La Historia no se repite, como creen los simplistas, ni se ha terminado, como quisieran los explotadores. Por el contrario, estamos en los albores de una nueva era, anunciada tanto por los sangrientos estertores del imperialismo como por los gritos de libertad de los pueblos y de las clases oprimidas. Y si, como dice Engels […]
La Historia no se repite, como creen los simplistas, ni se ha terminado, como quisieran los explotadores. Por el contrario, estamos en los albores de una nueva era, anunciada tanto por los sangrientos estertores del imperialismo como por los gritos de libertad de los pueblos y de las clases oprimidas. Y si, como dice Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, la primera explotación y el paradigma de todas las demás fue la explotación de la mujer por el hombre, la liberación de la mujer y su reciente incorporación a los ámbitos de decisión marca el comienzo y señala el camino de esa nueva era de libertad, igualdad y fraternidad a cuyo nacimiento tenemos el privilegio de asistir y por cuya consolidación tenemos el deber de luchar. Una nueva Edad que bien podríamos llamar Postcontemporánea, en el sentido de que, por primera vez en la Historia, los pueblos del mundo podrían sustraerse a su confinamiento en la estricta contemporaneidad de la mera supervivencia cotidiana para convertirse en dueños de su futuro. Y Postcontemporánea también en el sentido de que sucederá a una Edad en la cual quienes se creen amos y gestores del tiempo, lo jerarquizan desde una contemporaneidad supuestamente definitiva (a la vez que definitoria) que postula, en su formulación misma, el fin de la Historia.
En los párrafos siguientes, sin ninguna pretensión de exhaustividad, ni siquiera de sistematicidad, intentaré señalar algunas características, condiciones, problemas e instrumentos del proceso que apunta, cada vez con más fuerza, hacia esa Edad Postcontemporánea. Un proceso que, como todas las grandes transformaciones, implica, ante todo, lo que los científicos llaman un «cambio de paradigma», es decir, un nuevo mapa de la realidad, una nueva visión del mundo.
Un cambio de paradigma que pasa por la superación de dicotomías y oposiciones sólidamente instauradas: ciencia-filosofía, ciencia-religión, ciencias-letras, pensamiento-acción, ocio-trabajo, valor de uso-valor de cambio, público-privado, maestro-discípulo, orador-auditorio, hombre-mujer, joven-viejo… Y no es casual que la ciencia sea uno de los términos recurrentes de las dicotomías y oposiciones a superar. Porque la ciencia, en el sentido galileano de cuantificación del saber, es la gran protagonista y la herramienta básica de la revolución cultural que nos traerá un nuevo paradigma, una nueva visión del mundo. Una nueva visión del mundo que no desaproveche nada de la antigua, cuya culminación-superación es el marxismo. Actualizarlo, eliminar sus restos de dogmatismo, feminizarlo, matematizarlo… Esa es la tarea. Marx y Engels nos legaron un magnífico borrador: hay que corregirlo y aumentarlo, hay que pasarlo a limpio. Pero no de una vez por todas, sino continuamente.
Tragarse vivo a Marx
Galileo y Newton no sólo dieron a la física una estructura matemática precisa, coherente y operativa, sino que sentaron las bases de un método científico que sigue siendo la más poderosa herramienta del conocimiento. Con su consigna fundacional («Hay que medir todo lo que es medible y hacer medible lo que no lo es») y su aforismo leonardiano («El libro del universo está escrito en el lenguaje de las matemáticas»), se puede decir que Galileo inaugura la ciencia moderna. Y con su ley de la gravitación universal, Newton pone orden en la naturaleza. Desde que Buda y Tales de Mileto, cada uno a su manera, dieron la espalda a los dioses para buscar las respuestas (y las preguntas) en la realidad misma, la mente humana no había dado un salto tan grande y, en apariencia, tan definitivo.
