Si algo hay que reconocerles a la mayoría de gobiernos del mundo es su manera franca y abierta de actuar a favor de los privilegios. Así es como se ha construido un sistema capitalista basado en la polarización y la concentración de la riqueza de las naciones, amparado en leyes ideadas, redactadas e impuestas con […]
Si algo hay que reconocerles a la mayoría de gobiernos del mundo es su manera franca y abierta de actuar a favor de los privilegios. Así es como se ha construido un sistema capitalista basado en la polarización y la concentración de la riqueza de las naciones, amparado en leyes ideadas, redactadas e impuestas con esa visión discriminadora e injusta. Para legitimar ese esquema se ha desarrollado un mensaje tendente a criminalizar todo movimiento social cuyo propósito sea reducir las desigualdades.
El modo como ese modelo ha ido capturando las bases de la institucionalidad muestra un trasfondo de deshumanización convertido en «ideología del desarrollo»; y sus objetivos, además de convertir en aliados a los gobiernos más débiles, ha sido establecer sociedades frágiles en su conducta ciudadana, lábiles ante el poder, dóciles ante la autoridad. La criminalización de las demandas populares, por lo tanto, cae en un esquema propicio para instaurar medidas coercitivas y aplicar toda la fuerza de la represión en contra de grandes conglomerados humanos.
En días recientes, los escandalosos descubrimientos de los Panama Papers han puesto en evidencia cuánta basura se esconde tras las grandes instituciones financieras mundiales y cómo estas han participado gustosas en movimientos de riqueza de prácticamente todas las naciones del planeta, a espaldas de quienes producen esa riqueza con su trabajo. Las protestas no se han hecho esperar, pero aun así las grandes cadenas noticiosas y los medios locales en diferentes países han realizado esfuerzos ingentes por bajarle el tono al escándalo.
Una mirada comparativa entre esos indecentes depósitos bancarios y los indicadores de pobreza, desnutrición y violencia derivada de situaciones extremas de inequidad y discriminación, deja en descubierto la inmoralidad de los líderes mundiales y sus cortes principescas de consorcios mediáticos, industriales y financieros. Las cifras son de tal magnitud que con esas fortunas podría eliminarse de una vez y para siempre el hambre en el mundo, con la ventaja adicional de hacerlo creando bases para su sostenibilidad.
Es evidente que las alturas del poder alteran de manera peligrosa todo sentido de la realidad. Quizá la falta de oxígeno afecte las funciones cerebrales creando una ilusión de seguridad peligrosamente ficticia, la cual hace ver a la masa ciudadana como eso: una masa informe y obediente capaz de soportarlo todo, de creer en la falsedad del discurso y seguir sobreviviendo en un estado de pasividad ideal para el sistema.
Sin embargo, la presión generada por la frustración ante la corrupción y la desidia de los gobiernos frente a las urgentes necesidades de poblaciones abandonadas a su suerte constituye una auténtica bomba de tiempo. Los esfuerzos del sistema por crear un clima de confrontación entre sectores de la ciudadanía puede funcionar una, dos o más veces, pero no funcionará para siempre y en algún momento la situación dará pábulo a la unidad.
La satanización de las demandas populares y de sus protestas contra el abuso de la explotación de los recursos por medio de contratos venales entre gobiernos y compañías extractivas, hidroeléctricas y agrícolas, es una estrategia débil ante la realidad del robo de las riquezas de las naciones. El discurso de odio contra grandes sectores de la población que exigen justicia, probidad de sus autoridades y respeto a sus derechos, choca de frente contra la legitimidad de las protestas y la pertinencia de sus demandas. El momento del cambio, al parecer, se acerca.
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