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La democracia interrumpida

Fuentes: Playground Magazine

 Quien no espera lo inesperado no lo encontrará Heráclito ¿Cuánto tiempo tardan en caer las cosas? ¿Es peor el golpe contra el suelo o lo que sucede justo antes, cuando uno anticipa lo que está por venir, cuando se imagina el dolor en lugar de sufrirlo? En la escena más famosa de La Haine , […]

 Quien no espera lo inesperado no lo encontrará

Heráclito

¿Cuánto tiempo tardan en caer las cosas? ¿Es peor el golpe contra el suelo o lo que sucede justo antes, cuando uno anticipa lo que está por venir, cuando se imagina el dolor en lugar de sufrirlo? En la escena más famosa de La Haine , una voz en off compara la sociedad con un hombre en caída libre diciéndose a sí mismo a cada rato: hasta aquí todo va bien, hasta aquí todo va bien, hasta aquí todo va bien. Pero lo importante no es la caída, dice la voz en off. Es el aterrizaje.

No hace falta argumentarlo mucho: vivimos una realidad en caída libre. Hay una sensación de urgencia («algo tiene que pasar», «esto no da más de sí») que a menudo se mezcla con el miedo, la incertidumbre, la dificultad para orientarse y tomar decisiones, para explicar las cosas y calcular trayectorias. Es algo parecido a una enfermedad grave que sobreviene de golpe y deja al enfermo aturdido: todo lo que tenía pensado y planeado de pronto se vuelve frágil y vulnerable, como si perteneciera a otra persona y otra vida, como si todo se hubiera hecho impredecible y el futuro ya no se dejara pensar más que como algo impenetrable, un vacío o una ausencia. La realidad es que somos como ese enfermo, con una sola excepción: a pesar de toda la incertidumbre, sabemos con toda certeza que el médico nos está mintiendo.

La metáfora se ha usado hasta el aburrimiento: en lugar de salvar al paciente, las recetas de la Troika lo están matando (y los gobiernos contestan, parodiando a La Haine : ¡ aguantad el dolor! Todo irá a peor antes de ponerse mejor). Pero no se trata solo de reconocer que las políticas económicas de la austeridad son intencionalmente perversas, y que el expolio de los servicios públicos y el empobrecimiento del sur de Europa no son efectos secundarios o daños colaterales, sino el objetivo mismo que se persigue. Se trata de algo más profundo y difuso a la vez, de otra voz en off que desde hace un tiempo se ha instalado en la conciencia de la mayoría del país y que acompaña los titulares de periódicos y telediarios, las declaraciones de los políticos, el discurso de las instituciones, como un pitido o una radiación de fondo que se superpone a las palabras para decir: aunque dijeran la verdad sería mentira .

Es paradójico, pero es verdad: la mentira no está solo en las cosas que se dicen. Lo que está en crisis ahora mismo no son las palabras, ni siquiera las frases, sino toda una gramática del poder, toda la estructura con que se gobierna la vida del día a día. Cuando miles y miles de personas gritan en la calle que «no les representan», no se refieren solo al déficit democrático de los partidos, o a ese supermercado electoral en el que uno es libre de elegir siempre lo mismo. Lo que es mentira es todo un orden del discurso, un orden de posiciones que distingue al que habla y al que escucha, al representante y el representado, al actor y al espectador; de un lado los que callan y obedecen, del otro quienes deciden   en su nombre y en su lugar porque, igual que el médico con el paciente, saben mejor que ellos mismos lo que les conviene. Es mentira.

«No nos representan» quiere decir que es hora de que los que están callados tomen la palabra, de que se hagan dueños de su destino y protagonistas de su propia historia. En Grecia, hace 25 siglos, a esa idea se le dio el nombre de democracia . Era una idea extraña, que en el fondo consistía en afirmar que la política, con todas sus crisis y fracturas (y especialmente en sus crisis y sus fracturas) es algo distinto de la enfermedad: la democracia es el gobierno de los iguales, de aquellos que se niegan a aceptar su sometimiento, a respetar en silencio la división por las que unos mandan y otros obedecen. La democracia es mucho más que un conjunto de leyes, elecciones e instituciones; es la afirmación de un poder que nos es común, el poder de las necesidades, las capacidades y los usos, puestos al servicio de todos y de cualquiera. Hoy esas capacidades están secuestradas, explotadas, privatizadas, y unos acumulan riqueza y poder a costa del trabajo y la supervivencia de otros. Por eso la democracia hoy quiere decir: reapropiarse lo que es de todos, ponerlo a trabajar en común.

El otro día se dio una escena impactante en el Parlamento portugués: desde la tribuna de invitados, un puñado de espectadores anónimos (otra vez: gente que estaba ahí para escuchar, pero a la que no se le deja hablar) interrumpieron al primer ministro cantando el Grândola Vila Morena, una canción revolucionaria que dice en una de sus estrofas: em cada esquina um amigo, em cada rostro igualdade . Me recordó a un poema de Mallarmé que se llama «El espectáculo interrumpido». No hace falta argumentarlo mucho: vivimos una realidad en caída libre, que solo se frenará cuando los muchos interrumpan el orden de la crisis, recuperen lo que es de todos y le pongan a la igualdad el rostro de cualquiera.

 

@pbustinduy