Hubo un tiempo no muy lejano en que el pesimismo finisecular de un Arthur Schopenhauer se expresaba así: «La vida es un péndulo que oscila entre el sufrimiento y el tedio.» Des Esseintes, el célebre e inquieto héroe de À rebours de Joris-Karl Huysmans, paseaba su languidez en una época en que el progreso había […]
Hubo un tiempo no muy lejano en que el pesimismo finisecular de un Arthur Schopenhauer se expresaba así: «La vida es un péndulo que oscila entre el sufrimiento y el tedio.» Des Esseintes, el célebre e inquieto héroe de À rebours de Joris-Karl Huysmans, paseaba su languidez en una época en que el progreso había matado el sueño, en que la democracia burguesa había socavado la revuelta, en que los jóvenes ávidos de aventuras llegaban demasiado tarde a un mundo demasiado viejo. Ya estaba en marcha la decepción para quien se contentaba con tomarse un vaso de cerveza junto a la Estación del Norte en vez de hacer un viaje de verdad a Londres, demasiado fatigoso. Al caracterizar nuestra sociedad hipermoderna como «sociedad de la decepción», ¿está Gilles Lipovetsky, analista de la hipermodernidad, demostrando algo evidente, algo que tiene ya más de un siglo y continuadores actuales, de Cioran a Houellebecq, representantes de un mismo malestar?
Evidentemente, el autor de La era del vacío no oculta que la decepción es en todo momento ese no-ser-del-todo, esa insatisfacción existencial que arraiga allí donde hay algo humano. Pero para añadir enseguida que la decepción moderna se ha radicalizado y multiplicado a un nivel desconocido en la historia de Occidente. ¿Por qué? ¿Somos quizá más metafísicos y más propensos al hastío que nuestros predecesores? Seguramente no. Más bien es que no vivimos íntegramente en el mismo mundo. La moda, el hedonismo, el nomadismo tecnológico y afectivo, el individualismo explorador, sostenidos y exaltados por el consumo, hilo de Ariadna de los trabajos de Gilles Lipovetsky y su clave para interpretar nuestra modernidad, nos responsabilizan de nuestra felicidad de manera creciente y al mismo tiempo nos someten a unas exigencias algo dictatoriales que saben vendernos. Cuanto más dominamos nuestro destino individual, más posibilidades tenemos de inventar nuestra vida, más accesible nos parece la armonía y más insoportable y frustrante nos parece su terca negativa a presentarse. Esto es el imperio de la decepción: esta libertad, vigente en todas las esferas de la vida humana, con fondo de rigor liberal y con la escatología por los suelos. De aquí la «fatiga de ser uno mismo», las tasas de suicidio en alza, las depresiones, las adicciones de toda índole… De esta configuración surge básicamente una tendencia, no tanto al cinismo cuanto a una forma de pasotismo endurecido y sombrío que nos convierte en los niños mimados de las sociedades de la abundancia. Con tanto consumir acabaremos consumiendo también los bienes materiales y espirituales que muchas otras generaciones de seres humanos se esforzaron por conseguir. Entre el incesante despilfarro de unos y la tranquila indiferencia a la democracia de otros, ya no seremos dignos de las conquistas de nuestros predecesores. Pero en Gilles Lipovetsky no se encontrará ninguna interpretación moralizante o metafísica de esta era de la decepción, sino una agudeza pascaliana para distinguir cuáles son sus competencias, sus ambivalencias y también sus imprevistos. Es una tentación, sin duda, sentar al ultraconsumo en el banquillo por esta nuestra agresiva y decepcionante manera de entender la oposición clásica entre el materialismo malo y la salvación por las cosas del alma y el espíritu… Manera también de eludir el análisis concreto de la porción de nuestra época que no es atribuible a una sola identidad: pues ¿qué pensar, dentro de una lógica puramente despectiva de la modernidad, de la explosión actual del voluntariado y las asociaciones, por ejemplo? Y lo que hoy nos decepciona, nos dice Gilles Lipovetsky, no son forzosamente los bienes materiales. Un frigorífico no tiene vida y por poco que cumpla su misión satisfactoriamente seguirá siendo él mismo y no decepcionará. ¿Se deberá la amargura a la comparación con las posesiones de otro? Esto ya no es tan matemático y se puede sentir tanto placer en comprar un Logan como un exquisito Jaguar. No, nos decepcionan mucho más los servicios públicos, los productos culturales -siempre nos «decepciona» tal o cual película, tal o cual libro-, y los misterios insondables del amor, de la sexualidad, la intensidad vibratoria de nuestras existencias, a menudo obstaculizada. Lo que nos toca lo más inmaterial, lo más específicamente humano, eso es lo que nos hace derramar lágrimas. ¿Y cómo no sentirnos decepcionados, heridos, dolidos con nuestras laboriosas democracias, cuando, pese a tener por «código genético» los derechos humanos, dejan tantos sufrimientos intactos?
