En España hay una vasta yuxtaposición de culturas, pero poca cultura. Y muy poca cultura de la conversación. Y si no es fácil en España la conversación amena, los tiempos convulsos de la política que atravesamos amenazan hacerla menos interesante ante el riesgo de encono por la maledicencia superlativa, agigantada además, por los medios de […]
En España hay una vasta yuxtaposición de culturas, pero poca cultura. Y muy poca cultura de la conversación. Y si no es fácil en España la conversación amena, los tiempos convulsos de la política que atravesamos amenazan hacerla menos interesante ante el riesgo de encono por la maledicencia superlativa, agigantada además, por los medios de comunicación…
En su ensayo Miniaturas, Emil Ludwig dice que el ideal de la conversación es semejarse al mecanismo de una composición de música de cámara. Cada conversador se constituye sucesivamente en solista, como cada instrumento puede serlo, por ejemplo, en un quinteto de cuerda. Uno propone el tema y cada uno de los demás va armonizando la propuesta del solista con la suya. Doy fe de que en la Europa que conocemos pero a la que culturalmente no pertenecemos, esto es lo corriente. Los europeos en general son circunspectos… Lo que no dice Ludwig o lo dice implícitamente es que entre los miembros del conjunto musical ha de haber compenetración o, al menos, afinidad estética. Del mismo modo, entre los componentes de la conversación ha de haber afinidad intelectiva. Y afinidad ética, estética y preferentemente ideológica si los problemas a tratar son sobre la sociedad. En caso contrario, en España desde luego, la conversación se hace imposible…
Porque en España la costumbre es charlar, el escalón inferior de la conversación. No sólo no hay costumbre de conversar, es que gusta de lo opuesto: contradecir. Y a menudo abruptamente. Por una serie de efectos que parten desde hace siglos de la filosofía teológica dominante y con ella el dogma católico que es lo que queda de una idea después de haber sido aplastada por un martilló pilón, en España la conversación, entendida ésta como un intercambio de impresiones y de opiniones acerca de un tema central que no responde al deseo de frivolizar, se hace muy difícil. Y con mayor motivo se hace difícil después de una guerra civil no superada, todavía con vencedores y vencidos, y de una dictadura de cuarenta años; más bien una teocracia castrense que a su vez impuso la tiranía de un único discurrir que ha condicionado severamente durante esas cuatro décadas la libertad, no ya sólo de hablar sin cortapisas sino también la libertad de pensar; esto es, el librepensamiento.
Y siendo así que conforme al pensamiento libre todo el mundo tiene una parte de razón, no hay verdades absolutas, todo es relativo salvo el crimen y todo depende del color del cristal con que se mire, como reza el dicho popular, no tarda en la conversación o en las tertulias entre no afines esa expresi ón tan habitual: «no estoy de acuerdo». Un tic desagradable que no invita a conversar, ni a esforzarnos en aproximarnos a la idea de quien ha hablado… si es que se le deja terminar. Razón por la cual, muchas veces nos vemos obligados a ceder de nuestro parecer, para no hacer de la conversación polémica y de la polémica displacer. Y rara vez no está presente, por otro lado, un sabelotodo, un pontífice que no permite el desarrollo holgado de la conversación pese a que, al margen de lo específico, nada hay que no admita el parecer del profano y en la conversación lo conveniente es serlo. Pues quizá sabemos «algo» de una materia concreta, pero aún de ella ¡nos queda tanto por saber! Por otra parte, hablar de ideas es propio de mentes grandes, lo mismo que de mentes pequeñas es hablar de personas. Pues bien, en las conversaciones españolas lo que se acostumbra no es hablar de ideas políticas o de otra clase, sino de las personas que las ostentan, lo mismo que hablar de fútbol, el asunto preferido después de la política, significa hablar de jugadores, de entrenadores y de directivos…
Un detalle a tener en cuenta es que en la conversación sobra, es impertinente, la episteme. Me refiero a esa distinción que hacían los antiguos griegos entre episteme y doxa: ciencia y opinión. Un fenómeno social o natural es una tentación para el especialista, pero el lego no ha ido a conversar para recibir una lección. Un jurista, por ejemplo, comenta, si acaso, cuál es la ley, y opina. Pero el parecer del lego acerca de lo justo o lo injusto de esa ley, tiene el mismo valor. De igual modo, una reacción física se explica por una ley física o por una ecuación matemática, pero la conjetura metafísica del pastor de ovejas en la conversación vale lo mismo que el dictamen del doctor.
Pero aún se puede malograr una conversación de otra manera: si está presente ése o ésa que, después de haber visto el tapiz de la vida por delante y terminado viendo su urdimbre por detrás, se ha vaciado de ideas y sólo le queda una idea: la relativa al desaliento que causa la fatiga del vivir; ese aguafiestas que, además de los mencionados, es otro estorbo para quienes se habían citado con la sana intención de conversar.
En suma, todo esto es lo que pienso acerca de la conversación en España donde es preferible renunciar, no al diálogo entre dos sino a la conversación, la charla reflexiva entre más de dos personas; ese esparcimiento que, tal como lo concibe Emil Ludwig, en otros países verdaderamente liberales es un sólido factor de cohesión social y en España rara vez no es disociativo, disgregador y rompedor de la armonía…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
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