Este año 2017 se cumple el primer centenario de la Revolución rusa. Uno de los acontecimientos de mayor trascendencia histórica de la humanidad. Un hecho que marcó la historia del siglo XX (según algunos historiadores ese siglo duró lo que duró la Unión Soviética) y de este siglo XXI. El éxito inicial de la revolución […]
Este año 2017 se cumple el primer centenario de la Revolución rusa. Uno de los acontecimientos de mayor trascendencia histórica de la humanidad. Un hecho que marcó la historia del siglo XX (según algunos historiadores ese siglo duró lo que duró la Unión Soviética) y de este siglo XXI. El éxito inicial de la revolución bolchevique, el miedo a su propagación por el mundo, hizo que el capitalismo mostrara su rostro más amable durante lo que algunos denominan su época dorada (aproximadamente entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y principios de los años 80 del pasado siglo XX). No creo que sea casualidad que el colapso del régimen soviético (y de todos sus países satélites europeos) coincida con el surgimiento o asentamiento del neoliberalismo. El capital contraataca para recuperar el terreno perdido. Un siglo después de la más grande revolución de todos los tiempos (junto con la francesa de 1789) la URSS ya no existe y el proletariado internacional está sufriendo una importante involución en cuanto a sus derechos y su nivel de vida. Las desigualdades sociales se han vuelto a disparar. El balance es pues claramente negativo.
Sin embargo, la guerra no está perdida. De hecho, mientras haya sociedad clasista (o con un gran contraste entre las clases sociales) habrá lucha de clases, aunque ésta sufra altibajos y adopte diversas formas. Es imperativo volver a armarse intelectualmente para que la Historia vuelva a ir para adelante. Como bien dijo Lenin (sus errores no invalidan sus aciertos), sin teoría revolucionaria no hay práctica revolucionaria. Es imprescindible corregir y actualizar la teoría revolucionaria para que la Revolución vuelva a entrar en la agenda de la Historia. En estos tiempos actuales las ideas del socialismo, comunismo, marxismo o anarquismo están muy desprestigiadas frente a la opinión pública. La falsa conciencia de clase y la inconsciencia campan a sus anchas entre las filas de las clases populares. Para combatirlas es necesario analizar profundamente la experiencia histórica más importante acontecida en los últimos siglos y ver dónde pudo fallar la teoría que la inspiró, que indudablemente no era perfecta, pues nada lo es. Y hay que hacerlo con espíritu librepensador, cuestionando lo aparentemente incuestionable, releyendo a Marx, Lenin,…, pero de manera crítica, intentando discernir lo correcto de lo erróneo de sus planteamientos. Con humildad pero sin complejos también. Yo pienso que aunque el balance final sea negativo, podemos y debemos aprender de los errores cometidos. Nunca debemos rendirnos, ni perder la esperanza en un mundo mejor.
