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La deserción es nuestra única salida

Fuentes: Rebelión

Hasta que la morfina patriotera e ilustrada del estado-nación se hizo con el monopolio de nuestros cuerpos y con el control de nuestras almas era más que obvio para cualquiera que las guerras no obedecen a intereses populares y que la deserción (todo lo contrario a la neutralidad o al colaboracionismo) es la única agenda revolucionaria posible para las mayorías sociales.

La vieja proclama internacionalista que ordena que no haya guerra entre pueblos ni paz entre clases es heredera de esta lógica, que considera que las guerras no se luchan entre dos bandos sino en tres vectores transversales con intereses opuestos: esto es, los grandes carteles financieros que apoyan en la sombra a ambos frentes hasta redirigir el conflicto en la dirección deseada, las burocracias imperiales/estatales que se declaran mediáticamente la guerra, y las poblaciones que, en forma de civiles o de individuos alistados en el ejército por su pobreza, son masacrados y utilizados como un inagotable petróleo rojo en basa al cual erigir un nuevo orden.

Es por eso que, ante el irracional espíritu bélico que promueven gran parte de nuestros políticos, periodistas e intelectuales estas últimas semanas, no nos queda otra alternativa que reformular la sentencia pronunciada por el General Dux (Kirk Douglas) en Senderos de Gloria y afirmar que el europeísmo es hoy en día el último refugio de los canallas. El envío de armas a Ucrania contra el criterio de todo experto militar es síntoma de este canallismo europeo, que se propone reavivar en pleno s. XXI la suicida categoría de patriotismo a costa de intensificar hasta el extremo un conflicto evitable, condenar a muerte a los civiles ucranianos de 18 a 60 años que están siendo obligados a luchar, y ponernos a todos en peligro de un conflicto nuclear mundial. El delirio es generalizado e incluso un intelectual a priori progresista como José Luis Villacañas pretende hacernos creer esta fábula sangrienta de héroes patrióticos, celebrando con retórica de otra época que la “novedad” de esta guerra es que los civiles están luchando -de manera obligada- en un conflicto suicida en nombre de Ucrania y que, por eso, “Zelinski es el todo porque ha construido un Estado al lograr la obediencia del pueblo en armas”.

En medio de este clima de irresponsabilidad mediática e intelectual que se aferra a las coordenadas geopolíticas de un mundo de estados-nación ya extinto, pareciera casi imposible percatarse de que la guerra que está teniendo lugar en Ucrania no es un conflicto entre bloques anacrónicos ni un enfrentamiento por la hegemonía mundial entre el viejo imperialismo atlantista y el nuevo imperialismo euroasiático. Nos encontramos, por el contrario, ante una masacre disfrazada de choque civilizatorio que busca crear las condiciones de excepcionalidad (crisis energética y de recursos básicos, estanflación, etc.) para acelerar la fusión del capitalismo liberal y el oligárquico en un nuevo capitalismo tecnocrático de inspiración china.

Este modelo ya ha sido puesto en marcha entre nosotros mediante la gestión autoritaria y tecnócrata de la crisis del covid-19, que cronificó la pandemia hasta convertirla en el mayor negocio de la historia y nos acostumbró a un régimen de excepción, censura y hostigamiento permanente. Es muy probable que las sanciones que el Gobierno y la UE nos ha impuesto a todos los ciudadanos con la excusa de ahogar económicamente a Rusia, harán que en los próximos meses se naturalice nuevamente la necesidad de un mando tecnócrata que gestione los escasos recursos de los que dispondremos. Pensemos que ante la situación actual el ramo del transporte está al borde del colapso y que, en consecuencia, sectores estratégicos como la pesca o la ganadería están viendo amenazada seriamente su supervivencia (¿alguien se acuerda del “en el 2030 no comerás carne” de la agenda post-humana del Foro Económico Mundial?), por no hablar de los precios, ya disparados, que se triplicarán en los próximos meses según A. Turiel.

