«Ir desordenadamente, la única forma sensata de ejercer la razón». Porque cuando uno sigue un orden, somete el raciocinio a una especie de molde apriorístico. Y entonces el escritor Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) intercala el primer paréntesis. La estructura. Todo poeta sabe que después de acumular poemas o cuentos llega un momento en que […]
«Ir desordenadamente, la única forma sensata de ejercer la razón». Porque cuando uno sigue un orden, somete el raciocinio a una especie de molde apriorístico. Y entonces el escritor Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) intercala el primer paréntesis. La estructura. Todo poeta sabe que después de acumular poemas o cuentos llega un momento en que tiene un libro. ¿Lo divide en partes, por temas, o por tamaños? En «Los tigres albinos» (Pre-textos), Hipólito Navarro escribió un libro de microrrelatos en el que cada cuento era más breve que el anterior -un libro menguante- hasta que la obra finaliza. «Yo creo en la estructura como punto de llegada del trabajo de la escritura, como resultado de ésta», defiende Andrés Neuman. Que cada libro encuentre su estructura. Decía Rubén Darío: «Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo, botón de pensamiento que busca ser la rosa». El poeta y novelista hace un segundo paréntesis, en torno a la noción de «experiencia». ¿Uno escribe para reflejar sus experiencias, o para provocarlas? ¿Constituyen el punto de partida de la escritura o son, por el contrario, una suerte de efecto secundario? A juicio de Andrés Neuman, no hay experiencias previas que narrar y, si estas existen, la escritura las va a trastocar. Cree, por tanto, en la experiencia que se cuenta.
Junto al escritor y traductor Manuel Arranz, el autor argentino ha presentado su novela «La vida en las ventanas» en la Librería Ramon Llull de Valencia. Publicada por Espasa en 2002 y reeditada por Alfaguara en 2016, la obra de 208 páginas aborda la vida de un joven universitario, Net, que escribe correos electrónicos en los inicios de la era cibernética a alguien que no contesta. Cuando aún no se había generalizado internet, el autor se preguntaba por la soledad interior de quien escribe a un destinatario sin voz ni rostro. En este caso, los emails de Net constituyen una especie de salvavidas frente a la incomunicación. Sólo encuentra un punto de comprensión en su exnovia, Marina. Este argumento da pie a una nueva reflexión de Andrés Neuman, sobre el género epistolar y la gran transformación del mundo analógico al digital. ¿Inventaban una vida «paralela» esas largas cartas que se escribían antes de la Red? ¿Se creaba un tipo de vínculo que fundamentalmente existía a través de la misiva por escrito? Por ejemplo mucha gente, recuerda Andrés Neuman, mantenía una relación epistolar hasta que se alcanzaba un arreglo para el matrimonio. Pero todo cambiaba cuando se conocían personalmente. Es decir, se habían establecido unos vínculos que partían de imaginarse al otro. Ocurre que se desconsideraba, así, una de las principales reglas de la escritura: que configura una realidad en sí misma. Al autor de «La vida en las ventanas» le interesaba qué ocurrió con las nociones de remitente y destinatario cuando Internet irrumpió hace 20 años en la vida cotidiana. Las cartas no desaparecieron en absoluto. Sin embargo, en la época algunos pensaban que con el email -breve, frío, telegráfico y publicitario- nunca se podrían expresar emociones. «Rápidamente caímos en la cuenta de que existían los archivos adjuntos».
Los libros de Andrés Neuman han sido traducidos a 23 idiomas, y sus comentarios pueden leerse en el blog «Microrrelatos». Publicó la primera novela con 22 años, «Bariloche», reeditada en 2015. A esta siguieron «La vida en las ventanas», «Una vez Argentina» y «El viajero del siglo», premiada por la Asociación Española de Críticos Literarios. En 2012 escribió «Hablar solos». A estas obras se agregan los libros de cuentos («Hacerse el muerto» o «El fin de la lectura»); poemarios, en los que se estrenó en 1998 con «Métodos de la noche»; traducciones poéticas y cuatro libros de aforismos, entre ellos «Caso de duda», editado por Cuadernos del Vigía en 2016. En su blog y en la Librería Ramón Llull de Valencia selecciona algunas de estas sentencias breves: «Todo matiz es concepto»; «Sólo creen en la palabra los poetas y sus censores»; «cuando no cuento el mundo, me lo pierdo»; «La ironía como arte marcial»; «Todo pensamiento aspira a alcanzar una buena contradicción»; «Leer fabrica tiempo»; «Romper cosas es un género»; «No la historia de la literatura, sino los accidentes de la escritura», «Cambiar de tema puede ser revolucionario».
