Al núcleo duro de la derecha tradicional, expresión política de los grupos dominantes de la oligarquía criolla, habría que agregar las nuevas camadas de burgueses, en unos casos como resultado natural del desarrollo del capitalismo, en otros, fruto de procesos que producen grupos emergentes por lo general relacionados con actividades que bordean la legalidad o […]
Al núcleo duro de la derecha tradicional, expresión política de los grupos dominantes de la oligarquía criolla, habría que agregar las nuevas camadas de burgueses, en unos casos como resultado natural del desarrollo del capitalismo, en otros, fruto de procesos que producen grupos emergentes por lo general relacionados con actividades que bordean la legalidad o son abiertamente ilegales, como ocurre con el tráfico de estupefacientes, la corrupción y otros similares. Por razones evidentes la oligarquía tradicional y sus nuevos sectores se agrupan en los partidos de la derecha y constituyen los abanderados del sistema capitalista dependiente, desarrollan lazos bastante sólidos entre si y mantienen un vínculo orgánico muy estable con el capitalismo internacional.
Pero la derecha es ciertamente un fenómeno más amplio y afecta diversas esferas de la vida social incluyendo a otros sectores que amplían la base social y electoral a la clase dominante, de forma que su influencia se extiende más allá de ese máximo del 1% o 2% de la población que constituye la oligarquía. En efecto, a la derecha «natural» se debe agregar ahora una masa considerable de medianos y pequeños capitalistas así como sectores políticamente atrasados o conservadores y en no poca medida el mismo lumpen que en estas épocas de crisis sirve de mano de obra para las tareas sucias de la represión y el control social. A esta ampliación de la derecha, satélite de la clase dominante, pertenecen el capitalista menor, algunos colectivos de funcionarios, ciertos intelectuales y comunicadores, trabajadores «de cuello blanco» que reniegan de su condición real de asalariados, el clásico tendero resentido de barrio y por extensión oficios que en estos países tradicionalmente se asocian a la derecha, tales como bomberos, camioneros, curas, monjas, vigilantes, taxistas y similares (de la misma forma que siempre se pensó que el maestro de escuela, el librepensador, el artesano, el barbero del pueblo o los artistas y bohemios pertenecían a la izquierda, aunque en muchas ocasiones esto no resulte más que un tópico).
De esta forma la derecha en Latinoamérica se asegura un apoyo electoral más o menos estable que oscila entre el 20% y el 30% del censo electoral. Cuando aumenta este porcentaje por lo general se debe a los errores de las fuerzas progresistas que provocan la deriva a la derecha de los sectores populares menos concientes o la abstención de los más politizados. Esto es así, por supuesto, si funcionan aceptablemente unas reglas de juego democráticas que permitan la participación, y no cuando impera algún tipo de régimen autoritario o dictatorial que asegura a la derecha una hegemonía política total sobre la base del miedo y la violencia. Lo primero, la excepción; lo segundo, la regla.
Naturalmente, el panorama de la derecha latinoamericana no es homogéneo y las formas de establecer su dominación cambian mucho al tenor de las condiciones concretas de cada país. Pero lo excepcional es siempre que su hegemonía sea el resultado de procesos democráticos; ni siquiera es común que resulte coincidente con sus propios principios liberales. El origen violento de su hegemonía y esa composición compleja aparecen entonces como una suerte de característica común a la derecha latinoamericana. Es así, por ejemplo, en tres países claves de la región, Argentina, Brasil y México. En los dos primeros- otrora escenarios de sendas dictaduras que bien pueden calificarse como de fascismo criollo- la hegemonía de la clase dirigente tiene unos orígenes sangrientos, y en ambos casos la gran burguesía no ha estado sola; siempre ha contado con el apoyo social y político de las «clases medias». En México, por su parte, el dominio burgués se ejerce mediante un hábil sistema de trampas institucionales, elecciones fraudulentas (¿ya se echó al olvido la forma grotesca como Calderón ha «ganado» las elecciones?) y represión selectiva con cientos de muertos y desaparecidos. También allí es fácil identificar esos sectores medios o «clases medias» que en una proporción considerable sirven de apoyo social al proyecto burgués.
Chile es otro ejemplo destacable. A Pinochet no solo lo apoyan los gringos y la clase dominante (una clamorosa minoría) sino estos sectores «medios» que tanto contribuyen como tropa de asalto para conseguir un control completo del escenario político mediante una violencia teledirigida (entre otros por Henry Kissinger) que culmina con el golpe militar en 1973 y continúa luego, en los largos años de la dictadura. En la actualidad, esa coalición social constituye la base electoral de la llamada «derecha democrática» cuyo núcleo duro siguen siendo los mismos empresarios que alentaron la dictadura y se beneficiaron de ella; y su base social, los mismos colectivos que mantienen la lealtad al dictador y alimentan la nostalgia de mejores épocas.
Alberto Fujimori el presidente-dictador de Perú no sobrepasó ese 20%-30% del electorado cuando fue a las urnas de manera limpia. Su gran popularidad -con encuestas que le daban un apoyo inmenso- así como su reelección solo fueron posibles mediante la manipulación, la demagogia y la violencia contra los partidos de la oposición y la represión sistemática del movimiento obrero y popular. Al igual que Pinochet, el excéntrico personaje, supuestamente apoyado por la inmensa mayoría de la población cayó estrepitosamente cuando su proyecto hizo crisis y la burguesía criolla y Washington consideraron que ya era más un estorbo que un instrumento útil.