El capitalismo tiene unas contradicciones irresolubles (cada vez más agudas) y esto implica que antes de que colapse y se lleve por delante a la humanidad y su hábitat debemos trabajar duro para superarlo cuanto antes de manera definitiva. Existen tendencias muy contradictorias en los tiempos actuales, por un lado el pesimismo y el derrotismo han echado ancla en las mentes de muchos ciudadanos, pero también, por otro lado, se empieza a vislumbrar cierto horizonte de cambios, aunque aún aparece muy difuso. Vivimos tiempos profundamente contradictorios, de crisis generalizada a todos los niveles, incluso al nivel de las ideas y psicológico. Como he venido defendiendo a lo largo de mis diversos escritos, yo creo que la clave para superar el capitalismo radica en la democracia, en la verdadera, en desarrollarla todo lo posible. Pienso que la verdadera revolución consiste en la democracia. Si el socialismo es una idea que ahora mismo cuesta defender en público (por lo desprestigiada que está), la democracia, por el contrario, es la bandera que debe adoptar la izquierda real para cambiar la sociedad radicalmente. La transformación social no podrá implementarse sin la herramienta fundamental, sin la infraestructura imprescindible, la democracia (real). El socialismo es esencialmente la democracia económica. En cuanto la democracia se desarrolle suficientemente y llegue a todos los rincones de la sociedad, y muy especialmente a su centro de gravedad, es decir, la economía, el capitalismo tendrá los días contados. Pero la democracia no caerá del cielo, serán necesarias largas y duras luchas para conquistarla, para lo cual primero es importante tener claro el guión para la acción. De aquí la tremenda importancia de la teoría. El fracaso del «socialismo real» nos obliga a retocar la teoría, pues en última instancia la práctica es la que manda, la jueza suprema de las ideas. Por supuesto, los apologistas del capitalismo nos venden la idea de que el socialismo soviético fracasó porque el socialismo, cualquiera que sea su forma, sólo puede fracasar, no es viable, porque el capitalismo es el único sistema posible, porque no hay alternativas. Pero esto lo dicen quienes bien se guardan de debatir sus ideas de igual a igual con sus contrincantes, quienes se esmeran en no dar la más mínima oportunidad a cualquier alternativa que se intente, o torpedearla todo lo posible. Como bien sabe cualquier científico, que un primer experimento haya fallado (y más si se tiene en cuenta que se hizo en circunstancias muy hostiles) no significa necesariamente que ningún experimento más pueda hacerse, que todo experimento de cambio social vaya a fracasar siempre. Si así pensaran los científicos la ciencia nunca hubiera avanzado nada. Casi nunca se logra el éxito al primer intento. Como dijo en su día Julio Verne, la ciencia se compone de errores, que a su vez, son los pasos hacia la verdad. Así pues, nuestra mejor herramienta para conocer la verdad, y para transformarla, es el método científico, el librepensamiento. Pues de eso se trata sobre todo cuando hablamos de revolución, de transformar la realidad social, de lograr un mundo humano mejor, donde la libertad y su hermana gemela la igualdad sean reales para todas las personas, para que todas ellas tengan una vida digna. Aplicar la ciencia en la sociedad humana equivale a usar la democracia hasta las últimas consecuencias. En cuanto sea posible experimentar libremente distintas maneras de organizar nuestra sociedad seguro que lograremos un sistema mucho mejor que el actual, que garantice nuestra supervivencia como especie.
Quien escribe estas líneas ha intentado aportar su grano de arena al necesario rearme ideológico de la izquierda a lo largo de diversos artículos y libros (todos ellos disponibles para su libre distribución en mi blog y en múltiples medios de la prensa alternativa). En el presente artículo incluyo material de mi libro ¿Reforma o Revolución? Democracia donde desarrollo ampliamente las ideas expuestas aquí de manera muy somera, analizando en profundidad sobre todo el caso de la URSS, el mayor experimento de transformación social realizado por la humanidad hasta el presente. Asimismo, este artículo se complementa con otro que escribí hace cierto tiempo (con material extraído del mismo libro) titulado El fracaso del «socialismo real». Por consiguiente, la gran pregunta que debemos hacernos es ¿por qué desapareció la Unión Soviética? A ella voy a intentar contestar en las próximas líneas, intentando aportar algo a este imprescindible debate que debería intensificarse en este año 2017, cien años después de aquel gran acontecimiento histórico. La izquierda real todavía tiene pendiente este debate, el cual hace tiempo se inició pero desde luego no está zanjado. La mejor prueba de esto es el hecho de que la izquierda está aún desaparecida en combate, o en algunos casos aferrada a métodos que han demostrado ser fracasados, y en otros dando tumbos, sin las ideas claras, haciendo la revolución sobre la marcha, sin un guión claro, escribiéndolo al mismo tiempo que lo implementa, improvisando demasiado, con el riesgo de acabar fracasando prematuramente. El socialismo del siglo XXI necesita un marxismo del siglo XXI. Y éste sólo puede surgir tras un análisis profundo de las causas ideológicas del fracaso de la Revolución rusa. Usando el método marxista, la dialéctica materialista, es posible despojar al propio marxismo de sus errores, de sus contradicciones. Mediante este método yo he llegado a las conclusiones que a continuación expongo, las cuales por supuesto deben ser cuestionadas, pues todo debe serlo, todos podemos estar equivocados.