Gilles Lipovetsky navega por este laberinto guardándose mucho de juzgar. Este pensador atípico, al margen de las guerras de ideas, al que aburren los sistemas y al que las sutilezas del pensamiento puro dejan estupefacto, busca en los hechos los rasgos elementales de nuestra existencia real. En los últimos años su método ha adquirido una innegable sensibilidad a lo que frustra, a lo que malogra, a lo que melancoliza la vida, y eso que se le venía reprochando que era un optimista a machamartillo. Es cierto que empezó a escribir, en 1983, con la voluntad de oponerse (para contrarrestarlas) a las escuelas de la sospecha que estaban en boga cuando estudiaba filosofía. Es cierto asimismo que este sibarita que se pasea por las ciudades observando la publicidad, a las mujeres, las modas, la variedad de comportamientos y placeres de unos y otros, ha pensado siempre que en nuestras opciones y en nuestros actos había muchísima más libertad de lo que querrían reconocer los hermeneutas de la dominación. De todos modos, su trabajo ha consistido siempre en desenterrar los detalles a menudo contradictorios de nuestras existencias, aunque sea a costa del aparato teórico, que le trae sin cuidado. Y ahí está el hecho de que la era del consumo, del «hiperconsumo», como dice él, ha modificado nuestra vida infinitamente más que todas las filosofías del siglo XX juntas. Para bien o para mal. Para bien porque, según él, en su funcionamiento hay mucho más liberalismo que en todas las actividades de los movimientos antipublicidad, ya que, por ejemplo, nos libera de la dictadura de las marcas organizando el low cost; para mal, porque hoy todo o casi todo se juzga con esquemas que son los del consumo: relación calidad/precio, satisfacción/desagrado, competición/arrinconamiento. Y la verdad es que nada de esto nos hace más felices. Pero como no podrá haber «fin de la Historia», y para Gilles Lipovetsky menos que para los demás, es lícito trabajar para que la fiebre consumista, los excesos que le son propios, no sean más que una indisposición pasajera de la humanidad.
Bertrand Richard: a juzgar por la acogida de sus obras y a pesar del título de la primera, La era del vacío, parece que lo que domina en usted es el optimismo. Incluso se le ha reprochado que no se interese por los problemas de la vida social actual. Sin embargo, en sus dos últimos libros, Los tiempos hipermodernos y La felicidad paradójica, hay un pesimismo latente, como si le inquietase por dónde va el mundo. ¿Qué piensa usted?
