Una de las críticas más habituales que se le suele hacer hoy en día a una creación artística es que «no arriesga», que «no hace algo innovador», que su autor hace «lo de siempre». Una buena respuesta a eso la ha dado hace poco el cantante español de rock, Fito Cabrales, cuestionado precisamente por ese […]
Una de las críticas más habituales que se le suele hacer hoy en día a una creación artística es que «no arriesga», que «no hace algo innovador», que su autor hace «lo de siempre».
Una buena respuesta a eso la ha dado hace poco el cantante español de rock, Fito Cabrales, cuestionado precisamente por ese tema en una entrevista en Europa Press, tras la salida de su nuevo disco: «No me molesta que digan que siempre hago lo mismo. Yo sé que no es lo de siempre porque sé los cambios que hemos intentado hacer, pero yo no hago música para cortar con lo anterior, no se me ocurre grabar con un trío de jazz o con un dj. Mi intención no es cambiarme, es continuar».
Y este asunto lleva a una cuestión que merece hacernos reflexionar: ¿Por qué parece existir en esta sociedad una fijación por resaltar si un artista cambia o no, en vez de pensar en valorar sus obras en sí mismas? ¿Por qué se ve positivo el cambio de identidad y no la evolución dentro de un mismo estilo?
Desde hace décadas vivimos una nueva era en nuestras sociedades, con la consolidación y expansión del capitalismo neoliberal. Con la influencia cada vez mayor de los poderes económicos sobre los poderes políticos, el Estado fue perdiendo paulatinamente su lugar como garante del cumplimiento de servicios sociales básicos como la educación, la sanidad, el transporte y la seguridad (en lo que se llamó el Estado del Bienestar), para pasar su control y beneficio a manos de empresas privadas.
Así, vivimos en una sociedad invidualizada, como denominó el sociólogo polaco Zygmunt Bauman. El individuo cada vez está cada vez más solo, teniendo que afrontar de forma privada desafíos que antes estaban respaldados por una sociedad con una identidad más sólida, y teniéndose ahora que adaptar en su vida cotidiana a una sociedad consumista, donde la identidad es más flexible, donde todo es ahora y todo es fugaz, donde predomina el estrés.
Hay poco tiempo para disfrutar de las cosas, para saborearlas y entenderlas, y donde se está constantemente en búsqueda de algo nuevo.
Esta época, denominada modernidad líquida por Bauman, que está guiada por los valores capitalistas en lo económico y en la forma de vida, encuentra su reflejo en el arte con la influencia de los valores posmodernos.
La posmodernidad es una tendencia cultural que surgió y se difundió en las últimas décadas del siglo XX. Apareció como rechazo a la modernidad, a sus formas de pensamiento y reflexión, a los ideales que parecían estar consolidados socialmente.
La modernidad llegó con la emergencia de la ilustración en Europa (desde finales del siglo XVII en adelante), como un complejo proceso sociohistórico donde se le dio preponderancia a la razón y al conocimiento, y con ello a la búsqueda de alcanzar unas metas, en función de unos ideales y valores. Se pretendía darle un sentido a la vida.
La posmodernidad sustituyó los ideales (considerados estáticos) por el consumo.
Se pasó a privilegiar la forma sobre el contenido: importa más cómo se transmite un mensaje y qué efectos provoca, que el mensaje en sí mismo.
En la posmodernidad predomina el entretenimiento sobre la reflexión.
Sólo tiene relevancia el presente, que es concebido como efímero. Lo que prima es la transitoriedad, la fluidez. Se busca el cambio constante y no la evolución.
Es por la difusión y consolidación de estos valores en nuestras sociedades, que Zygmunt Bauman, en su libro `Arte, ¿líquido?´, transmite la idea de que en la modernidad líquida (o posmodernidad) el arte está en crisis, en el sentido de que prima lo estético, donde se da la imagen por la imagen, sin contenido ni significado, y esto va ligado a algo peligroso, que es el consumo rápido, no sólo para adquirir sino también para desechar.