El contexto de la Revolución rusa realimentó las peligrosas contradicciones ideológicas del marxismo-leninismo hasta hacer que la revolución degenerara, hasta que la cantidad se convirtió en calidad, hasta que se produzco la negación de la negación, hasta que la revolución se transformó en contrarrevolución. Todas las personas somos contradictorias. Y todas las ideologías también. Las contradicciones forman parte del ser humano, así como de la naturaleza. Las experiencias prácticas nos ponen a prueba y hacen que unas tendencias se impongan sobre otras. El leninismo, el marxismo, tenían también contradicciones (algunas de ellas, las principales, las analizo también en el libro Los errores de la izquierda) y las difíciles circunstancias hicieron que unas se impusieran sobre otras. En cualquier caso, lo que demuestran irrefutablemente los acontecimientos de la Revolución rusa es que toda vanguardia es siempre inherentemente muy peligrosa para toda revolución, al margen de las verdaderas intenciones de dicha vanguardia. Si la vanguardia rusa actuó de forma contrarrevolucionaria, lo más probable es que esto fuese así porque se equivocó, no porque pretendiera ser un obstáculo para la revolución. En mi opinión, la revolución rusa degeneró por culpa de graves errores tácticos, estratégicos y sobre todo ideológicos, además de por el contexto. Ciertos errores estratégicos se nutrieron de errores ideológicos. La misma vanguardia que posibilitó la revolución, provocó la contrarrevolución. Toda vanguardia es siempre al mismo tiempo revolucionaria y contrarrevolucionaria. Toda revolución debe protegerse del concepto vanguardia, inherentemente contradictorio, altamente contradictorio, peligrosamente contradictorio. Toda revolución es por sí misma contradictoria, es también contrarrevolución. La dialéctica nos permite comprender la sociedad humana y todos sus acontecimientos, incluidas las revoluciones, los acontecimientos más dialécticos habidos y por haber.
Al usar una metodología contrarrevolucionaria, basada en una filosofía revolucionaria altamente contradictoria, la revolución dio paso a la contrarrevolución. No es posible hacer la revolución de manera contrarrevolucionaria. El método es determinante, afecta directamente al resultado. El fin está contenido en los medios como el árbol en su semilla; de un medio injusto no puede resultar un fin justo, decía Gandhi. Si, como reconocía Lenin, la clase obrera es más revolucionaria que el partido más revolucionario, quienes estaban más capacitados para saber qué era contrarrevolucionario o no eran las propias masas, las bases, el proletariado, los trabajadores, los ciudadanos. Sin embargo, la élite se erigió en «guardiana» de la revolución, cuando en verdad fue su sepulturera. Los trotksistas acusaban, y acusan, a los estalinistas de contrarrevolucionarios. Los estalinistas acusaban, y acusan, a los trotskistas de contrarrevolucionarios. Y lo mismo ocurre en el enfrentamiento entre marxistas y anarquistas, por lo menos entre algunas facciones de dichas ideologías. Podemos tener dudas sobre quién tiene razón, sobre qué versiones de los acontecimientos históricos son las verdaderas. Que, honestamente, muchas veces las tenemos. Basta con atreverse a leer los argumentos de las posturas enfrentadas. Basta con contrastar. Pero una cosa es indudable, de esto quien escribe estas líneas no tiene ninguna duda: la verdad sólo puede abrirse camino con la libertad más ilimitada posible, con el debate libre, cuando las masas pueden contrastar por completo y por igual entre todas las opciones o versiones. La revolución sólo puede prosperar en el marco de una democracia lo más amplia y profunda posible.