Gilles Lipovetsky: Quizá sea útil recordar el contexto intelectual en que escribí La era del vacío. A fines de los años setenta y principios de los ochenta, el marxismo estaba en el centro de la palestra intelectual. Los problemas de la «falsa conciencia», la alienación y la manipulación estaban a la orden del día. Siguiendo a otros investigadores o coincidiendo con ellos (Louis Dumont, Claude Lefort, François Furet, Marcel Gauchet, Luc Ferry, Alain Renaut), estas recetas me resultaban cada vez más inútiles para comprender el funcionamiento de las sociedades desarrolladas. La relectura de Tocqueville desempeñó aquí un papel crucial, puesto que permitía analizar la sociedad democrática e individualista como algo más que un epifenómeno sin consistencia o la expresión pura de la economía capitalista. Así, siguiendo este camino, me dediqué a descifrar la nueva configuración de las sociedades democráticas, transformadas en profundidad por lo que llamé «segunda revolución democrática».
Eso iba contra los análisis de Foucault, pero también contra los de los situacionistas, que insistían en la programación tentacular de los cuerpos y las almas.
Totalmente. Allí donde estos autores y muchos otros denunciaban, bajo las imposturas de la democracia liberal, el control totalitario de la existencia, yo destacaba el nuevo lugar del individuo-agente, la fuerza autonomizadora subjetiva impulsada por la segunda modernidad, la del consumo, el ocio, el bienestar de masas. Ya no era apropiado interpretar nuestra sociedad como una máquina de disciplina, de control y de condicionamiento generalizado, mientras la vida privada y pública parecía más libre, más abierta, más estructurada por las opciones y juicios individuales. Contra las escuelas de la sospecha, quise destacar el proceso de liberación del individuo, en relación con las imposiciones colectivas, que se concretaba en la liberación sexual, la emancipación de las costumbres, la ruptura del compromiso
ideológico, la vida «a la carta». El hedonismo de la sociedad de consumo había sacudido los cimientos del orden autoritario, disciplinario y moralista: La era del vacío proponía un esquema interpretativo de esta «corriente de aire fresco», de esta «descrispación» -término giscardiano-, que se observaba en las formas de vida, en la educación, en los papeles sexuales, en la relación con la política. De ahí la impresión de optimismo que produjo este primer libro, y los que le siguieron.
B.R. En otras palabras, por oponerse a las escuelas de la sospecha sus lectores pensaron que era usted optimista; algunos dijeron que un defensor demasiado ingenuo de la modernidad.
G.L. Sí. El optimismo que se me atribuyó procedía de análisis que rechazaban las cantilenas de la alienación y el control programado de la vida por el capitalismo burocrático.
B.R. ¿Fue una impresión falsa?
G.L. No, en absoluto. Pero a los lectores un poco atentos no se les escapó que la revolución individual- narcisista no era un fenómeno totalmente positivo. Si el optimismo a propósito de la aventura democrática de la libertad era real, no lo era tanto en relación con la felicidad de los individuos: basta leer las últimas páginas de El imperio de lo efímero para convencerse. Yo me he negado siempre a la denuncia apocalíptica, es demasiado fácil. Lo que sean las sociedades democráticas actuales no justifica, desde mi punto de vista, la demonización de que son objeto. Yo quiero teorizar una realidad plural, polidimensional, por lo demás raramente vivida, por ejemplo por sus detractores profesionales, como un infierno absoluto. Nuestro universo social nos da derecho a ser a la vez optimistas y pesimistas. No hay contradicción: todo depende de la esfera de la realidad de que se hable.
B.R. Así pues, el cambio de acento que señaló usted al principio de la entrevista es real. Se explica por dos series de fenómenos. En primer lugar, el entusiasmo liberacionista se ha esfumado: la emancipación de los individuos, ya conquistada, no hace soñar a nadie. Luego tenemos el aire de la época, caracterizado por la mundialización y la ideología de la salud; es menos ligero y está cada vez más cargado de incertidumbre e inseguridad.
