El sistema neoliberal dominante nos traslada habitualmente la imagen e idea de que su ámbito de actuación es el campo económico, caracterizado por el dominio absoluto de los intereses de los mercados, su hipotética autorregulación para un óptimo y equilibrado desarrollo y su real búsqueda obsesiva del máximo de beneficios. Sin embargo, y aún siendo […]
El sistema neoliberal dominante nos traslada habitualmente la imagen e idea de que su ámbito de actuación es el campo económico, caracterizado por el dominio absoluto de los intereses de los mercados, su hipotética autorregulación para un óptimo y equilibrado desarrollo y su real búsqueda obsesiva del máximo de beneficios. Sin embargo, y aún siendo cierto que el ámbito económico puede ser su espacio de acción prioritario, no es el único.
Al contrario, y para fortalecer el mismo, convirtiéndolo en casi absoluto, requiere el dominio igualmente del poder político. En estos parámetros podríamos sostener entonces, que a pesar de su discurso el sistema neoliberal no requiere de la democracia para poder ejercer esa intervención en lo político y en lo social. Cualquier otro sistema de corte no democrático les sería más útil para sus intereses. Sin embargo, la democracia será utilizada y presentada como el sistema más idóneo, aunque siempre y solo en la medida que repercuta en mejorar las condiciones de su propio poder. En suma, la defenderá si les sirve para reforzar el control político y social; abjurará de la misma si ésta pudiera convertirse en un modelo de control y freno del poder desde y para su mundo económico.
Muchos autores han señalado ya que el neoliberalismo económico no casa bien ni con quien pudiera ser su homólogo, el liberalismo político. Y esto es demostrable en multitud de momentos de las últimas décadas y en la medida en que ese neoliberalismo se ha ido imponiendo por métodos diferentes.
De una parte, y en términos conceptuales, acotan la democracia, como sistema de organización política y social hasta llevarla a su mínima expresión, como es la denominada y dominante democracia representativa. Pero, ¿alguien puede todavía sostener que el mero garabato de unas elecciones cada cuatro años justifica o demuestra plenamente el hecho democrático?. Esto, aunque luego se descubran las mentiras ocultas, se olviden las promesas, se extienda la corrupción entre la clase política o se tomen medidas y decisiones que eliminan todo tipo de derechos a la población, sin ninguna capacidad de crítica y control por parte de ésta. Con el añadido de que la protesta de la sociedad ante estas situaciones será ignorada sistemáticamente o descalificada desde la prepotencia política. Ejemplos de esa falta de control social sobre las decisiones de la «casta política», a pesar de la evidente corrupción, incumplimientos electorales o medidas de recortes de derechos no hay que ir a buscarlos lejos; hoy los vivimos directa y diariamente en los países sur-europeos como el estado español, Grecia, Portugal, etc. Además, si la situación se complica para los intereses dominantes (económicos) siempre quedarán opciones «democráticas» como el estado de emergencia o incluso el golpe de estado que, paradojas, se llegará a disculpar incluso como camino necesario para la restitución democrática (Egipto). Esta es la democracia representativa que propugna la propuesta neoliberal.
Si nos retrotraemos a las primeras fases de la imposición del neoliberalismo, habrá que recordar que éstas se dieron, en términos prácticos, en el Chile (1973) del dictador Augusto Pinochet. Así, este país fue convertido por la Escuela de Chicago, cuna de la teoría neoliberal, en el laboratorio ideal de las políticas estructurales de ajuste, de liberalización y privatización de los sectores estratégicos productivos y la conversión del estado en mero administrador del nuevo poder de los mercados e intereses económico-financieros. Todo ello contando con el inmejorable contexto que suponía la desaparición de derechos políticos, laborales, sociales y civiles que sufría la población chilena en el marco de la dictadura y que imposibilitaba cualquier mínimo ejercicio de oposición.
