En los momentos de la historia del hombre en los que los sistemas culturales de sus pueblos comenzaron a mostrar claros síntomas de decadencia afloró una duda corrosiva. Esta duda tenía una razón de ser: el desencantamiento por haber creído en la universalidad y eternidad de las verdades que sostenían todo el andamiaje de sus […]
En los momentos de la historia del hombre en los que los sistemas culturales de sus pueblos comenzaron a mostrar claros síntomas de decadencia afloró una duda corrosiva. Esta duda tenía una razón de ser: el desencantamiento por haber creído en la universalidad y eternidad de las verdades que sostenían todo el andamiaje de sus modos de vida, sus creencias, proyectadas sobre el horizonte de sus vidas. Sin embargo, el derrumbe de esas convicciones permitió ver que aquellas verdades eran funcionales a un momento histórico del proceso constitutivo del hombre y que como tales fueron necesarias para atravesar esa etapa.
Cada pueblo, con sus más y sus menos, pensaron un proyecto de hombre y construyeron las formas institucionales que posibilitaron su desarrollo. Éstas cumplieron su cometido dentro de las contradicciones que los intereses encontrados manifestaron como modos de acelerar o interrumpir el avance de esas culturas. Esto ha podido verse con mucho más claridad a partir de la aparición de la sociedad de clases (hace aproximadamente unos 8.000 años para la historia de occidente) en las que una clase dominante intentó imponer sus privilegios, por la seducción o por la fuerza. En esas formas sociales el análisis histórico muestra la agudeza de Marx: «las ideas dominantes de una época son las ideas de la clase dominante».
En los momentos de cambio los sectores sociales que lo impulsan requieren una fe en los valores que postulan y los demás sectores enfrentados al poder dominante, coincidiendo en su propósito de liberarse de los opresores, acompañan el proyecto y encarnan en sus vidas esos modos de ver y actuar en su mundo. Para no ir mucho más atrás, pensemos en la Revolución francesa (igualdad, libertad, fraternidad) levantan banderas de liberación y todo un pueblo se alinea tras ellas. No mucho tiempo después se verifica que ese proceso liderado por la burguesía sólo pretendía satisfacer sus intereses particulares. La posguerra europea, con un costo altamente inhumano, empieza a develar cuáles son los intereses que predominan y a quienes responden las ideas que circulan en esa sociedad. La frustración se expresa en la decadencia de Europa que exporta hacia el mundo la idea de una posmodernidad cargada de nihilismo, cansancio en el alma colectiva, desazón, desesperanza. (Si bien ello no es todo, no puedo entrar en más consideraciones en esta nota).
Debemos preguntarnos entonces: ¿Es cierto que la historia es cíclica y que todo vuelve a repetirse o es sólo el estado de ánimo de esa cultura lo que la lleva a recuperar de los griegos clásicos esas ideas (Nietzsche)? Frente a esa mirada desconsolada aparece desde hace unos dos mil años una utopía de un mundo mejor. La dialéctica histórica entre la desolación y la esperanza acompañó la historia de la cultura occidental. Y si en una primera aproximación pareciera una simple repetición, la idea de Hegel nos iluminó con la imagen de una espiral que avanza con momentos que parecieran ser los mismos pero que se colocan en un escalón superior.
No deja de ser cierto que ha habido, y todavía subsisten, los Dogmas y paradigmas de la era moderna como nos ha contado el amigo Julio Herrera en Argenpress el 11-4-09, pero algunos de esos dogmas tiene todavía una fuerza arrolladora que conlleva la fe en un mundo mejor, en la dignidad que se le debe a cada ser humano, en la necesidad de una igualdad que supere tanta injusticia. Son valores incumplidos. Y todo ello sólo es posible llevarlo adelante munido de una fe de hierro en que otro mundo mejor es posible. El escepticismo que encierra la afirmación de que no existe la verdad es totalmente funcional a quienes pretenden detener las ruedas de la Historia para congelarnos en este presente de privilegios para pocos e injusticia para muchos.
Amigo Herrera, no lo puedo acompañar en sus desilusiones, por ello escribo esto. Además lo hago para que no quede una sola voz que trasmite tanta desesperanza a lectores que pueden verse reflejados en sus palabras. La desesperanza hace bajar los brazos y cuando ello ocurre los poderosos del mundo aplauden. Afirmar que «La fe, por ser ciega, es creadora de fanatismos porque ella es hermética» es desconocer que no hay un solo tipo de fe y que la historia fue escrita por otras formas de la fe; que «la verdad que adoptamos como definitiva es creadora de conflictos porque ella es intransigente» niega la verdad de los pueblos que buscan su liberación. La verdad existe pero muchos son los caminos que nos están llevando hacia ella; la relatividad es de las diversas miradas no de la verdad misma. Sostener que «La duda, por el contrario, es indulgente porque ella es libre, ella indaga, ella explora y prueba que toda verdad de ayer es la mentira de hoy, y toda verdad de hoy es la mentira de mañana» contiene una parte de verdad puesto que rescata el valor de la duda en la persecución de los mejores caminos de acceso a ella. Pero cuando la duda se enseñorea en nuestro espíritu corroe como un poderoso ácido que atenta contra la vida que siempre es proyecto, esperanza, deseo de un mañana mejor.