Recomiendo:
0

La doxa reaccionaria

Fuentes: Rebelión

Existe una fuerza conservadora de primer orden en el arsenal de la derecha y de la extrema derecha social, mediática, económica y política. Es un sentir general, un estado de opinión, una actitud decantada entre buena parte de la población que va más allá del electorado y las bases sociales derechistas. No se trata de […]

Existe una fuerza conservadora de primer orden en el arsenal de la derecha y de la extrema derecha social, mediática, económica y política. Es un sentir general, un estado de opinión, una actitud decantada entre buena parte de la población que va más allá del electorado y las bases sociales derechistas. No se trata de un pensamiento muy consciente, ni de la influencia de los medios de comunicación, aunque es terreno abonado para la acción de éstos últimos. Se trata de una postura, una actitud, un estar en el mundo, un hacer fundamentado en un dar por sentado, un hábitus anclado en una doxa.

Si la doxa es aquel conjunto de opiniones e ideas preconcebidas irreflexivamente que está en la base de nuestra «psique sociopolítica» y que utilizamos para estructurar nuestro pensamiento e incluso nuestro sentir, podemos hablar de la existencia de una doxa reaccionaria que opera en todo el cuerpo social de las sociedades capitalistas contemporáneas, generando un tipo muy concreto de actitudes y prácticas consecuentes con dicho conjunto de preconcepciones.

Esta doxa no ha salido de la nada, no ha brotado por generación espontánea, ni se debe a la estupidez congénita de ningún supuesto carácter nacional o de clase. En un nivel global, aunque muy especialmente en Europa, élites e instituciones privadas y públicas llevan décadas trabajando concienzudamente, y a veces con dificultades, para imponer ese sentido común generalizado. En el caso español, además de lo anterior, ha sido el experimento de laboratorio al que se ha sometido a la población española durante 40 años de dictadura y 35 de pseudoconsenso democrático lo que ha grabado a fuego toda una batería de presuposiciones y de «saber popular».

Ésta es la demoledora fuerza de choque de un conservadurismo agresivo y chulesco, que se sabe libre de los viejos y variados contrincantes izquierdistas, hoy reducidos a una evidente derrota histórica. Para millones de personas, romper la corrección política ya hace tiempo que no es decir aquello que el régimen y las altas esferas del poder no quieren que sea dicho, sino aquello que arremete contra las barreras que decenios de lucha de los trabajadores, las mujeres, las minorías étnicas o nacionales habían conseguido levantar y transformar en un valor irrenunciable de cualquier sociedad democrática. Este sentido común es, además, reaccionario y no conservador, porque no trata de conservar nada, sino de retroceder a situaciones previas a la existencia de dichas garantías sociales, considerando a éstas últimas como perniciosas y opuestas a la libertad individual. Los ejemplos en los que se concreta esto en el discurso cotidiano son muy elocuentes:

– El descrédito de los servicios públicos, que abona el terreno para que las políticas de recortes del Estado del bienestar sean aplicadas con poco esfuerzo y con escasa oposición. El cliché según el cual la sanidad, la educación o las pensiones son un desastre y suponen un enorme gasto del que se benefician legiones de vagos y maleantes, a costa del ciudadano medio.

– El rechazo a los impuestos como medida de redistribución de la riqueza, incluso por parte de personas que serían las principales beneficiarias de una hipotética subida de los impuestos directos y un consecuente reparto del pastel a través de los servicios públicos. La idea que subyace es que el Estado le está robando a uno lo que es suyo.

– El ataque indiscriminado a los sindicatos, y concretamente a los sindicalistas. La suposición de que los sindicatos y su actividad son el principal enemigo de los consumidores o incluso de los propios trabajadores, que viven de las liberaciones y que están «apesebrados» a través de las subvenciones estatales, sin que existan datos concluyentes que demuestren relación alguna entre subvención estatal y baja conflictividad sindical (el caso de los sindicatos franceses, que reciben las mayores subvenciones de Europa y presentan uno de los índices más altos de conflictividad, es un ejemplo de todo lo contrario). Con independencia de la valoración política, a favor o en contra, que se pueda hacer de las actitudes adoptadas por unos u otros sindicatos, la crítica suele ir mucho más allá, cuestionando la existencia misma de los sindicatos y realizando afirmaciones a priori, sin datos en la mano que las respalden.