Nos encontramos en pleno proceso de transición de un modelo de sociedad ordenado en base a la idea alienadora de patriotismo a un nuevo orden mundial de selectiva carestía estructurado alrededor del concepto autoritario de “responsabilidad social”. No olvidemos que durante la crisis del covid-19 nos obligaron a ir en contra de nuestra propia integridad física, psicológica y de nuestro sentido común, así como a obedecer medidas irracionales en nombre de la “responsabilidad social”. La idea de responsabilidad social no es, sin embargo, más que un trampantojo moralista carente de ética que sustituye a la vieja idea de patriotismo con un mismo fin: hacernos abandonar toda capacidad de deliberación acerca de cuáles son nuestros intereses para entregarnos a la ajena defensa de intereses capitalistas contrarios a nuestras propias vidas.

Los vínculos entre el discurso de la responsabilidad social y el más crudo autoritarismo debiera ser obvio en estos últimos días, vistas las delirantes llamadas al ahorro de calefacción en tono ejemplarizante de Josep Borrell y Ana Botín, o las represalias que están sufriendo todos aquellos que reniegan de la versión oficial de esta guerra, como muestra el despido de Valery Gergiev como director de la Filarmónica de Múnich o la omnipresente censura en redes (con excepción de los discursos rusófobos que en un principio Facebook estaba dispuesto a permitir).

En este sentido, el covidiano preludio de los últimos dos años al régimen tecnócrata de la responsabilidad social que se está asentando entre nosotros, sirvió para trasmutar en tiempo express socialdemocracias liberales como la austríaca, italiana, francesa, neozelandesa o canadiense en regímenes autoritarios. Si la apelación a la responsabilidad social legitimó hacer la vacunación obligatoria y privar del derecho al trabajo a los no vacunados en varios de estos países sin razones que sustentasen tales medidas, el crudo autoritarismo que nutre a esta misma responsabilidad social es lo que ha llevado, por ejemplo, al gobierno canadiense a congelar ilegalmente -sin aval judicial- las cuentas bancarias de los camioneros que participaron en las manifestaciones contra las políticas covid-19 del gobierno.

Pensemos lo que pensemos sobre la gestión de la crisis del covid-19 o sobre las razones que explican la guerra en Ucrania tenemos que reconocer que hay ya demasiadas señales que nos indican que estamos entrando de lleno en la era tecnocrática.

La llegada de la tecnocracia (o el anunciado advenimiento de la Cuarta Revolución Industrial)

La tecnocracia es un sistema de gobierno dictatorial basado en la redistribución de recursos por parte de una élite de expertos-gestores que consideran que la política es enemiga del progreso y de la paz social. Este sistema, implantado ya en gran medida en China mediante mecanismos de disciplinamiento cívico en base a los cuales se permite o veta el acceso a determinados productos a los ciudadanos dependiendo del número de su “crédito social”, es indisociable de una digitalización del mundo sin control republicano alguno como la que hemos experimentado.

Si de algo podemos estar seguros es de que la guerra en Ucrania se cronificará en clave bélica (puede que a nivel global) o post-bélica todo el tiempo que haga falta para hacerla coincidir de manera estratégica con la crisis energética y climática, y justificar así la implantación de un mando tecnocrático disfrazado -como todo régimen fascista- de régimen impuesto en el interés de las mayorías. Estamos en el último estadio de implantación de una tecnocracia global que cumpla con los mandatos de la Cuarta Revolución Industrial popularizada por el Foro Económico Mundial que el Gran Reseteo de la gestión de la crisis del Covid-19 ya implementó.

Norbert Wiener, uno de los inventores de la cibernética, ya alertaba en los años cincuenta en The Human Use of Human Beings de la necesidad de someter a un control humano la revolución digital para evitar caer en el régimen tecnocrático al que parecemos abocados. Sin embargo, Wiener no solo fue ignorado, sino que la sociedad del control y la deshumanización que él pretendía evitar fue considerada como el más ideal de los destinos por algunas de las personas con más influencia en el ámbito de la política y la tecnología del último siglo. En 1969, por ejemplo, Zbigniew Brzezinski, que además de ocupar cargos de primer nivel en el gobierno americano fue el fundador de la Comisión Trilateral a petición de David Rockefeller, manifestaba sin ambages en Between Two Ages. America’s Role in the Technetronic Era su preferencia por un inevitable régimen tecnocrático que evitaría la politización de las clases populares y de la gente joven. Según Brzezinski esto sería irremediable ya que el mundo de los estados-nación sería sustituido en las décadas siguientes por un conglomerado de multinacionales encargadas de tomar en relativa sombra las decisiones políticas antes reservadas a los estados.