La derecha venezolana tampoco pasa realmente del 25-30% del electorado y solo consigue un techo máximo del 40% aprovechando los errores y debilidades del proyecto Bolivariano como se ha puesto de manifiesto en las elecciones del pasado fin de semana. Unos errores políticos que aunque parecen en vía de solución, aún pesan en la decisión de los votantes. En efecto, ni la corrupción ni la inseguridad ciudadana han podido ser controlados suficientemente; además, los partidarios de Chávez parecen haber castigado a algunos líderes locales acusados de caudillismo y de prácticas de clientela alejados del ideario bolivariano. De todas maneras, el gobierno de izquierda ha conseguido un cómodo 60% de apoyo en las urnas, un porcentaje que ya se lo quisieran para si otros gobiernos del área, considerados modelos de democracia en Europa y Estados Unidos. El panorama no es muy diferente en Bolivia y Ecuador. En efecto, Morales acaba de refrendar su mandato con un porcentaje de votos superior al 65% y Correa ha obtenido casi un 70% de respaldo a su nueva constitución.
La derecha colombiana tampoco ha conseguido nunca alcanzar el 30% en las urnas; en realidad, se mueve en porcentajes bastante menores en un país caracterizado por una abstención que en el último medio siglo supera de forma permanente el 50% del censo electoral. Con tal respaldo no cabe sino abrigar grandes dudas sobre la legitimidad de «la democracia más sólida del continente». El actual mandatario, Uribe Vélez, quien supuestamente cuenta con un apoyo masivo de la población (las encuestas han llegado a otorgarle más del 90% de popularidad) en ninguna de las votaciones a las que se ha presentado superó realmente el 25%-30% de votos. Con márgenes de abstención superiores al 50%, sus triunfos «incontestables» se minimizan substancialmente. En realidad, Uribe Vélez habrá obtenido si acaso, el voto de uno de cada cuatro ciudadanos. Los tres restantes o han votado en su contra o ni siquiera han acudido a depositar su voto. Mayor fracaso tuvo Uribe en el referendo con el cual intentaba reformar la constitución para asegurarse amplios poderes: apenas votó un 20% escaso de la población, ninguna de las propuestas alcanzó los porcentajes mínimos de ley y en consecuencia, el referendo fue declarado nulo. ¿Dónde estaban entonces los apoyos supuestamente apabullantes que la propaganda le otorga al presidente colombiano?. Seguramente que este respaldo raquítico con el que cuenta la derecha colombiana tiene una relación muy estrecha con la naturaleza violenta y excluyente del orden social de este país andino.
La idea tradicional según la cual la derecha tan solo se compone de un par de familias de oligarcas ignorantes y crueles, encarnados en un dictador esperpéntico que oprimen al resto de la población y sirven de instrumento de explotación imperialista, no corresponde exactamente con la realidad. Probablemente fue así mientras estas sociedades fueron básicamente agrarias o mineras. Pero el desarrollo económico -así sea desarrollo dependiente- ha permitido ciertos niveles de industrialización y urbanismo, surgimiento y expansión del sector servicios, una cultura menos tradicional y la formación de clases y grupos sociales «medios» ubicados entre aquellas oligarquías (ahora modernizadas y ampliadas con nuevas capas burguesas) y la masa mayoritaria de la población que se mueve entre una pobreza generalizada y una miseria creciente. Una parte importante de esas «clases medias» se adhiere social y políticamente a la derecha tradicional y se convierte en colchón electoral y tropa de asalto en la lucha de clases.
Conciente de su debilidad numérica y haciendo uso de su inmenso poder, la derecha latinoamericana echa mano de todas sus posibilidades para defender sus privilegios: el control férreo de la economía, la manipulación a través de los medios de comunicación (prácticamente todos en sus manos), la explotación de las tradiciones religiosas y el pensamiento mágico de los sectores mas atrasados culturalmente, y cuando todo esto falla, se apela a la violencia directa de las fuerzas armadas y del paramilitarismo, dos instituciones estas últimas con fuerte componente de «clase media». Cuando el pobrerío consigue organizarse y hacer valer su enorme superioridad numérica en las urnas, y sobre todo, cuando la movilización popular llena calles y plazas y demuestra la fuerza real de la izquierda, entonces habrá sonado la hora en que la derecha muestre su verdadero rostro y envíe sus tropas de asalto -sus aliados de las «clases medias»- a la guerra social.
No andan entonces muy descaminados quienes establecen paralelos entre el fascismo clásico y el fascismo criollo de las dictaduras civiles o militares del pasado. Las tropas de Hitler eran financiadas por el gran capital y se formaban con el tendero resentido o el burócrata mediocre y envidioso. Tampoco parecen muy errados quienes sugieren que en la actualidad, ante el auge popular, la tentación de la derecha latinoamericana de compensar su escasa dimensión mediante la violencia no es ni pequeña ni irreal. Las recientes votaciones en Venezuela, por ejemplo, abren un nuevo capítulo en el proceso bolivariano. En realidad allí la derecha no ha crecido de manera significativa y a pesar de sus logros en esta contienda electoral sería ingenuo pensar que ha renunciado definitivamente al uso de la violencia. Ya se sabe, el zorro pierde el rabo pero no las costumbres.