G.L. El hedonismo ha perdido su estilo triunfal: de un clima progresista hemos pasado a una atmósfera de ansiedad. Se tenía la sensación de que la existencia se aligeraba: ahora todo vuelve a crisparse y a endurecerse. Tal es la «felicidad paradójica»: la sociedad del entretenimiento y el bienestar convive con la intensificación de la dificultad de vivir y del malestar subjetivo. Conviene recordar que yo no escribo libros de filosofía pura: yo sólo quiero explicar las lógicas que orquestan las transformaciones del presente social e histórico desde una perspectiva a largo plazo. No hay ninguna cultura individualista que sea inmutable, ninguna socioantropología democrática sin problemas ni etapas históricas. La época ha cambiado y mis libros acusan este cambio.
B.R. Pero ¿se trata sólo de «felicidad paradójica»? ¿No estamos de peor humor? ¿No sentimos una especie de decepción permanente en este mundo monopolizado por el hedonismo del Homo festivus, descrito por el llorado Philippe Muray?
G.L. Con el tema de la decepción pone usted el dedo en una profunda llaga de la vida en las sociedades actuales. Aprovechando la ocasión, me gustaría repasar y explorar con usted este «continente» de nuestro tiempo, tan importante como insuficientemente analizado. Naturalmente, como muchos otros sentimientos, la decepción es una experiencia universal. Como ser deseante cuya esencia es negar lo que es -Sartre decía que el hombre no es lo que es y es lo que no es-, el hombre es un ser que espera y, por lo mismo, acaba conociendo la decepción. Deseo y decepción van juntos, y pocas veces se salva la distancia que hay entre la espera y lo real, entre el principio del placer y el principio de realidad. Pero aunque la decepción forma parte de la condición humana, es preciso observar que la civilización moderna, individualista y democrática, le ha dado un peso y un relieve excepcionales, un área psicológica y social sin precedentes históricos. Los filósofos pesimistas de los dos últimos siglos (Schopenhauer, Cioran) niegan la posibilidad de la felicidad, ya que el deseo y la existencia sólo pueden conducir a una decepción infinita. De Balzac a Stendhal, de Musset a Maupassant, de Flaubert a Céline, de Chéjov a Proust, los temas del tedio, el resentimiento, la frustración, la vida malograda, las «ilusiones perdidas», los sinsabores de la existencia recorren la literatura moderna. ¿En qué otra época habría podido escribirse aquella frase inmortal de Mallarmé: «La carne es triste, ay, y ya he leído todos los libros»? Pero aún hay más: todo indica, incluso más allá del espejo de la literatura, que la edad moderna ha contribuido a precipitar las desilusiones de las clases medias, a multiplicar el número de descontentos y amargados por una realidad que no puede coincidir con los ideales democráticos. Se ha salvado otra etapa suplementaria, ya ningún grupo social está a salvo de la catarata de decepciones. Mientras que las sociedades tradicionales, que enmarcaban estrictamente los deseos y las aspiraciones, consiguieron limitar el alcance de la decepción, las sociedades hipermodernas aparecen como sociedades de inflación decepcionante. Cuando se promete la felicidad a todos y se anuncian placeres en cada esquina, la vida cotidiana es una dura prueba. Más aún cuando la «calidad de vida» en todos los ámbitos (pareja, sexualidad, alimentación, hábitat, entorno, ocio, etc.) es hoy el nuevo horizonte de espera de los individuos. ¿Cómo escapar a la escalada de la decepción en el momento del «cero defectos» generalizado? Cuanto más aumentan las exigencias de mayor bienestar y una vida mejor, más se ensanchan las arterias de la frustración. Los valores hedonistas, la superoferta, los ideales psicológicos, los ríos de información, todo esto ha dado lugar a un individuo más reflexivo, más exigente, pero también más propenso a sufrir decepciones. Después de las «culturas de la vergüenza» y de las «culturas de la culpa», como las que analizó Ruth Benedict, henos ahora en las culturas de la ansiedad, la frustración y el desengaño. La sociedad hipermoderna se caracteriza por la multiplicacióny alta frecuencia de las decepciones, tanto en el aspecto público como en el privado. Tan cierto es que nuestra época se empeña en fotografiar sistemáticamente el estado de nuestros chascos mediante multitud de sondeos de opinión. El crecimiento del dominio de la decepción es contemporáneo de la medición estadística del humor de los individuos, de la cuantificación regular del optimismo y el desánimo de los empresarios y los ciudadanos, de los asalariados y los consumidores.