El ideario tecnócrata de Brzezinski enlazaba en el fondo con la agenda de apariencia liberal, pero de estructura fascista, de ideólogos tempranos del neo-liberalismo como Walter Lippman, quien en 1922 apostaba en el ensayo Public Opinion por un régimen político compuesto por una élite de expertos que tomarían decisiones para después “manufacturar el consentimiento” de la población mediante estrategias de persuasión propias de las ciencias del comportamiento. Esta concepción tecnócrata de la sociedad es la que hoy en día promueven individuos como Ray Kurzweil o Klaus Schawb mediante grandes estructuras de gobernanza mundial como el Foro Económico Mundial que acogen en su seno, como partes fundamentales del nuevo entramado tecnócrata global tanto, a las élites burócratas americanas como a las chinas o rusas, tal y como muestra Iain Davis en un reciente artículo.

Tenemos, por lo tanto, que estar muy atentos a todo intento de “manufacturación” de nuestro consentimiento mediante estrategias de propaganda tecnócrata prototípicamente fascistas. En este sentido, hace unas semanas Whitney Webb alertaba de una nueva guerra de “terror doméstico” de inspiración americana contra todo aquel que disienta, librada bajo la excusa de luchar (¡qué paradoja!) contra la extrema-derecha y contra el fascismo. Sin embargo, esta falsa lucha, que sustituye como objetivo el terrorismo islámico por el fascismo interno a cada país a propósito de fenómenos mediáticamente inducidos como el charlotesco asalto al Capitolio, crea sin ningún reparo aquello mismo que persigue (la extrema-derecha y el fascismo) para después imponer el terror social mediante un fascismo efectivo que acusa de ser un peligro a todo aquel que se enfrente al autoritarismo tecnócrata.

El ejemplo más obvio con respecto a la guerra en Ucrania lo tenemos en los cuerpos neo-nazis que según Branko Marcetic los EEUU habrían introducido en 2014 en Ucrania con el fin de desestabilizar el país e intensificar el conflicto con Rusia. (El Batallón Azov, una formación  neo-nazi, forma desde entonces parte de las fuerzas de seguridad ucranianas). Esta estrategia de desestabilización fue ideada en su día por Brzezinski, quien diseñó la guerra sucia contra el gobierno pro-soviético de Afghanistan al financiar a los muyahidines de los que acabarían surgiendo los talibanes que acabaron legitimado las últimas acciones bélicas de EEUU. Según Brezinski, en el mundo de la tecnocracia es deseable que existan carteles de violencia organizada, en tanto que esta violencia disciplina por abajo a la población, puede ser controlada por el gobierno y evita la politización violenta de los sectores más desfavorecidos de la sociedad.

 Las batallas políticas contra la extrema-derecha y los fascistas de otro tiempo tienen que ser, por eso, luchadas con un claro sentido estratégico que no nos haga caer presos de las trampas del fascismo contemporáneo. Si queremos, por ejemplo, neutralizar políticamente a VOX no podemos permitir que los camioneros y ganaderos que se manifiestan por los derechos de todos sean acusados de ser miembros de la extrema-derecha a los que es mejor ignorar.

El mayor anhelo del régimen tecnocrático es producir simplificaciones moralistas y violentas de la realidad por las que todo aquel que se enfrente a un orden de cosas dado sea considerado fascista, como antes podía ser tachado de rojo o maricón. Esta extraña categoría de fascismo -similar en su perversidad a las ideas de diversidad y sostenibilidad que defiende el capitalismo con el fin de romper en clave fascista el tejido social- no está diseñada para luchar contra el ideario VOX (falangista en términos sociales y territoriales, y ultraliberal en términos económicos), sino para acabar aupando a partidos como VOX, mientras se persigue al grueso de la población y, más en concreto, a todos aquellos que defiendan una agenda de izquierdas o republicana-democrática. No en vano, según cuenta Iain Davis, la propuesta de reforma del Human Rights Act que se tramita en el Parlamento Británico pretende evitar, en nombre del interés público, que las cortes de justicia puedan dar la razón a ciudadanos que denuncien medidas ilegales aprobadas por los gobiernos como ha sucedido durante la crisis del covid-19.

