Difícilmente pasa una semana sin que se registren titulares sobre el fracaso del sistema educativo norteamericano. Nuestros estudiantes no tienen buenos resultados en matemáticas ni en ciencias. La tasa de abandonos en la educación secundaria es demasiado alta. Los estudiantes de los grupos minoritarios se están quedando rezagados. Cuando no se presenta a los profesores […]
Difícilmente pasa una semana sin que se registren titulares sobre el fracaso del sistema educativo norteamericano. Nuestros estudiantes no tienen buenos resultados en matemáticas ni en ciencias. La tasa de abandonos en la educación secundaria es demasiado alta. Los estudiantes de los grupos minoritarios se están quedando rezagados. Cuando no se presenta a los profesores como zánganos excesivamente bien pagados atrincherados en cargos vitalicios, se los pinta como santos mal retribuidos a merced de unos gestores indolentes y de unos padres impertinentemente hostiles.
Desgraciadamente, ninguno de esos titulares acierta a plantear la cuestión fundamental: ¿para qué sirve la educación? Muchas de las llamadas instituciones de educación superior de nuestros días ofrecen a los estudiantes una respuesta expedita: para conseguir un mejor puesto de trabajo, para lograr un salario más alto, para hacerse con unas aptitudes que respondan mejor a las necesidades de los mercados y para conseguir unos títulos más atractivos. Tanto más ahora, en un mercado laboral en colapso.
Y yo, que he tenido una vida no precisamente bohemia -20 años como militar en cativo y 10 años como profesor universitario-, estoy convencido de que la educación norteamericana, y aun reconociendo que nos halamos en tiempos muy malos, en tiempos en que el grueso de los estudiantes necesitan desesperadamente encontrar un puesto de trabajo, es demasiado utilitaria, vocacional y estrecha. Sencillamente, no basta con preparar a los estudiantes para un puesto de trabajo: necesitamos prepararles para la vida, acuciándoles a pensar más allá de las fronteras trazadas por sus orígenes parroquianos y provincianos. (Procedente de una clase obrera provinciana, hablo por experiencia.)
Y hay una lección obligada que todos nosotros, estudiantes y profesores, tenemos que aprender y reaprender constantemente, a saber: si se ve la educación en términos puramente instrumentales, como una vía para acceder a mejores ingresos, si se trata meramente como un mecanismo de producción de mercancías en masa para un mercado de efímeros bienes de consumo, entonces se ha franqueado ya el camino para la marcha triunfante de la maquinaria del poder y de quienes la manejan.
Tres mitos de la educación superior
Tres mitos sirven para restringir nuestra educación a lo estrechamente utilitario y práctico. El primero, particularmente difundido entre los críticos de orientación conservadora, es que nuestro sistema de educación superior es demasiado liberal y está completamente dominado por radicales anti-mercado y refugiados marxistas de los 60 que, como tantos otros Ward Churchills, lo que hacen es adoctrinar a nuestra juventud para que odien a los EEUU de América.
Tonterías.
Los estudiantes de secundaria de nuestros días lo que son es adoctrinados en la idea de que necesitan conseguir «titulaciones que funcionen» (la consigna official de la institución en la que yo trabajo). Se les enseña a medir su propio valor conforme al salario que recibirán cuando salgan de la vida académica. Se les urge a ser aprendices de por vida, no porque aprender genere un dinamismo de cambio y sea disfrutable en sí mismo, sino porque «estar al tanto» es «mantenerse competitivos en el mercado global». (Se calla por sabido que estar al tanto difícilmente evitará que tu puesto de trabajo sea deslocalizado y trasladado allá donde se halle el postor que haga la oferta más barata.)
Y hay un segundo mito, más difundido aún y procedente del mundo de la tecnología: las aptitudes técnicas son la clave del éxito y de la vida misma, y quienes se hallan en el lado equivocad de la divisoria digital están condenados a vidas miserables. De eso se sigue necesariamente que los computadores son una panacea, que introducir en el aula la tecnología correcta y ponerla en manos de los estudiantes y de los profesores resuelve todos los problemas. La clave del éxito, en otras palabras, son las pantallas interactivas inteligentes, no los profesores inteligentes en interacción con estudiantes curiosos. Consecuencia: dosis de lecciones enlatadas servidas con eficiencia PowerPoint y estudiantes que se esfuerzan como robots en copiar todo lo que aparece en las diapositivas, cuando no se limitan a exigir que todas las presentaciones se cuelguen en el servidor local.
«Un «extra» de ese enfoque es que los institutos de enseñanza secundaria pueden medir más fácilmente (o «evaluar», como ellos dicen) cuántas aulas tienen conectadas a la red, cuántas lecciones on-line imparten, incluso cuánto dinero reportan sus profesores a la institución. Con esas y otras métricas en mano, puede reclutarse, o retenerse, a estudiantes y a padres, con datos de aparente autoridad: tasas de éxito en la colocación laboral, remuneraciones salariales promedio de los graduados, incluso tasas de satisfacción de los alumnos (que arrojan, normalmente, sus mejores resultados cuando su equipo de fútbol va ganando).