Pero a principios del siglo pasado Einstein formuló la teoría de la relatividad, que afirma que el espacio y el tiempo no son realidades absolutas y separadas, que hay un límite infranqueable para la velocidad, que la materia y la energía no son esencialmente distintas… Y en su momento se dijo que la relatividad suponía el fin de la física newtoniana, el derrumbamiento de su majestuoso edificio conceptual. Pero en realidad lo que hizo Einstein fue (un famoso científico lo expresó con esta feliz metonimia) «tragarse vivo» a Newton. En efecto, la relatividad no invalida la física tradicional: sencillamente (y nunca mejor dicho), la relativiza, la integra en un esquema más amplio. De hecho, en la mayoría de los casos seguimos utilizando la vieja física de siempre, que sólo deja de ser válida a nivel subatómico o a velocidades próximas a la de la luz.
Decir que Marx y Engels son los Galileo y Newton de la política puede parecer exagerado o gratuito, pero las similitudes no son pocas ni irrelevantes. Y tal vez el aspecto más instructivo de este paralelismo sea el de la falsa periclitación de ambos sistemas. La física newtoniana no ha sido refutada, sino tan sólo desposeída de su apariencia de formulación completa y definitiva de las leyes de la naturaleza, y con el marxismo ha ocurrido otro tanto, pese a los cacareos de «nuevos filósofos», posmodernos y pensadores débiles.
A pesar de los excesos y defectos del llamado «socialismo real», a pesar de los propios errores de Marx y sus continuadores, el marxismo sigue siendo el gran paradigma socioeconómico, ético y político de nuestro tiempo. Sólo que no puede pretender ser la explicación total y última de los fenómenos sociales. No puede autoproclamarse «científico» en el sentido fuerte del término, y menos aún arrogarse la facultad de predecir el futuro. Profetizar la inexorable autodestrucción del capitalismo y el seguro advenimiento del «paraíso comunista», son errores de bulto que el marxismo ha pagado muy caros, residuos de religiosidad vergonzante que nos hacen temer que Marx fuera menos lúcido o menos sincero de lo que pretenden sus hagiógrafos. Pero, en cualquier caso, ello no resta ni un ápice de validez al materialismo dialéctico, del mismo modo que la física no se resiente del hecho de que Galileo fuera un pícaro y Newton un paranoico.
Retomando una reflexión ética milenaria cuyos ancestros más ilustres son Buda y Lao Tse, Sócrates y Epicuro (como es bien sabido, Marx centró su tesis doctoral en la comparación de los sistemas atómicos de Demócrito y Epicuro), el marxismo propugna, básicamente, una revolución moral. A la vieja moral cristiano-burguesa adoptada (y adaptada) por el capitalismo, basada en la sumisión, la esperanza en otra vida y la aceptación de la jerarquía social, el marxismo opone una nueva moral basada en la solidaridad, la resistencia, el cuestionamiento de lo establecido, la confianza en las propias fuerzas y la decisión de cambiar la sociedad. Y del mismo modo que Galileo vio en la experimentación el método por excelencia, la llave maestra de la ciencia, Marx vio en la praxis la clave de una nueva filosofía cansada de limitarse a explicar el mundo y decidida a transformarlo.
Vivimos en una sociedad basada en la explotación del hombre por el hombre. Analicemos las relaciones de intercambio que la configuran y perpetúan, con objeto de sustituirlas por otras relaciones que pongan fin a la explotación, que realicen y fomenten la solidaridad. Ese es, en última instancia, el proyecto del marxismo. Y no ha perdido ni un ápice de vigencia.
De qué manera o maneras llevar adelante ese proyecto en un mundo en el que el imperialismo (fase superior del capitalismo) parece más fuerte y más dispuesto que nunca a demoler todos los obstáculos que encuentre en su camino: ése es el problema de la izquierda. Y si el viejo marxismo dogmático es un callejón sin salida, una trampa para nostálgicos de lo absoluto, dar la espalda a sus logros y sus propuestas es, sencillamente, un suicidio moral y político. La solución, aunque todavía no la tengamos del todo clara (como no tenemos clara la futura evolución de la física, que aún dista mucho de explicarlo todo), pasa necesariamente por tragarse vivo a Marx.