En este contexto tecnócrata en el que incluso se anulan las señas de identidad del estado liberal (la separación de poderes y los derechos formales) y se avanza cara a un autoritarismo abierto, la deserción ante conflictos entre enemigos de la sociedad como el que está teniendo lugar en Ucrania (la oligarquía rusa por una parte, la atlantista por la otra) es la única salida para recuperar la naturaleza republicano-democrática de nuestros derechos individuales y colectivos.

La memoria latente de la deserción (o la ética de la prudencia vs. la perversidad de la empatía)

EL PREDICADOR. (…) Hemos sido derrotados

MADRE CORAJE. “¿Quién ha sido derrotado?  Las victorias y derrotas de los   peces gordos de arriba y las de los de abajo no siempre coinciden, en absoluto. Hay casos incluso en que, para los de abajo, la derrota se ha traducido en un beneficio. Se ha perdido el honor, pero nada más. (…) En general, se puede decir que a nosotros, la gente corriente, la victoria y la derrota nos salen caras”.

Madre Coraje y sus hijos (1939), Bertold Brecht

El arrebato de lucidez anti-belicista que Madre Coraje expresa en estas líneas mientras se camufla entre los bandos protestante y católico en la Guerra de los Treinta Años, se entronca con toda una tradición de la literatura moderna europea que defiende la deserción como la actitud más ética, radical y subversiva ante el mandato patriótico que, en nombre de intereses ajenos, despoja a los sujetos y a la comunidad del derecho a la preservación de la propia vida. Esta tradición, derivada de un iusnaturalismo republicano, se remonta a los orígenes sociales de la literatura en el s. 16 y ensalza la figura del contra-héroe (el pícaro, el desertor, la prostituta, el cornudo) como el paradigma de la verdadera modernidad.

El contra-héroe desertor revela la perversidad del modelo social que promueve el héroe clásico, perfecto en tanto que aristócrata y legitimador de una férrea estratificación social. El maquiavelismo republicano del contra-héroe atenta, en este sentido, contra la maniquea concepción heroica de la realidad que divide el mundo entre el bien y el mal, pero desafía además la falsa moral del honor, el imperio, la masculinidad, la patria o la religión siempre que estas atenten contra la inviolable vida concreta y singular del individuo. La defensa de la propia vida es, de hecho, el elemento en el que se ancla toda noción de una igualdad real entre sujetos.

No es por eso inocente que Lazarillo de Tormes, uno de nuestros primeros contra-héroes, se dedique a intentar revelar a todos sus “amos” -con los que intenta establecer una frustrada alianza política- la situación de alienación en la que se encuentran bajo el Imperio, después de la tragedia familiar que el mismo experimenta por la guerra. El padre de Lazarillo muere en una guerra contra los moros en la que es obligado a luchar por pobre, mientras que su padrastro (un negro que “por amor” arriesga su vida para dotar de recursos básicos a la familia) es desterrado y su madre obligada a convertirse en una prostituta mientras cuida de su  hijo pequeño (un niño negro que es hermano de sangre de Lazarillo). Todos estos factores, derivados de una guerra contraria a los intereses populares, hacen que Lazarillo se proclame desertor de todo dogma pseudo-moral y no tenga problema en presentarse, por ejemplo, como cornudo, desafiando la estupidez del honor y la masculinidad imperial.

El linaje de los contra-héroes que defienden la deserción en pleno conflicto bélico es inabarcable y va del Estebanillo González, que en pleno s. 17 burla en la Guerra de los Treinta Años la autoridad de ambos bandos, a novelas del s. 20 como El buen Soldado Sveik de Hašek, La sal de la tierra de Wittlin o el Chevengur de Platónov, que nos alertan, como ya hizo Goya, de los desastres que suponen para las mayorías sociales tanto la guerra como la política de bloques.

