Desde hace un tiempo, casi todas las organizaciones políticas hacen esfuerzos por fomentar su democratización interna, aunque muchas veces se trate más de apariencia que de realidad. Sin embargo, mientras el sistema explota, expropia, privatiza, elimina o reduce derechos de todo tipo y extiende el hambre, el sufrimiento y la desesperación a sectores sociales cada […]
Desde hace un tiempo, casi todas las organizaciones políticas hacen esfuerzos por fomentar su democratización interna, aunque muchas veces se trate más de apariencia que de realidad. Sin embargo, mientras el sistema explota, expropia, privatiza, elimina o reduce derechos de todo tipo y extiende el hambre, el sufrimiento y la desesperación a sectores sociales cada vez más amplios, en las organizaciones políticas, y también en las sindicales y sociales, todavía siguen predominando los intereses individuales y de grupo, los objetivos personales y oportunistas o las guerras de facciones por encima del trabajo conjunto por la justicia social y ecológica, y por una democracia de verdad.
El término democracia es uno de esos significantes vacíos que se puede llenar con el contenido que a cada cual le convenga. Desde la democracia liberal-formal, que es utilizada fundamentalmente como apariencia y engaño para una mejor dominación social por parte de las élites financiero-económicas y políticas, hasta la democracia participativa que se propugna por parte de los sectores más conscientes de la sociedad, pasando por concepciones intermedias que ponen el acento en la representación partidaria, casi siempre limitada a la participación electoral de la ciudadanía cada cuatro años y al manejo de los aparatos con muy limitada participación de la base.
Como tipo ideal, podríamos concebir la democracia en base a una serie de principios que, sin ánimo de ser exhaustivo, se podrían resumir en los siguientes. En primer lugar, una democracia real sólo puede existir sobre la base de individuos conscientes, críticos y participativos, para lo cual hay que educarse y educar en esos valores y fomentarlos en todos los ámbitos de la vida desde la más tierna infancia; todo lo contrario a lo que se hace hoy. La democracia, para que sea tal y beneficie al conjunto de la sociedad, requiere personas abiertas a escuchar a las demás y a cambiar de posición ante argumentos más convincentes que los propios. El objetivo fundamental de la democracia debería ser el bien común por encima de cualquier interés particular o de grupo. Además, la confianza debería cultivarse como el ambiente en el que contrastar las opiniones para tomar las decisiones más adecuadas y conseguir el mejor gobierno. En las deliberaciones se debería tender al máximo consenso e integración posible para acercarse a la decisión más compartida socialmente, tan sólo limitada en cada situación concreta por un racional juego de mayorías y minorías con el fin de lograr una necesaria eficacia en el funcionamiento social. La negociación y la mediación, por tanto, deberían formar parte sustancial de la práctica política democrática en todos los ámbitos de la sociedad.
Pero ya sabemos que los tipos ideales no existen. La realidad es bastante más complicada y hasta repugnante que nuestras imaginaciones y deseos, debido precisamente a todo ese entramado de intereses individuales o de grupo citados. Todos conocemos el arraigo de algunos grandes y viejos vicios de los partidos y organizaciones al utilizar las instituciones en beneficio sobre todo de las élites económicas y políticas, así como las terribles consecuencias antidemocráticas, antisociales y de corrupción que se derivan de ellos. Pero también han reportado consecuencias nefastas algunos viejos vicios muy arraigados en las organizaciones y militancia de izquierdas, populares o sociales. Entre ellos destaca el sectarismo, es decir, el creerse en posesión de la verdad y mostrarse inflexible con otras ideas y organizaciones; incluso las más próximas. Esto lleva a la frecuente utilización del «todo vale» para imponer las ideas propias o para conseguir los objetivos de grupo o particulares. Un cáncer sociopolítico y una enorme contradicción de las organizaciones o personas que decimos querer cambiar el mundo en beneficio de la mayoría. Vicios viejos que siguen muy presentes.
Pero, con la puesta en práctica de nuevas formas de democracia participativa, se están desarrollando también nuevos y graves vicios a los que hay que poner remedio cuanto antes. Recientemente he denunciado los raiding o «asaltos» de gente de organizaciones externas en las decisiones de algunos partidos con el fin de condicionar tales decisiones de manera favorable a sus intereses.
Junto a éste, también está apareciendo otro vicio, quizás más pintoresco, que consiste en la incrustación dentro de una organización de otros grupos u organizaciones más pequeñas que funcionan en torno a un líder. Al igual que los asaltos, tiene importantes efectos en las decisiones cuando el número de electores no es muy grande. La metáfora que podría ilustrar este vicio es la del rebaño dirigido por su pastor. Si el sectarismo se basa en concepciones religiosas o ideológicas cerradas e inflexibles, en el caso de los rebaños ni siquiera se funciona en torno a ideas. No hace falta pensar, basta con servir al líder para la consecución o ejercicio del poder. Es el pastor quien dice qué hay que hacer, cuándo y cómo. Los rebaños están organizados para ganar el poder de las organizaciones a las que entran en beneficio fundamentalmente del líder, pero también de algunos miembros del rebaño. En este sentido, la institución a la que más se parecen es el caciquismo.
Si a este funcionamiento gregario se añade el «todo vale» y se utilizan diferentes formas de juego sucio (difamación, coacción, exhibiciones de fuerza y otras), la dinámica puede adquirir características más propias de organizaciones que poco tienen que ver con la política y mucho menos con la democracia. Los rebaños se convierten entonces en máquinas de destruir personas y a la propia organización en la que están incrustados. Es evidente que este tipo de comportamiento constituye un esperpento político que es la antítesis de la democracia, ya que predomina el gregarismo, la sumisión y la destrucción frente a la individualidad crítica, consciente y constructiva.
Si en el tema de los «asaltos» proponía la necesidad urgente de establecer mecanismos o filtros que los eviten al máximo posible, en el caso de los rebaños lo que planteo es que este tipo de prácticas se incluyan en los códigos éticos de las organizaciones como un atentado a los criterios básicos del funcionamiento democrático y que se adopten las medidas oportunas para impedirlas. Me consta que ya se ha comenzado a implantarlas, pero sería necesario establecer un proceso de mejora continua de las fórmulas de participación con el fin de eliminar estos vicios y asentar las nuevas formas de funcionamiento democrático que necesitan los partidos actuales.
Javier Echeverría Zabalza, miembro de ATTAC Navarra-Nafarroa
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