Cantidad y calidad
La conversión de la cantidad en calidad (CCC) es uno de los conceptos básicos del pensamiento marxista que debemos recuperar y actualizar. No solo en la economía y en la sociedad, sino en la propia naturaleza, en el comportamiento mismo de la materia, abundan los ejemplos de este fenómeno, y la imparable reacción en cadena que se produce al alcanzar la masa crítica una sustancia radiactiva, ha sido utilizada a menudo como metáfora de la revolución.
Pero no todos los casos de CCC son positivos, ni en todos ellos se puede entender «calidad» en un sentido meliorativo. Una mentira repetida insistentemente por los medios de comunicación de masas (y los primeros en hacer de ello una estrategia explícita fueron los nazis) no se convierte en verdad, pero puede desplazar a la verdad, arrinconarla. A efectos prácticos, la mentira cuantitativamente –masivamente– reforzada por los medios usurpa el lugar de la verdad.
Ya nadie cree que en Iraq haya armas de destrucción masiva. Todo el mundo sabe que Estados Unidos quiere apoderarse del petróleo iraquí y hacerse con el control estratégico de la zona. Nadie ignora que el Gobierno de Aznar apoyó la invasión de Iraq en contra de la voluntad de la inmensa mayoría de los españoles. ¿Tomaron la Moncloa las masas enardecidas por la más justa de las indignaciones? No. ¿Cómo es posible? Porque nuestros repulsivos medios de comunicación repiten a todas horas, de forma más o menos solapada, que la masacre sistemática de iraquíes y palestinos (no olvidemos que ambos conflictos son inseparables), el saqueo de Bagdad, el asesinato de José Couso y el sinfín de atropellos cometidos por Bush, Blair, Aznar y compañía, son necesarios para luchar contra el «terrorismo» y defender la «democracia». Y si mucha gente, a fuerza de oírlo miles de veces, puede llegar a creer que Coca Cola es la chispa de la vida o que la felicidad pasa por tener un automóvil que corra el doble de lo permitido por la ley y por la más elemental sensatez, ¿por qué no iba a creer que hay que asesinar a cien mil iraquíes, la mitad de ellos niños, para que ETA deje de matar?
Cuando, al final de la II Guerra Mundial, los aliados entraron en los campos de concentración nazis, obligaron a la población alemana a visitarlos, porque no habían querido enterarse de los horrores que allí se cometían. ¿Cuándo visitará Guantánamo la población estadounidense? ¿Cuándo se enterarán los «demócratas» españoles de que Amnistía Internacional, la ONU, la Asociación Contra la Tortura y otras organizaciones están hartas de denunciar, año tras año, que en el Estado español se tortura impunemente?
Si la CCC fuera un proceso lineal, mecánico, la mentira, cualquier mentira, se impondría con la misma fuerza (bruta) que la Coca Cola. Pero es un proceso dialéctico, que conlleva su recíproco: la conversión de la calidad en cantidad.
El pajar sepulta la aguja y la hace casi inencontrable. Pero basta una chispa para incendiar un pajar (o un bosque, como decía Mao), y una vez quemada la paja, reaparece la aguja, intacta.
En un mundo de más de seis mil millones de habitantes, la heroica lucha de once millones de cubanos podría parecer insignificante, sobre todo si se tiene en cuenta que la primera potencia mundial lleva más de cuatro décadas dedicando una considerable fracción de su energía y sus recursos a intentar acabar con ellos. Pero Cuba es la chispa que ha encendido la mecha del polvorín americano, que pronto les estallará en las manos a los depredadores imperialistas.
La resistencia iraquí, frente al ejército estadounidense, es menos que un tirachinas palestino frente a un tanque sionista. Pero las chinas, en Iraq y en Palestina, provocarán una avalancha, la están provocando ya.