Todo se olvida, nada permanece. Sólo importa consumir algo recién creado y que ya está a punto de caducar, para pasar entonces a consumir otra cosa.
Por lo tanto, inserta en una sociedad de consumo, la función de la cultura no consiste en satisfacer las necesidades existentes, sino en crear necesidades nuevas y a la vez garantizar la permanente insatisfacción de las que ya están afianzadas.
Partiendo de ese contexto social y artístico, entendiendo que vivimos influenciados por estos valores posmodernos, líquidos, se puede entender de donde vienen los cuestionamientos que hoy en día se le hacen a una obra artística no ya por su calidad, sino por su capacidad de mostrar algo rompedor.
Y pienso que hay un error conceptual al asumir esa perspectiva para valorar una creación artística, ya que en las distintas formas de arte, como pasa en todo lo que uno hace en la vida, se trata en primer lugar de hacer obras que estén bien hechas, antes de buscar que sean originales.
Se trata de ser auténtico, antes que de innovar.
La creación artística surge como una expresión de sentimientos o pensamientos que tenemos dentro y necesitamos sacar fuera, para curarlos o para darles luz.
Un artista trata con su obra de comprenderse mejor a sí mismo, para tratar de comprender mejor el mundo en que vive. O a la inversa.
En definitiva, un artista hace arte para seguir sintiéndose vivo, y no para innovar, lo cual, además, en sí mismo no es un valor. Una obra puede ser original, diferente, y no ser buena. Si además de ofrecer calidad, un artista ofrece algo diferente a lo conocido, mucho mejor, pero no es al revés.
Precisamente lo deseable en un artista es que logre plasmar en sus obras la esencia de lo que tenía dentro y necesitaba expresar. En ello radica la esencia del arte: en plasmar emoción, para poder quizá entonces lograr emocionar a quien reciba esa obra.
Es necesario recordar que no hay arte nuevo o antiguo. Hay arte con más o menos calidad, más o menos emocionante. Esa es la raíz de la que debe partir el análisis cuando se enjuicia.
No hay hoy en día algo más vivo que la música de los Beatles, que la poesía de Antonio Machado, que el teatro de Shakespeare o que el cine de Hitchcock.
Y es que las obras bien construidas y capaces de emocionar trascienden la cuestión temporal. Forman parte de la vida de la gente y nunca pierden vigencia.
Lo que puede tratar de lograr un creador es conseguir tener una identidad y, a partir de ahí, evolucionar. Por eso, a un artista se le puede acusar en todo caso si se copia a sí mismo, pero no de que sus obras tengan un mismo estilo o un tono similar, porque es lógico que esto ocurra si el artista es honesto con su manera de expresarse, ya que reflejará en ello su sello personal.
Como dijo el escritor mexicano Guillermo Arriaga en varias ocasiones, «uno escribe porque tiene algo dentro que si no lo saca, se envenena. Uno padece la escritura, la poesía, la pintura, y saca lo que tiene». A esto añade un concepto que me parece esencial: «Se trata de contar la historia, sin buscar ser profundo. Si uno es profundo, la obra lo será. Pero no se puede ser profundo por voluntad. En el arte no hay voluntad. La única voluntad que se puede tener es la de comprometerte con tu obra para tener el mayor rigor para contar la historia».
Creo que si en ese concepto cambiamos la palabra profundo por innovador, la idea también es válida. En el arte no hay que buscar hacerse el raro, el transgresor. Si el artista lo es, se reflejará de forma natural en sus creaciones, y eso quizá podrá hacer que una obra que emocione y tenga calidad sea más completa.
Lo mejor que puede hacer un artista es tratar de ser honesto con lo que tiene dentro y quiere transmitir y, partiendo de ahí, buscar expresarlo de la mejor manera que sienta y pueda. Si lo logra o no, deberá ser la cuestión principal a la hora de analizar su obra.