Al caer la tarde, cuando se apagan las luces de los centros comerciales y el mundo de neón desaparece, el individuo se refugia en su casa, abre los paquetes (el único instante diario de placer) y siente realizada la condición de consumidor otorgada por el mercado. Como este placer es momentáneo -sólo existe mientras realiza […]
Al caer la tarde, cuando se apagan las luces de los centros comerciales y el mundo de neón desaparece, el individuo se refugia en su casa, abre los paquetes (el único instante diario de placer) y siente realizada la condición de consumidor otorgada por el mercado. Como este placer es momentáneo -sólo existe mientras realiza el acto mismo- pocos minutos después, en soledad, vuelve al estado natural de inacción: la pasividad propia de las sociedades democráticas del siglo XXI. Así, con este tipo de afirmaciones, debería arrancar una reflexión sobre la imposibilidad de la política -entendida como confrontación- en los estados armónicos y culturales de libre mercado. Esta mirada debería recoger la ausencia de un relato político articulado, el temor que cualquier idea colectiva -nacida de la experiencia real- provoca en los fabricantes de opinión y la resignación, por no decir indiferencia, que un análisis sobre las posibilidades de un futuro social y laboral organizado de otra manera sugiere entre los votantes. La realidad se ha disfrazado con el velo azul de los antidepresivos y la cohesión social depende del calendario laboral: fiestas, puentes y demás divertimentos comunes.
La política, en el viejo capitalismo, era tensión y huelgas, despidos y batallas sindicales, ayuda mutua, por citar el viejo concepto anarquista, y solidaridad obrera: cultura popular (común) y conciencia de clase. La nueva política, en este capitalismo acelerado que se refunda sobre conocidos cimientos y reuniones, rechaza el conflicto como algo ajeno y aboga por una sociedad uniformizada por el patrón-consumo, una burbuja brillante que deslumbra con infinita potencia. La política ha desaparecido puesto que ha desaparecido el escenario y el terreno donde era posible el enfrentamiento real. Desde la segunda mitad de los años ochenta, por fijar fechas, el escenario material dejó su sitio en la esfera del dominio-resistencia al escenario virtual y los conflictos dejaron de afectar a personas concretas para adquirir dimensión de acontecimiento mediático. Esto no quiere decir que la realidad del desempleo no afecte a personas reales (todo aquel que pierde el empleo y no puede afrontar el pago de su préstamo hipotecario, por ejemplo) y que los problemas (precariedad, inseguridad laboral) no sean tangibles. Quiere decir, de forma simbólica, que la condición de verosimilitud que conllevaba la realidad, ha sucumbido ante la estadística, las declaraciones altisonantes de los políticos o la vulgaridad de una nota de prensa explicativa. El trabajo ha desaparecido del debate público y los problemas, por tanto, son de otra índole discursiva. Ya no hacen política los ciudadanos, las organizaciones o sindicatos de servicios: la hacen los thinks tanks (entre ellos) y sus medios de transmisión de ideología dominante. De actores a espectadores. Entre los actores (emisores activos) y los espectadores (receptores pasivos) se encuentra un foso, una barrera de contención, una distancia. La cuarta pared de la que hablaban los teóricos del teatro nos ha sepultado con su armazón de hormigón y lazos de colores.
Frente a esta tesitura, frente al peso muerto del «fin de la historia» como lucha de clases que preconizan sin descanso, algunos partidos políticos minoritarios (de la izquierda) intentan levantar la cabeza, asomarse entre los escombros, vislumbrar otra forma de hacer política con una articulación que recupere la dimensión colectiva del quehacer. Sus intenciones son loables y en esa línea es necesario perseverar. Sin embargo, pese a que los altavoces están preparados y la palabra sea certera y justa, al mirar hacia atrás, los soldados han desaparecido. Imaginemos una «vanguardia consciente» a la que no siguiera nadie. Imaginemos la desolación. Recuperar el sentido de la historia colectiva debería ser uno de los primeros pasos. Al recuperar la historia, la lucha (de clases) se convierte en reflejo de lo que somos, de lo que podemos ser. La condena al consumo, la condena a la frágil felicidad sólo puede entenderse como una pena privativa de libertad. La batalla, el campo abierto, es el lugar donde las múltiples identidades inventadas por el capitalismo, los cantos de sirena de la plural subjetividad, desaparecen y la identidad de clase, de pertenencia a un sujeto histórico determinado, adquiere dimensión de discurso político. Sólo en la historia, entendida como narración de la experiencia y acción, puede la izquierda recuperar sus soldados, sus famélicas legiones.