Otro cambio que introduce el mundo digital es que en las redes sociales y en el chat puede fingirse fácilmente una identidad; sin embargo, en las cartas tenía un menor recorrido oscurecer al remitente. Con excepciones, como aquel episodio que le sucedió a Juan Ramón Jiménez con Georgina Hübner. Era una supuesta admiradora de JRJ residente en Lima, a quien el poeta amaba locamente. Pero en la realidad Georgina era una invención de unos oficinistas peruanos, seguidores de Juan Ramón, que con la broma conseguían que el escritor les enviara los libros gratis y dedicados. Llegó un día en que el poeta se dispuso a tomar un barco y viajar a Lima para trabar matrimonio. Y a los admiradores limeños no les quedó más remedio que producir literariamente la muerte de la amada. De la experiencia surgió el poema «Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima», que el autor, Juan Ramón Jiménez, remata así: «Y si en ninguna parte nuestros brazos se encuentran,/¿Qué niño idiota, hijo del odio y del dolor,/hizo el mundo, jugando con pompas de jabón?». La historia dio lugar en 2014 a la novela «El cielo de Lima», de Juan Gómez Bárcena.
En 2002, cuando vio la luz «La vida en las ventanas», hubo críticos literarios que consideraban Internet una «frivolidad» y una «chorrada», recuerda Andrés Neuman. «Lo único serio era la estepa siberiana sobre la que escribían los novelistas rusos, no había otra manera de resultar trascendente». A los pocos años se generó la corriente opuesta: «Toltoi no tenía ni puta idea porque desconocía twitter». A la tesis del apocalipsis se le contraponía el adanismo, es decir, la cultura se inicia todos los días cada vez que Apple reinventa el iPhone, con lo que ello implica de borrado de la memoria humana. La gran pregunta es hasta qué punto las nuevas tecnologías engarzan o no con tradiciones anteriores. ¿Se trata de prolongaciones sofisticadas o encubiertas? En cierto modo, señala el escritor argentino, podría considerarse la red social twitter como un subgénero del aforismo, la micronarrativa o la enésima versión del pensamiento fragmentario. Por ejemplo, antiguamente los blogs se llamaban dietarios o bitácoras. En cuanto al correo electrónico, añade Neuman, podría transmitir lo mismo que una carta si formara parte de la educación sentimental de una persona, su infancia y recuerdos familiares, aunque la conversión pueda resultar más complicada.
El escritor argentino recoge, asimismo, una idea que el filósofo Lipovetsky incluye en «La era del vacío», uno de los libros básicos sobre la postmodernidad: la imposibilidad de sentir. Rebuscando en las tradiciones, es lo que los poetas tardorrománticos denominaban esplín, melancolía o tedio vital. Se trataba de una posición ante la vida, una emoción fabricada poéticamente, un aburrimiento por no se sabe qué causa -tal vez por haber nacido- que también reflejaron las novelas existencialistas. Un ejemplo de ello es Antoine Roquentin, el protagonista de «La Náusea», la novela de Sartre que pretendía titular «Melancolía I». El poeta y ensayista argentino Roberto Juarroz lo expresó de otro modo: «La soledad ocupa tanta gente, que el nombre que no tienes me acompaña». Otra noción de la era digital -el Nick- supone una revisión del tradicional heterónimo. Sostiene Neuman que a Pessoa le hubiera agradado abrir múltiples cuentas de email con diferentes nombres, y entrar en las páginas Web y en los blog para dejar sus mensajes. «Pessoa amaba y odiaba siete veces, con siete nombres», explica el autor de «Caso de duda». «Todo el mundo necesita un Nick, otra vida, para ser un poco más sincero; siempre ha habido una relación entre experiencia, ficción y escritura».
Muchos de los problemas que se consideran originales y contemporáneos pueden rastrearse ya en los clásicos. En «Los papeles de Aspern», novela del escritor estadounidense Henry James publicada por primera vez en 1888 y ambientada durante el verano en Venecia, el protagonista se lamenta de que ya no sea posible viajar a parte alguna. El turismo de masas y los periodistas habrían terminado con la intimidad del viajero. Con las fotografías y la telefonía todavía en estado muy incipiente, se evocaba en la novela un pasado de lentitud. Sin embargo, para la gente de los siglos posteriores es precisamente el siglo XIX la referencia de un ritmo de vida lento. Aunque en realidad el siglo XIX fuera el del ferrocarril, el motor de vapor y el periodismo: el siglo más veloz de la historia hasta que advino el siglo XX. Por primera vez el hombre fue más rápido que la naturaleza, y superó los límites en el desplazamiento que imponía la biología: el ritmo que permitían las piernas del ser humano o un animal. «Representa un cambio de paradigma bestial, que sucedió en el lento y pacífico siglo XIX», remata Andrés Neuman.
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