Mientras en España y otras «naciones civilizadas» el estado se reserva el monopolio de la violencia en todas sus manifestaciones posibles (incluida la privación de derechos y libertades), como ha puesto de manifiesto recientemente el director general de la policía española («la policía no va a tolerar ninguna expresión de violencia en las calles»), se […]
Mientras en España y otras «naciones civilizadas» el estado se reserva el monopolio de la violencia en todas sus manifestaciones posibles (incluida la privación de derechos y libertades), como ha puesto de manifiesto recientemente el director general de la policía española («la policía no va a tolerar ninguna expresión de violencia en las calles»), se pretende legitimar el monopolio de la violencia a cargo de grupos opositores en las naciones que no forman parte de la dictadura del capital, de tal forma que, una respuesta contundente y proporcionada por parte de las autoridades, aplicando los mismos principios legales e instrumentos represivos de aquellas, viene siendo la matriz habitual para justificar la desestabilización y la intervención de ejércitos extranjeros con el propósito de establecer o restablecer el nuevo orden mundial (imperial).
Ahora le ha llegado el turno a Venezuela, que ya sufrió un golpe de estado en 2002 y varias intentonas después, sin otra acusación posible a la coalición de partidos gobernante y a sus máximos líderes que la de haber ganado limpiamente con las mismas reglas del juego habituales de las naciones que lideran la «comunidad internacional» y en defensa de los intereses de las mayorías humildes. Según establece el derecho constitucional venezolano y el derecho político comparado, tras el triunfo electoral de Nicolás Maduro el 14 de Abril de 2013, a la oposición le corresponde respetar la voluntad mayoritaria de los electores, expresada a través del programa electoral del Gran Polo Patriótico, cuyo cumplimiento es el máximo exponente de una verdadera democracia. Sin embargo, aquí reside el gran escollo de los gobiernos alternativos que reivindican la democracia real en nombre de las mayorías humildes. Las acciones que está protagonizando la extrema derecha en Venezuela (desabastecimiento, sabotajes, violencia callejera, procesos inflacionarios) tienen como objetivo inmediato impedir que Nicolás Maduro pueda llevar a cabo su programa y como objetivo a más largo plazo la desestabilización y el golpismo. Mediante el juego sucio, del que es cómplice y colaboradora la MUD, se intenta colocar palos en la rueda para que también Venezuela se sume al modelo oficial de democracia formal existente en el mundo capitalista, donde los programas se hacen para no cumplirlos, para engañar al pueblo y arrebatarle su derecho de sufragio.
De este modo, se produce la paradoja de que Nicolás Maduro y el Gran Polo Patriótico han sido puestos en la picota por tener la firme voluntad de cumplir el programa electoral, mientras en España y el resto de países que lideran el mundo capitalista los gobernantes que traicionan a sus electores gozan de máximo prestigio y de poderes especiales, incluido el uso de la fuerza. ¿De qué principios y normas adquieren la legitimidad quienes gobiernan como déspotas? ¿Será tal vez la lógica expresión de la teoría del mandato representativo, con el que la minoritaria clase dominante, la burguesía, logró eliminar vínculos y responsabilidades de sus peones ante el pueblo y que viene plasmado en el articulado de constituciones como la española, la francesa, la italiana o la alemana? Así, el artículo 67.2 de la constitución española de 1978 declara: «Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo». Por su parte, este es el tenor de la constitución francesa de 1958: «todo mandato imperativo es nulo», mientras la italiana, para no llevar el paso cambiado, establece que «todo miembro del Parlamento representa a la Nación y ejerce sus funciones sin estar ligado a mandato alguno».
Lo denunciaba Juan Jacobo Rousseau en el Contrato Social: «los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser sus representantes, no son más que sus mandatarios; no pueden concluir nada definitivamente… El pueblo inglés cree ser libre, y se engaña mucho; no lo es sino durante la elección de los miembros del Parlamento; desde el momento en que éstos son elegidos, el pueblo ya es esclavo, no es nada.» Algo habría que hacer para que los programas electorales fueran vinculantes y que de ello se derivaran responsabilidades objetivas para los gobernantes que no los cumplieran. Si los ciudadanos nos obligamos cotidianamente en multitud de contratos, adquiriendo responsabilidades: ¿por qué están exentos quienes, por su cargo, disfrutan de poderes especiales ausentes en el resto de ciudadanos, como el legislativo, el ejecutivo y el presupuestario? La lección de Venezuela, con un presidente y un programa político mayoritario amenazados por la extrema derecha, el imperio y el narcoterrorismo colombiano, demuestra lo caro que resulta gobernar a través de los programas electorales refrendados en las urnas y en nombre de las mayorías humildes.
Seríamos unos ingenuos si pensáramos que la minoritaria clase dominante diseñó la democracia formal para que gobernaran las mayorías humildes, sus enemigos de clase. El descafeinado mandato representativo ha posibilitado la convivencia de modelos de sufragio universal con el despotismo más descarado, convirtiendo a los políticos al servicio de la clase dominante en un gremio de farsantes y corruptos. Sin embargo, no se podría entender el éxito de la democracia burguesa (o plutocracia) sin acudir al protagonismo en la sombra que, sobre la opinión pública, ejercen los grandes medios de persuasión, bajo el ropaje de árbitros y mediadores sociales, pero que sirven a su amo: la burguesía. Ellos son los que establecen las reglas en cada lugar del planeta, los que construyen los guiones de la política y a sus personajes, los que ponen y deponen gobiernos, los que nos mean y aseguran que está lloviendo, los que velan por la buena salud del paradigma político dominante, los que aplauden cada vez que Rajoy, Obama u Hollande traicionan a sus electores y hacen sonar tambores de guerra contra quienes se atreven a liderar y cumplir la voluntad popular. Son pues parte de la maquinaria de guerra de la burguesía, una tecnoestructura al servicio de la clase dominante en sociedades que han trasladado el protagonismo de las técnicas de represión a las técnicas de persuasión.
Y mientras tanto, una parte importante de las clases humildes y partidos políticos que se proclaman de izquierda, en España o en el resto del mundo capitalista, siguen conectados a la unidad de cuidados intensivos de falsimedia para que les cuente la realidad y les confeccione la hoja de ruta, hasta incurrir en el paroxismo de la famosa anécdota contada por Pascual Serrano en que, María Teresa Campos (locutora de televisión en España), ante los desmentidos de los turistas en Varadero (Cuba) sobre la presencia de un devastador huracán, les espetó a que sintonizaran con CNN para estar bien informados de una realidad que ellos sólo captaban a través de sus imperfectos procesos cognitivos. Si hay que sacar una conclusión clara de todo esto, es que la política y la vida social seguirán siendo un permanente carnaval mientras no se acabe con la falsa independencia de los medios de comunicación privados y las mayorías humildes se desvinculen de los medios burgueses para crear otros alternativos, reivindicando la objetividad pero sin aspirar a la imparcialidad (como diría Ortega y Gasset) porque nadie puede ser independiente o imparcial en la causa de los pobres y excluidos, excepto sus enemigos.
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