Como decía Lenin en determinados momentos (aunque en otros decía cosas opuestas, como cuando apelaba a la disciplina incondicional de las masas respecto de la dirección revolucionaria), son las propias masas, las bases, quienes deben decidir, quienes pueden salvaguardar la revolución, y no las élites. Es la libertad la que salvaguarda la revolución, y no la represión. La razón, y no la censura. El argumento, y no la calumnia. La ciencia, y no la religión. La democracia, y no la dictadura (sea cual sea su forma). La dictadura del proletariado, la democracia menguada o podada, no era la solución. Al contrario, posibilitaba la contrarrevolución, como así fue. En esto, en el planteamiento de la dictadura proletaria como sustituta de la dictadura burguesa, estaban equivocados Lenin, Marx y Engels. Lenin se equivocó en su concepción de la dictadura del proletariado, que dio pie al partido único, algo que de ningún modo propugnaron Marx ni Engels. Pero éstos se equivocaron en plantear el mismo concepto de la dictadura del proletariado. Trotsky denunció la burocratización del Estado proletario de la URSS en los siguientes términos: La supresión de los partidos soviéticos llevó a la supresión de las tendencias. La supresión de las tendencias llevó a la consolidación de la burocracia. […] En nuestro caso, los soviets han sido burocratizados como resultado del monopolio político de un solo partido que a su vez se había burocratizado. Trotsky reconocía la importancia de la democracia, el error del sistema basado en el partido único. Ésta es una dura lección que hubo de aprender tras sufrir él mismo la lógica revolucionaria basada en una progresiva disminución de la democracia, en una represión política in crescendo, lógica en la que él también participó. Sin embargo, Trotsky no cuestiona el concepto de la dictadura del proletariado, simplemente lo matiza, reivindica la dictadura del proletariado sustentada en la democracia obrera, en la cual debería haber varios partidos socialistas. Parafraseando a Trotsky y llevando su razonamiento un poco más lejos, podríamos decir que la supresión de partidos burgueses, es decir, no socialistas, llevó a la supresión de los partidos soviéticos.
El problema venía de más lejos, había que buscar más hacia atrás, había que llegar a las raíces ideológicas de semejante dinámica revolucionaria. El problema radicaba en el mismo concepto de la dictadura del proletariado, en la idea de que había que limitar la democracia, en la idea de que había que imitar al Estado burgués, en su esencia, pero adaptándolo al proletariado. Se le imitó tanto, que no fue posible superarlo, que incluso se reprodujeron sus peores características, que hasta se lo empeoró. El problema era que el Estado burgués, es decir, el Estado clasista, la dictadura de una clase, no se adaptaba a las clases populares, a las clases mayoritarias dominadas. Era un Estado diseñado a la medida de minorías poderosas, con cierto monopolio, con cierto control de la sociedad, con poder económico en el caso del capitalismo (en el caso de la URSS el poder fue político, derivado del monopolio del proceso revolucionario), para la dominación de la sociedad, y no para su liberación, para asentar la sociedad clasista, y no para erradicarla. Lejos de posibilitar la superación de la sociedad clasista, era una máquina de creación o reproducción clasista, creó una nueva «clase» muy peculiar: la burocracia del partido único que se autoerigía como representante del proletariado y de todo el pueblo. En sentido estricto, la burocracia «comunista» no era una clase social, pues no era propietaria, al menos formalmente, de los medios de producción, se trababa más bien de una capa social privilegiada. Esa máquina clasista sólo podía reproducir un nuevo tipo de sociedad clasista, y finalmente se autodestruyó a sí misma y posibilitó la vuelta al viejo Estado clasista burgués. El concepto de la dictadura del proletariado, la raíz ideológica de la degeneración de la URSS y de su colapso, sentaba un peligroso precedente, abría la veda, iniciaba un modus operandi que a la larga supuso el paso del Estado obrero, la dictadura proletaria, al Estado burgués, la dictadura burguesa, pasando por el burocratismo, la dictadura del partido único. El capitalismo necesita evitar la democracia. El socialismo, por el contrario, la necesita desarrollar. La burguesía sobrevive con la democracia aparente y simbólica, con su dictadura más o menos camuflada. El proletariado, las clases populares, por el contrario, sólo pueden gobernar bajo la democracia sin disfraz, con la verdadera democracia, con el poder popular. La dictadura burguesa debe ser sustituida por la democracia, no por la dictadura proletaria, ni por ninguna dictadura. Cualquier limitación de la democracia juega a favor del capitalismo, de la burguesía, del burocratismo, de cualquier élite, y juega en contra del socialismo, del proletariado, del pueblo. La democracia es el combustible del socialismo. Sólo es posible superar a largo plazo el capitalismo definitivamente desarrollando la democracia hasta las últimas consecuencias, sin límites.