Un tercer mito muy difundido -que se abre camino hacia la educación superior desde el mundo militar y desde el mundo de los negocios- es el siguiente: si no es cuantificable, no es importante. Con tal formato mental, la anticuada idea de que la educación tiene que ver con el troquelado del carácter, con la formación de una identidad moral y ética, o aun con el logro de una personalidad autoconsciente, se despeña por un derrotadero. Después de todo, ¿cómo podrían cuantificarse en términos de objetivos evaluables rasgos tan elusivos? ¿Cómo presentar esas difícilmente metrizables propiedades en unos folletos de marketing, o en encendidos comunicados de prensa, o en impactantes DVDs destinados a competir en el encandilamiento de potenciales estudiantes y de sus angustiados padres, a fin de que suelten grandes cantidades de dinero para asegurarse un futuro lucrativo?
Tres realidades de la educación superior
¿Qué tienen que ver la tortura, una recesión descomunal y dos guerras debilitadoras con nuestro sistema educativo? Digo yo: ¡mucho! Son las tres realidades más inmediatas de un sistema que fracasa en la tarea de desafiar, o hasta de criticar, de alguna manera mínimamente significativa a la autoridad. Carencia debida en gran parte al sesgo tecnocrático de este sistema y a sus insuficiencias pedagógicas: debida, esto es, a lo que se nos enseña a ver y a no ver, a apreciar y a no apreciar, a valorar y a despreciar.
En las dos últimas décadas, la educación superior, como el mercado inmobiliario, disfrutó de su propia burbuja de crecimiento: matriculaciones crecientes, lujosas instalaciones de alta tecnología y dotaciones hinchadas como globos. Los norteamericanos invirtieron mucho en esos productos derivados como parte de un «incremento» educativo que puede terminar resultando tan caro y tan unidimensional como nuestros «incrementos» militares en Irak y Afganistán.
Como de costumbre, se consintió el deterioro de las humanidades. ¿Qué no se sabe mucha historia? Pues nada, adelante y autorícese la tortura del submarino, que los EEUU persiguieron como un crimen después de la II Guerra Mundial. ¿Qué no se sabe mucha geografía? Pues nada, adelante, y envíense tropas al montañoso Afganistán, ese «cementerio de imperios», para que se las trague el terreno mientras luchan en una guerra aparentemente interminable.
Tal vez esté yo sesgado porque enseño historia, pero obsérvese el hecho siguiente: a menos que un cadete de la Academia de las Fuerzas Aéreas (en donde yo di clase) decida especializarse en el asunto, nunca tendrá que rendir examen de un de historia de los EEUU. Sin embargo, a los cadetes se les exige la matrícula en un mareante rimero de cursos sobre distintas disciplinas de ciencia y de ingeniería, así como de cálculo. O, civiles, pensad esto: en el Pennsylvania College of Technology, en donde ahora doy clase, de los cerca de 6.600 estudiantes actualmente matriculados, sólo 30 optaron este semestre por un curso de historia de los EEUU desde la Guerra Civil, y sólo a tres se les exigió académicamente hacerlo.
No tenemos que preocuparnos porque nuestros graduados olviden las lecciones de la historia, porque nunca llegaron a aprenderlas.
Nuevas gafas de sol
Una actitud muy extendida en la educación superior de nuestros días es esta: los estudiantes son clientes a los que hay que gratificar con profesores y gestores orientados al servicio. Por eso, en gran medida, al menos en mi institución, los asuntos más acaloradamente debatidos en el Consejo estudiantil no son las guerras del gobierno, la tortura o los rescates bancarios, sino la falta de estacionamiento y la calidad de la comida servida en la cafetería.
Es mucho decir, pero mientras sigamos tratando a los estudiantes como clientes y a la educación como una mercancía, nuestras esperanzas de cambios verdaderamente sustantivos en la dirección de nuestro país se verán frustradas. Mientras la educación esté gobernada por imperativos tecnocráticos y por la tiranía de lo práctico, nuestros estudiantes fracasarán a la hora de hacer suyo el precioso objetivo sentado por Sócrates: conócete a ti mismo, y así, tus propios límites y los de tu país.
Saber cómo salir airoso o cómo salir adelante es una cosa, pero conocerte a ti mismo es luchar por reconocer las propias limitaciones y las propias ilusiones. Ese conocimiento es perturbador, peligroso incluso: como las gafas de sol furtivamente regaladas por Roddy Piper en la película de serie «B» They Live (1988). En el caso de Piper, las gafas revelaban una pesadilla en blanco y negro, un mundo en el que una elite alienígena rapaz manejaba las palancas del poder, al tiempo que unos humanos semejantes a un rebaño de corderos pastaban pasivamente, mecidos por consignas que les incitaban a la conformidad, el consumo, la vigilancia, el matrimonio y la reproducción.
Como esas gafas de sol, la educación debería ayudarnos a vernos a nosotros mismos y a nuestro mundo de maneras frescas y aun perturbadoras. Si, como nación, estuviéramos educados de manera adecuada, la única tortura en marcha sería la que aconteciera en nuestros propios corazones y en nuestras propias mentes: una lucha contra la aceptación del mundo tal y como nos lo empaquetan y venden los pragmatistas, los tecnócratas y todos quienes creen que la educación no es sino un pasaporte al éxito material.
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Texto tomado de
http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2605
William Astore, coronel retirado, enseñó seis años en la Air Force Academy de los EEUU. Profesa actualmente en el Pennsylvania College of Technology. Escribe regularmente en TomDispatch , The Nation, Salon.com, Asia Times y Le Monde Diplomatique.
Traducción para www.sinpermiso.info: Casiopea Altisench