sociales –desarrollo económico, raza, medio ambiente, clases, libertad religiosa– que tienen escasos canales oficiales para formular propuestas desde la pluralidad.
Para construir una Cuba mejor
En los espacios que pretenden impulsar debe primar la igualdad política y social, entendida como «la libertad política con capacidad de auto-organización, de contestación, de creación y de participación respecto a las decisiones estatales, con poder de decisión de los ciudadanos/trabajadores sobre los procesos que afectan sus vidas; y por igualdad social, el despliegue de la justicia social, la lucha por la eliminación de la desigualdad y la pobreza, y no alguna clase de igualitarismo represivo».
Desde la lectura de la carta «He visto la aflicción de mi pueblo», escrita por sacerdotes y laicos y firmada por más de 700 personas, se vislumbra una visión de lo político como un mapa de la singularidad de cada uno de los actores sociales de nuestro país. Para el documento, lo político debe abogar por que el dialogo con los sectores opuestos a la visión del futuro de Cuba que tiene el Partido/Gobierno, no sea representado como un escenario de confrontación y el odio, sino de conciliación y amor.
Aunque parezca utópico, dentro de los mensajes entre líneas del documento puede leerse la convocatoria para que la institución oficial abogue conscientemente por su democratización. Esto le daría también participación a sectores no afines a la ideología del Partido Comunista, que podrían empezar a sentirse representados por ella.
Entre los grandes desafíos de estos espacios está el descubrir cuáles son los niveles de comunicación que desean manejar con respecto a otros actores. Es sabido que el modo en que nos comunicamos implica siempre una propuesta relacional. ¿Qué tipo de vínculo pretendemos crear –amistoso, competitivo, paternalista, etcétera–?
Por el momento, el primer paso sería definir una estructura sólida de articulación y también localizar los horizontes a los que se desea llegar, paso complejo pues estamos hablando de procesos en construcción donde aún no existe un consenso sobre cuál será el rol de cara al futuro.
Otros desafíos para esos grupos católicos son los de pensar desde el Evangelio y la Doctrina Social de la Iglesia cada acción a ejecutar, valorar el poder convocador de la oración –como expresión espiritual del movimiento–; saber poner el acento en las palabras precisas para que sin faltar a la verdad, se puedan construir espacios tangibles de diálogo.
Igualmente debe definirse la naturaleza de la relación a forjar con otros actores, basado en el respeto a las diferencias. Los líderes de esos procesos, muchos de ellos aún sin definir claramente, deben darle la importancia justa a su credibilidad y coherencia para evitar que sean vistos solo como movimientos clericales. Es clave dar desde estas plataformas ejemplos de solidaridad, donde laicos y consagrados se unan para construir en Cuba la verdadera amistad social.
Si se intentara describir esta nueva generación de jóvenes católicos sería bueno dibujarlos como sujetos entrenados en el arte de vivir entre fronteras, sobre todo por el desafío generacional que representa para sus familiares de mayor edad o con militancia dentro del sistema oficial, sus demandas y deseos de participar en la construcción de «la Cuba de futuro». Son muchachas y muchachos sin entrenamiento político y dispuestos a reescribir su historia desde una espiritualidad cristiana cultivada en los deseos de apostar por el bien.
Para muchos, lo que presenciamos es solo un entusiasmo juvenil católico cubano, pero si se leen con detenimiento las acciones realizadas, se da cuenta de la profundidad de los principios que las guían. Es esperanzador ver la dimensión espiritual de sus gestos, pues no tienen como centro el alcanzar beneficios materiales. Sus palabras parecen gritar que no hay evangelización sin los deseos de transformar para bien el mundo.
Para ellos, la acción de construir la justicia social en nuestra nación no encuentra sentido y finalidad en la sola aceptación y transmisión de un contenido conceptual, sino que implica necesariamente la transformación hacia la democracia verdadera. Esta democracia no es la que se queda en lo discursivo de las estructuras de poder que marginan y matan la otredad de la persona y la sociedad. Esa Cuba del futuro soñada por ellos huele a esperanza.