El método empleado para hacer la revolución garantizaba, o por lo menos facilitaba en exceso, la contrarrevolución. Esto es algo que muchos marxistas-leninistas no quisieron o no supieron ver a tiempo, incluidos el propio Lenin, Trotsky y gran parte de la vieja guardia bolchevique. Que ni siquiera quisieron o pudieron prever Marx y Engels. Porque ellos también pecaron de imprudentes al plantear el concepto de la dictadura del proletariado de la manera en que lo hicieron, sin ni siquiera concretar un poco. Marx y Engels cometieron, como mínimo, el error de no prever la posibilidad de que su idea fuese tergiversada de manera muy peligrosa, despreciaron la posibilidad, tan habitual en la historia de la humanidad, de que las ideas fuesen distorsionadas para pasar del blanco al negro. Ellos que tanto conocían la historia, que tanto nos proporcionaron las herramientas para comprenderla mejor, paradójicamente, increíblemente, contradictoriamente, ignoraron la alta probabilidad de que sus ideas fuesen mal interpretadas, no se esforzaron suficientemente para evitarlo. Éste fue uno de sus mayores errores. Muchas de sus ideas, dispersas entre múltiples, numerosos y a veces voluminosos escritos, no fueron suficientemente aclaradas, incluso fueron a veces contradictorias, como así ocurrió con el concepto de la dictadura del proletariado, facilitando así (como si el ser humano no tuviera ya la tendencia a hacerlo) la tergiversación grotesca de sus ideas.
En la revolución rusa de 1917 teníamos presente la semilla de la contrarrevolución. El fuerte liderazgo de la revolución rusa era potencialmente peligroso para la propia revolución. Los acontecimientos fueron poco a poco dependiendo demasiado de demasiadas pocas personas. El protagonismo inicial del pueblo fue progresivamente suplantado por cierta vanguardia. El terreno estaba claramente abonado para la contrarrevolución. Había antecedentes muy peligrosos (ciertas actuaciones más que discutibles, como la disolución de la Asamblea Constituyente) y existía además un concepto teórico muy peligroso: la dictadura del proletariado. Teniendo en cuenta todo esto, la dictadura de la élite era más que previsible. Aun admitiendo las buenas intenciones de los bolcheviques y su élite (no todo el mundo coincide en esto, la derecha y ciertas facciones de la izquierda nos presentan a los bolcheviques como los malvados de la historia), la forma de hacer las cosas posibilitó primero el triunfo de la revolución proletaria (el acceso al poder político), pero también el fracaso posterior de la revolución socialista (la degeneración del régimen soviético). Si partimos de la hipótesis de que las intenciones de la vanguardia que dirigió la revolución rusa de 1917 eran buenas, a pesar de esto, encontramos que existen causas, que se pueden identificar claramente, del fracaso a medio y largo plazo de dicha revolución. De esto se trata. De identificar los fallos del proceso revolucionario ruso. De aprender de los errores del pasado. De aprender de la revolución más importante de la historia. De unos acontecimientos que marcaron la historia de las siguientes décadas en el mundo entero, pues la manera de hacer las cosas en Rusia se exportó a muchos países de su entorno y de otras latitudes. Algunos regímenes «comunistas» en la actualidad son herederos directos de la burocracia soviética de la extinta URSS, de su visión de cómo debía hacerse la revolución socialista, como así ocurrió en los regímenes estalinistas de Europa oriental, diseñados directamente por Stalin desde Moscú.