La calidad se convierte en cantidad por el efecto multiplicador e incendiario de la verdad. Y esa cantidad cada vez mayor de personas que se sustraen a los mecanismos estupefacientes de los medios, es decir, a las mentiras del poder, está dando paso a su vez a una nueva calidad social y política.
Nunca el poder de los canallas que gobiernan el mundo fue tan grande; pero su mismo gigantismo lo hace más vulnerable. Nunca la dignidad estuvo tan acorralada; por eso descubre cada día nuevas formas de expresión y de lucha. Nunca los aguijones de la verdad estuvieron sepultados bajo tan enormes masas de paja mediática; pero nunca saltaron tantas chispas como ahora, por todas partes.
Una poética de la paz
Como he señalado al principio, la Edad Postcontemporánea será propiciada y vendrá caracterizada, fundamentalmente, por la igualdad entre los sexos. Igualdad de derechos y deberes, de oportunidades y responsabilidades. Pero, aunque las bases están sentadas, aún falta mucho para la plena equiparación de hombres y mujeres. Y una de las batallas más difíciles se libra en el terreno de la estética.
Consciente o inconscientemente, y no sólo cuando escribimos o leemos, sino también cuando vivimos, puesto que vivir es en buena medida una actividad simbólica, nos remitimos a una poética, es decir, a un conjunto de reglas y principios, de criterios estéticos (y por lo tanto morales: nulla estetica sine etica). Y nuestra poética, o mejor dicho, la poética del sistema, la que automáticamente se activa «por defecto» si no nos oponemos a ella con lucidez y determinación, es una poética bélica.
No en vano el primer gran poema occidental se autodefine desde su mismo comienzo como un canto a la cólera de un guerrero. No en vano llamamos protagonistas, que quiere decir «primeros combatientes», a los personajes principales de cualquier historia, real o ficticia. No en vano dijo Heráclito que la guerra es la madre de todas las cosas.
Los seres humanos, como todos los animales sociales, se mueven entre dos polos antinómicos: la colaboración y la competencia. Y desde siempre el poder ha manipulado ambas instancias básicas en función de sus intereses. Por eso las manifestaciones más perversas del sistema son la colaboración forzosa de la servidumbre y la competencia extrema de la guerra.
Como ya he señalado, Engels nos recuerda que la primera explotación, y el paradigma de todas las demás, es la explotación de la mujer por el hombre, basada, pura y simplemente, en la fuerza bruta. Por eso vivimos -seguimos viviendo- en una sociedad patriarcal, y por eso la poética subyacente a nuestra cultura es una poética de la guerra, es decir, una exaltación de la lucha, del triunfo, de la conquista y, en última instancia, de la fuerza.
Tanto el fútbol como la poesía amorosa, por citar dos fenómenos culturales aparentemente alejados entre sí, son expresiones de una poética guerrera. No en vano, en el discurso amoroso, se utilizan recurrentemente términos como «conquista», «asedio» o «rendición». No en vano se representa a Eros mismo como un arquero y se habla de las batallas, las heridas y los estragos del amor.
Por eso la consabida consigna «haz el amor y no la guerra» es tan superficial e inoperante como casi todo lo que nos han legado los hippies. Mientras la mayoría de la gente piense y viva el amor en términos de conquista, posesión y dependencia, Eros y Ares no sólo estarán juntos, sino revueltos. O viceversa, más bien viceversa: mientras nuestra cultura esté íntimamente contaminada por una estética y una erótica -es decir, una poética- de la guerra, será muy difícil amar sin competir y competir sin pelear.
¿Qué podemos hacer para desmilitarizar nuestra cultura, para eliminar su nefasto sustrato bélico? En términos generales, la solución es muy simple: cambiar el actual sistema de relaciones de producción, es decir, acabar con el capitalismo. En términos más cotidianos y concretos, creo que podemos y debemos esforzarnos por contribuir a generar un discurso alternativo, una estética de la resistencia, una poética antibélica.