– El rechazo visceral de cualquier tipo de medida de discriminación positiva a favor de cualquier colectivo. Desde las medidas para el fomento del uso de las lenguas autonómicas en Catalunya o Euskadi (para el caso español) hasta la existencia de instituciones especiales para la mujer, pasando por la más mínima concesión a cualquier minoría étnica o migrante. Todas estas medidas son percibidas como un ataque tremendamente injusto al ciudadano medio, a la libertad de elección y a la igualdad de oportunidades.

– La idea según la cual, la economía es una ciencia natural que sigue leyes eternas e inmutables y de muy difícil comprensión, así como la aceptación acrítica de la propiedad privada como algo intocable. Se presupone que, de economía, saben los expertos y los que tienen capitales, quienes no tienen que rendir cuentas ante nadie, ni por sus acciones ni por sus propiedades. Se entiende la economía como un coto vedado a la democracia mientras que la propiedad privada es siempre vista como más eficaz que la pública.

– El tópico estrella: la corrupción política. La presunción de que absolutamente todos los políticos de todos los partidos son corruptos y tienen unos sueldos desorbitados gracias a esa corrupción, aunque muchas veces la corrupción no exista, o dichos , en numerosas ocasiones, no sean especialmente altos y hasta causen risa en comparación con lo que cobran directores de bancos y otros organismos. Se asume que la política es algo sucio de lo que es mejor mantenerse alejado, por lo que es preferible que se dediquen a ella «buenos gestores» que, a ser posible, no cobren por su labor. Las consecuencias de este pensamiento son obvias: la profesionalización de la política como gestión del mercado en manos de los únicos que pueden costearse una dedicación a tiempo completo sin cobrar por ello, a saber, los ricos.

Se podría continuar enumerando pero, en cualquier caso, bajo esa actitud que oscila entre el individualismo iconoclasta y el pesimismo antropológico, opera el mismo patrón de pensamiento: la holgazanería intelectual y acomodaticia, la envidia de clase que provoca el servilismo frente al poderoso, y el desprecio agresivo frente al débil y, muy especialmente, frente al que se atreve a plantar cara al poderoso. Es la cobardía que entiende el bienestar propio como algo necesariamente enfrentado al del otro y llama a esto «sensatez». Este modo de pensar, este sentido común irreflexivo, se fundamenta en una concepción individualista y negativa de los conceptos de libertad y justicia; la libertad no es el derecho a la participación en los asuntos públicos, sino que le dejen a uno en paz con lo suyo; y la justicia no es la nivelación de las desigualdades, sino el mismo trato legal para todos, haciendo abstracción de las situaciones reales concretas de cada sujeto. Es la enésima reedición de los conceptos liberales de libertad e igualdad, con más de 200 años de hipocresía a sus espaldas, pero ahora untados una vez más con el barniz de lo iconoclasta y lo «cool».

Esta es la doxa reaccionaria, que no entiende de clases, géneros, etnias, orientaciones sexuales, naciones ni religiones. Se instala cómodamente en cualquier estrato social, en cualquier grupo, y se regodea de su propio cinismo de manera impúdica. Por eso la revolución, la actitud opuesta, que aboga por el enfrentamiento con lo injusto, que propone un modelo alternativo de relaciones sociales, que confía, que da, que lucha, que se atreve con el de arriba y que no necesita que nadie le esté debajo, es una actitud ante todo y fundamentalmente ética. Y sólo ética. El que simplemente se lamenta de su situación, pero no de la de los demás, sólo aspira, seguramente, a ascender de puesto en la pirámide social, pero la misma pirámide no le supone problema alguno. De ahí la insistencia de los viejos marxistas en la «conciencia de clase». No basta con que el explotado sufra la explotación y la injusticia, ni con que odie su situación: debe querer un mundo diferente del que ha heredado.

Por eso una revolución no es la mera conquista de unas instituciones, que también, sino la transformación de todo un modo de concebir el mundo y las relaciones entre las personas. Y eso no se consigue mediante un decreto («que me lo den hecho desde arriba los buenos gestores»), sino mediante un compromiso constante y una lucha cotidiana por mejorar el presente. Movimientos sociales como el de los indignados, el 15M, Democracia Real YA, la primavera árabe o la revolución islandesa, pese a sus contradicciones y vacilaciones, han tenido esta cuestión clara desde el principio, y constituyen por ello una bocanada de aire fresco para el cuerpo social de todo el globo, y una fisura abierta en la yugular del pensamiento único. El 15 de octubre, los trabajadores, ciudadanos y pueblos de todo el planeta, tenemos una nueva oportunidad de agrandar la fisura.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.