Se trata de tener en cuenta el contexto en su justa medida, de no obviarlo, pero tampoco de justificarlo todo en base a él, de no infravalorarlo pero tampoco de sobrevalorarlo. Si lo justificamos todo en base a las duras circunstancias, entonces nunca podremos identificar los errores cometidos y estaremos condenados a repetirlos. Y se trata, por supuesto, de no extrapolar métodos aplicados en ciertos contextos a otros contextos diferentes. Aun admitiendo que la revolución rusa en 1917 no podría haberse hecho de otra manera, lo cual es muy discutible, lo que es indiscutible es que la situación actual, en los principios del siglo XXI, es distinta, por lo menos en muchos aspectos. Por tanto, es imperativo evitar los errores que se cometieron en el pasado y asimismo considerar el contexto actual para rediseñar las estrategias revolucionarias. Éstas deben siempre adaptarse al tiempo y al espacio. Ésta fue una de las principales lecciones que nos enseñaron los revolucionarios de finales del siglo XIX y de principios del XX. Tampoco se trata de desechar por completo las experiencias y postulados de quienes posibilitaron o intentaron la revolución. Se trata de separar los aciertos, que también los hubo, de los errores.
De esta manera, con una revolución excesivamente controlada por ciertas élites, los soviets rusos, que pretendían ser el órgano de representación popular del proletariado, de los trabajadores de las ciudades y del campo, de los soldados, es decir, de la mayor parte de la población, que lo fueron al principio, se transformaron en los instrumentos políticos de dominio de una nueva casta burocrática. El soviet supremo se convirtió en el parlamento donde el partido único ejercía su poder, de arriba hacia abajo. El parlamento burgués, expresión del poder de la oligarquía capitalista, se convirtió en el soviet supremo, expresión del poder de la nueva élite: la burocracia del partido «comunista». Se sustituyó una élite por otra, una clase dominante por otra. Ambas élites sin control popular o con un control muy insuficiente. En el Estado soviético, al cabo de poco tiempo, el poder cambió de sentido. En vez de ir de abajo hacia arriba, como así fue al principio, acabó yendo de arriba hacia abajo. La revolución por tanto fracasó como tal. Bien es cierto que se lograron ciertos éxitos importantes en la economía, se alcanzaron ciertos logros sociales que fueron incluso exportados a los países capitalistas (como la sanidad pública, gratuita y universal), se forzó al capitalismo internacional a ceder en algunas cuestiones, como el desarrollo del Estado de bienestar, por la presión que ejercía el «peligro comunista», pero el poder no recayó en el pueblo, o se alejó definitivamente de él. El objetivo esencial de la Revolución comunista, a saber, una nueva sociedad sin clases, donde la explotación del hombre por el hombre fuese un mal recuerdo del pasado, una sociedad donde el individuo fuese verdaderamente libre, una sociedad donde todas las personas tuviesen las mismas oportunidades, donde todos pudiesen satisfacer todas sus necesidades, no se alcanzó, a pesar de ciertas conquistas sociales nada desdeñables. Bien es cierto que el comunismo llegaría con el tiempo tras el socialismo, pero la tendencia en la Rusia «socialista» no apuntaba hacia el comunismo, o no suficientemente, no claramente. El Estado, lejos de ir menguando, crecía y crecía y se hacía más y más autoritario. El nuevo Estado «proletario» degeneraba más y más, superaba incluso al burgués en cuanto a muchos de sus males. Se lograron ciertos logros materiales, bastantes mejoras sociales, pero insuficientes, y lo que es peor, la libertad del individuo, de la sociedad en conjunto, no sólo no avanzó, sino que retrocedió. Sin contar, como si no contara, con la barbarie en que degeneró el estalinismo.