Posteriormente, en una nueva fase de implantación de las doctrinas neoliberales, ésta se realizaría ya en los llamados sistemas democráticos. Se sacuden ahora el convencimiento que tenían respecto a que estas políticas solo eran aplicables en dictaduras y articularán los medios para hacerlas posibles también en «democracias». Bolivia supuso un primer paso. Acaban de realizarse elecciones (1985), pero aún el país vivía un proceso transicional después de décadas de dictaduras militares y la imposición de las medidas de choque tuvieron que ir acompañadas de la represión para tratar de destruir al sindicalismo y al movimiento social, centrándose en sus dirigencias y llegando incluso a la declaración puntual de estados de sitios que facilitaran las imposiciones del nuevo modelo. Como señala N. Klein, «Bolivia proporcionó un modelo para una nueva clase más digerible de autoritarismo: un golpe de estado civil llevado adelante, no por soldados de uniforme militar, sino por políticos y economistas trajeados y parapetados tras el escudo oficial de un régimen democrático». A partir de este momento, este proceso se acelerará y, con recetas más o menos iguales, se irá imponiendo en otros países, como la Rusia de Boris Yeltsin o los países del antiguo este europeo. Y todo ello, sin olvidar paradigmas como las medidas de Ronald Reagan o de Margaret Thacher para instaurar el neoliberalismo también en países centrales del sistema-mundo, pasando, como ejemplo, por la destrucción de quien no esté dispuesto a asumir las nuevas vías y que puedan levantar un muro de contención en su contra, como es el caso del que fue potente sindicalismo minero inglés. En otros muchos países el sindicalismo fue asumiendo un papel dócil con el nuevo sistema dominante y ejemplos de ello también tenemos demasiado cerca.
Pero otro ejemplo paradigmático de la hipocresía neoliberal en relación directa con el sistema democrático se ha operado continua y reiteradamente en el mundo árabe y se agudiza en las últimas fechas. Históricos llamamientos retóricos en defensa de la legalidad y la democracia se han conjugado permanentemente con el respaldo práctico a regímenes tiránicos, como las monarquías petroleras de la península arábiga, donde la desaparición de los derechos más elementales de la población, y especialmente de las mujeres, es una constante, junto con el apoyo total de Europa y EE.UU. Otros regímenes, de corte parecido, se respaldaron permanentemente, por ejemplo a lo largo de todo el norte de África, mientras éstos respondieran positivamente a los requerimientos políticos-económicos dominantes neoliberales.
Por contra, recientemente asistimos a las llamadas «primaveras árabes», donde los levantamientos de la población contra los regímenes dictatoriales iban acompañados de la falta de entusiasmo de parte de las democracias neoliberales occidentales en los casos en los que la revuelta se daba contra regímenes «amigos» (Túnez, Egipto, Bahrein, Yemen…). Por contra, con la abierta intervención, incluso militar, cuando estos levantamientos lo han sido contra sistemas políticos «peligrosos» (Libia, Siria…).
Es evidente que lo primero que se desprende es que aunque se propugne la democracia como el sistema político más respetuoso con los derechos humanos y el bienestar de las poblaciones, a la hora de la verdad ésta no sirve igual para todos los pueblos y queda subordinada, hoy en día, a los intereses económicos neoliberales. Lo acabamos de ver en Egipto, donde el nuevo golpe de estado (3 de julio), llevado adelante por el ejército que gobernó el país durante los últimos 50 años, devuelve a éste al poder y las democracias de occidente lo aplauden no calificando el mismo como golpe de estado y tomando medidas que quedan en lo declarativo únicamente, mientras en lo efectivo suponen un claro respaldo a las nuevas autoridades golpistas. Esto incluso después de la matanza de cientos de personas (según las cifras más conservadoras) que se ha producido en el país norteafricano. Europa y EE.UU. llaman hipócritamente a la «contención de las partes», olvidando qué parte ha dado un golpe de estado contra la democracia y qué parte está poniendo la inmensa mayoría de muertos y heridos. Como señalaba recientemente R. Fisk en «La Jornada» de México, después de esto ¿qué musulmán volverá a creer en las urnas?.
En suma de todo lo anterior, la propia canciller alemana, A. Merkel, resumía recientemente el «espíritu democrático» que rezuman los sistemas neoliberales al decir «Podemos ayudar a los países de la región, pero solo si las propias sociedades eligen el camino correcto». Por supuesto la frase, en ejercicio de sinceridad política, debería concluir con un «y nosotros definimos cual es el camino correcto», plasmando la impronta colonialista, paternalista e imperialista que también caracteriza al neoliberalismo cuando se quita la máscara democrática. Esta es, en gran medida, la hipócrita actitud del neoliberalismo con respecto a la democracia.
Jesus González Pazos. Miembro de Mugarik Gabe
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