No es una tarea específica de escritores y artistas, sino de todos y todas. El lenguaje es nuestro patrimonio más valioso, la sustancia misma de nuestra mente, y nuestra propia vida debería ser la mejor obra de arte, como decía Oscar Wilde, que a fuerza de ser frívolo descubrió que la superficialidad es el único pecado.
En estos momentos en que la dominación se ejerce mediante el discurso tanto como mediante las armas, a quienes no creemos en las armas o todavía no nos hemos decidido a empuñarlas, nos queda la palabra. Nos queda el inviolable derecho y el irrenunciable deber de comprometernos activamente en la construcción y difusión de un nuevo discurso, un discurso de la colaboración y la fraternidad frente al viejo discurso de la competencia y el dominio.
El tamaño de la revolución
Se ha hablado mucho de las causas del fracaso del socialismo soviético: la elitización de la nomenclatura, la hipertrofia de la burocracia, la ineficiente planificación económica… Y sin duda son estas (sin olvidar el implacable acoso del imperialismo estadounidense y del mundo capitalista en general) las causas últimas del desmoronamiento del llamado «socialismo real». Pero cabría señalar, como causa inmediata (consecuencia de las anteriores, pero causa a su vez de la fragilidad del tejido social), la falta de entusiasmo, la tristeza colectiva. La revolución es necesariamente dura, pero no puede ser triste.
La ineficacia económico-administrativa de la Unión Soviética (baste recordar el estrepitoso fracaso de los planes quinquenales) se debió, en buena medida, a su gigantismo. Si el telégrafo hizo posible la revolución, para gestionarla habría sido necesaria la informática. (No hace mucho, en Quito, hablaba con el matemático escocés Paul Cockshott y el físico cubano Raimundo Franco de la necesidad de crear un nuevo hardware para poder planificar eficazmente la producción de un país industrializado: ni siquiera las poderosas herramientas informáticas actuales son suficientes para ello.) Y una gestión ineficaz propicia la hipertrofia de la burocracia –la «sobrerrepresión», como diría Marcuse– y la corrupción (y viceversa). Es decir, la tristeza colectiva, el deterioro del tejido social.
No me parece exagerado afirmar que una de las claves del triunfo de la revolución cubana fue (sigue siendo, puesto que una revolución no es un hito histórico sino un proceso continuo) su reducido ámbito territorial y demográfico. Cuba tenía, al comienzo de la revolución, una población equivalente a la de Madrid, y en la actualidad no supera la de algunas grandes ciudades. Tal vez tenga que ser esta (al menos al principio, al menos por ahora) la escala de la revolución, su tamaño humano, la dimensión de su entusiasmo, de su irrenunciable alegría de vivir. Tal vez la revolución, como ocurrió con la civilización misma, tenga que germinar y consolidarse en pequeños e intensos focos, capaces de irradiarla luego a su alrededor, de transmitirla por emulación, como se transmiten los grandes descubrimientos, como la está transmitiendo Cuba –y también Venezuela, convertida ya en un nuevo foco– a toda Latinoamérica.
Lo cual, por cierto, conferiría un sentido trascendente, revolucionario, a determinados proyectos nacionalistas planteados desde la izquierda. Tal vez en Euskal Herria sea posible, por sus abarcables dimensiones y su fuerte cohesión social, llevar adelante, a partir de la autodeterminación, un proceso capaz de culminar en una democracia realmente participativa. (No me parece casual que el pueblo vasco sea, junto con el cubano, uno de los más hospitalarios y vitales del mundo, puesto que estas cualidades dimanan de un tejido social tupido y sólido, la clase de tejido capaz de resistir los zarpazos de los opresores.)
Y esa potencialidad transformadora –revolucionaria– es también la clave del encono con que tanto los neofascistas como los socialdemócratas atacan el nacionalismo vasco (que es el mismo encono con que atacan a Cuba y a Venezuela). Porque podría convertirse en una alternativa real, viable, a la globalización neoliberal, al pensamiento único, al neocolonialismo imperialista, al capitalismo, en última instancia. Y podría cundir el ejemplo.