De la barbarie capitalista se pasó a la barbarie estalinista. De dejar morir a la gente por no satisfacer sus necesidades, como así hace el capitalismo como mínimo (cuando no reprime a quienes se oponen a él), se pasó al genocidio, a matar sistemáticamente a los disidentes, a todo aquel que no conjugaba con la doctrina imperante, incluso a los antiguos camaradas de la vieja guardia bolchevique. Si uno lee a Marx, se pregunta dónde demonios estaba el marxismo en los regímenes estalinistas, cómo podían ser llamados dichos regímenes «comunistas». Sin embargo, los errores del marxismo también contribuyeron a la degeneración de la dictadura del proletariado. Concepto que ya era de por sí muy polémico y que podía ser interpretado de manera muy peligrosa, como finalmente así fue. Este concepto de la dictadura del proletariado fue, en mi opinión, el principal error ideológico del marxismo. Pero tanto el marxismo como el anarquismo, a pesar de sus errores, también tienen muchos aciertos.
La mayor parte de los análisis de las causas de la degeneración de la revolución rusa realizados por las distintas facciones de la izquierda se hacen para resaltar la validez de las ideas propias y para desautorizar ideológicamente al «enemigo», se hacen sin el más mínimo atisbo de autocrítica, o con una autocrítica superficial e insuficiente, autorreprimida. En el caso de los trotskistas, se usa a Stalin casi como chivo expiatorio. En el caso de los estalinistas se hace lo propio con Jruschov, Brézhnev y Gorbachov. Es curioso ver cómo los trotskistas acusan a los estalinistas prácticamente de las mimas cosas que los estalinistas a los trotskistas o a los revisionistas. En el caso de los anarquistas se achaca la culpa a los bolcheviques. En todos los casos se usa el contexto como justificación de los males propios sobre todo. Los bolcheviques explican la degeneración de la revolución por las fatales circunstancias, por las herencias del zarismo, por ciertos errores tácticos, justifican sus métodos dirigistas por el analfabetismo del proletariado ruso. Los anarquistas explican el fracaso de la revolución por la incultura del pueblo ruso, por su falta de conciencia, y por el uso de esa incultura por parte de una élite que se aprovechó de ella. Para los bolcheviques sus errores no fueron profundos, no fueron ideológicos o metodológicos. Y tres cuartos de lo mismo podemos decir de los libertarios, cuando analizan las revoluciones anarquistas o los episodios de protagonismo libertario en la revolución rusa. Bien es cierto que todas las causas esgrimidas con toda probabilidad fueron ciertas, influyeron notablemente en los acontecimientos. Pero hay que intentar explicar lo que ocurrió yendo al fondo de las cuestiones, llegando incluso a las ideologías. Con semejantes análisis superficiales y limitados, conscientemente limitados para no atentar contra los dogmas de la ideología propia, en algunos casos incluso infantiles, con ese nefasto sectarismo, no es posible reconstruir una teoría revolucionaria acorde con los tiempos actuales. Desde el dogmatismo no es posible dar con todas las causas, con las más profundas, con las explicaciones completas, de la degeneración de la más importante revolución proletaria de todos los tiempos. Esos analistas presuntamente revolucionarios atentan contra el más elemental espíritu revolucionario: la búsqueda de la verdad.
Sólo es posible acercarse a la verdad mediante el uso del pensamiento libre y crítico, sin miedo de cuestionar lo incuestionable, de replantear nuestras más profundas convicciones. La crítica, pero también la autocrítica, son el ABC de la ciencia revolucionaria. Deben practicarse hasta las últimas consecuencias.
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