Todas estas apologías por el derecho a la preservación de la propia vida son altamente hirientes para la moral ilustrada reinante porque oponen la irreverencia del humor popular -que no sabe de jerarquías- a la seriedad maniquea de los defensores del orden establecido. Sin embargo, el aspecto más problemático para la cosmología liberal-ilustrada de estas defensas de la deserción que privilegian la vida de la mayoría por encima de los grandes intereses del capital disfrazado de patria radica en su defensa del individuo. En contra de lo que asegura la mitología liberal, el derecho a la vida y a la libertad de los individuos (el ser anónimo, el que desierta porque es carne de cañón, es decir, el 99 por ciento olvidado de la sociedad) es una reclamación del republicanismo democrático que no puede ser confundida con la ideología del liberalismo.

Podríamos decir que el liberalismo realizó una acumulación primitiva de capital conceptual (una expropiación originaria sobre la que se basan todas las expropiaciones posteriores) sobre la idea de individuo y sobre el concepto de libertad. En realidad, el liberalismo es la política más intervencionista que ha existido nunca en la vida de los individuos, de la economía, de la sociedad y de la idea misma de libertad. En este sentido, la lógica de la deserción, masiva antes del s. 18, se basa en un entramado conceptual republicano que ha sido borrado por nuestra reaccionaria herencia ilustrada. La categoría ética por antonomasia antes de la irrupción del estado nación era la prudencia, es decir, la capacidad que cada individuo tenía para discernir en cada situación y al margen de maniqueísmos morales propios del absolutismo, qué es el bien, qué es el mal y cuál es la mejor manera de preservar la vida individual y colectiva.

Esta lógica, que se populizará en pensadores del s. 17 como Gracián, que alertan al individuo de la necesidad de poner en marcha una razón de estado de uno mismo y de desarrollar un arte de prudencia, parte ya del s. 15, como muestra Pedro de Portugal en la Sátira de felice e infelice vida al afirmar que “es razonable elegir la prudencia e dexar la caridat”, pues la primera “a cosas mundanas se dirige et no a divinas” como sí hace la segunda. La imposición de un habitus liberal-ilustrado acabó con la prudencia como una categoría cívica de carácter individual contra-absolutista preocupada por asuntos humanos, y la sustituyó por la empatía,  un concepto pseudo-comunitario de carácter religioso, colindante con el patriotismo y carente de toda ética que exige al individuo renunciar a su propia vida y abrazar los intereses que la sociedad del espectáculo le presenta como propios. Esta transmutación conceptual que convierte en ética el sacrificio de la propia vida en nombre de intereses ajenos (y que vuelve a revivir estos días en nosotros) es defendida incluso por liberales de espíritu republicano del s. 19 como Stuart Mill, quien deja claro que el individuo debe cultivar la empatía para así transferir su instinto de autoconservación a la defensa de los intereses colectivos nacionales.

En la coyuntura actual no nos queda, por eso, más remedio que reimaginar el legado anarquista (el anarquismo, incluso en casos como el de Stirner o Thoureau solo puede ser de “izquierdas”) que resiste a la expropiación de nuestras vidas y de nuestro sustento material por medio de la estrategia contra-heroica y republicana de la deserción y la desobediencia civil. En esta sociedad del control y el algoritmo, la prudencia y la deserción son la única manera de resistir a la barbarie tecnócrata y recuperar una dimensión anónima de la vida, que es la que realmente temen, por impredecible, los grandes poderes que nos dominan. Plantémosle, en definitiva, cara a la responsabilidad social (esa nueva forma de patriotismo) y a la empatía mortífera y canalla de los Risto Mejide, Pedro Sánchez o Mario Draghi que nos desinforman y gobiernan, y adoptemos la prudencia como la mejor manera de defender toda vida humana.

David Souto Alcalde, doctor en Estudios Hispánicos por la New York University, es escritor y profesor de cultura temprano-moderna en Trinity College (EEUU).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.