Robert Fisk nos alertaba estos días en sus crónicas de que Siria lleva camino de revivir la destrucción del patrimonio cultural que sufrió Irak tras la invasión de 2003. Mientras algunos siguen extasiados en el espejismo de presentar esta guerra como la supuesta última barrera al imperialismo sionista, el conflicto, que arrancó el día en […]
Robert Fisk nos alertaba estos días en sus crónicas de que Siria lleva camino de revivir la destrucción del patrimonio cultural que sufrió Irak tras la invasión de 2003. Mientras algunos siguen extasiados en el espejismo de presentar esta guerra como la supuesta última barrera al imperialismo sionista, el conflicto, que arrancó el día en que un tirano decidió encarcelar a un puñado de niños que escribían contra su nombre en las paredes de Homs, ha desangrado el país con más de 20.000 muertos. Una pesadilla tan insufrible como para hacer intranscendente que el fuego, la metralla y el saqueo devasten un legado que abarca desde las ruinas de Palmira, a las fortalezas de Al Madiq, desde el templo asirio de Tell Seij Hamad a los mosaicos romanos de Apamea o a la ciudadela de Salah al Din, el mítico Saladino. Y, sin embargo, tanto los cuerpos amputados en Alepo o Damasco, como lo restos históricos desvencijados por las bombas son las dos caras de una misma y bastarda moneda: la determinación de un Bashar Al-Assad, capaz de exigir con sangre y fuego a sus súbditos que renuncien al futuro mientras contempla impasible como se arrasan el presente y el pasado de Siria.
También en Occidente el pasado parece cada vez más una materia reservada a mercaderes como los que hoy malvenden en las trastiendas de los anticuarios de Amman o Estambul los antiguos tesoros sirios. Emprendedores de las oportunidades, ansiosos por ese negocio de la desmemoria sobre el que construir las nuevas sociedades sin futuro. Al fin y al cabo, si se especula con el hambre y los ladrillos, la deuda soberana o los despojos de Bankia, nada impide que los ávidos ejecutivos financieros transformen la historia en activos inmobiliarios. Aunque no siempre con éxito. Así pasó el pasado 15 de agosto cuando la firma Williams & Williams comprobó sorprendida que quedaba desierta su subasta por 250.000 dólares de la pequeña localidad de Garryowen, en el estado de Montana. Se trataba de una extensión de 3 hectáreas, con poco más que un restaurante barato, una minúscula tienda, una oficina de correos y dos vecinos. Aunque en realidad, el auténtico valor de aquel terruño provenía de que fue allí donde, en una lejana jornada de 1876, un ejército de guerreros sioux y cheyennes dirigido por Toro Sentado derrotó a las tropas del general Custer, en una jornada que pasó a la historia como la batalla de Little Big Horm. En cualquier caso, nadie aspiró a comprarla, poniendo en evidencia -una vez más- que la historia de los perdedores siempre cotiza a la baja en el mercado global de las vanidades.
Una ley económica, en cualquier caso, bien conocida por las geografías españolas, donde la memoria y el pasado fueron muy pronto productos de saldo en este supermercado de las felicidades efímeras llamado transición democrática. Tal vez por eso la recuperación del ayer ni siquiera ha aspirado a tener en España las frías previsiones de los brokers, ni a la poética romántica de los profanadores de tumbas. Aquí, entre nosotros, el fenómeno ha terminado adquiriendo los inevitables perfiles del charlatán de feria, del viajante casposo, del tipismo grotesco donde se mezclan el olor a anís del Mono, sangre, mierda y arena de una tarde de toros. Porque el cutrerío patrio, esperpéntico y chabacano, ha terminado cuantificando el derecho a un pasado en esos 1.600 euros que los dueños de una finca situada en la salmantina localidad de Pedrotoro reclaman por permitir la exhumación de los cadáveres de una decena de fusilados. Es la definitiva privatización de nuestra memoria a precios de liquidación.
Más aún, el afán de vender nuestro rastro vivido ha terminado incluyendo también a nuestra angustia. Es así como los mortales en tránsito por la vida hemos perdido hasta el recurso del grito. Nos lo enajenó el subastador de la casa Sotheby’s, Tobias Meyer cuando, tras golpear con su martillo, proyectó sobre la sala un sonoro ¡adjudicado! durante la puja de una de las cuatro versiones que Edvard Munch pintó de la distorsionada y aterrorizada figura que encarnara con su alarido el terror cotidiano del hombre moderno. Un misterioso magnate pagó por él 91 millones de euros. Algunos creen que el comprador fue Paul Allen, cofundador de Microsoft, otros especulan que fue el millonario ruso Leonard Blavatnik, mientras que no son pocos los que apuntan hacia algún inevitable jeque catarí. En cualquier caso, toda suposición es irrelevante. Porque lo único cierto es que hace demasiado tiempo que nos dejaron desvestidos de pasado, desnudos de futuro y además cada día, un poco más mudos.
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