B.R. Según eso, ¿no será la sociedad de la decepción la cabeza de puente del desencanto moderno del mundo?
G.L. Efectivamente. El otro gran fenómeno en que se basa el concepto de civilización decepcionante es la desregulación y debilitamiento de los dispositivos de la socialización religiosa en las sociedades hiperindividualistas. Es sabido que la religión no ha impedido jamás las angustias de la amargura, pero nadie negará que, en su momento de preponderancia, consiguió crear un refugio, un puerto de acogida, un sostén sólido para las penalidades de la existencia. Aunque la fe en Dios no desaparezca, todo indica que la religión ya no tiene la misma capacidad consoladora. Sólo el 18% de los franceses cree «totalmente» en el cielo y el 29% en la vida eterna; sólo dice rezar habitualmente el 20%; la costumbre de rezar habitualmente en la franja de los 18-24 años ha bajado al 10%. Ante la decepción los individuos no disponen ya de hábitos religiosos ni de creencias «llaves en mano» capaces de aliviar sus dolores y resentimientos. Hoy cada cual ha de buscar su propia tabla de salvación, con decrecientes ayudas y consuelos por parte de la relación con lo sagrado. La sociedad hipermoderna es la que multiplica las ocasiones de experimentar decepción sin ofrecer ya dispositivos «institucionalizados» para remediarlo. Pero evitemos un malentendido: con la idea de sociedad de la decepción no estoy sugiriendo una época de desmoralización infinita. Aunque abundan las frustraciones, tampoco faltan razones para esperar. La desagradable experiencia de la desilusión se difunde sobre el telón de fondo de una cultura desbordante de proyectos y placeres cotidianos. Cuanto más se multiplican las vivencias decepcionantes, más numerosas son las invitaciones a no quedarse quietos y las ocasiones de distraerse y gozar. Para combatir la decepción, las sociedades tradicionales tenían el consuelo religioso; las sociedades hipermodernas utilizan de cortafuegos la incitación incesante a consumir, a gozar, a cambiar. Tras las «técnicas» reguladas colectivamente por el mundo de la religión, han llegado las «medicaciones» diversificadas y desreguladas del universo individualista en régimen de autoservicio.
B.R. ¿Qué grandes herramientas teóricas hay para descifrar la decepción propia de los Modernos?
G. L. En el siglo XIX hubo dos grandes pensadores que subrayaron la expansión y la nueva fisonomía de la decepción vigente en los tiempos modernos. Para Alexis de Tocqueville, el autor de La democracia en América, la abolición de las prerrogativas de nacimiento fomentó el deseo de elevarse, de salir de la propia condición, de adquirir sin cesar nuevos bienes materiales, reputación y poder: la igualdad de condiciones transformó la ambición en un sentimiento universal e insaciable. Pero con la apertura de nuevas esperanzas se multiplican las frustraciones y las envidias: los individuos se sienten heridos por las desigualdades más nimias, nadie soporta que el vecino tenga más que uno. Los goces materiales son numerosos, pero más lo son los sentimientos de desdicha que producen los goces ajenos. De este modo, nos dice Tocqueville, el aumento de los bienes materiales, lejos de reducir el descontento de los hombres, tiende a elevarlo. Crecen la insatisfacción y la frustración, mientras que las desigualdades pierden terreno y se difunden las riquezas materiales. Por este motivo, en las sociedades igualitarias «se frustran más a menudo las esperanzas y los deseos, se agitan e inquietan más las almas y se agudizan las preocupaciones» (La democracia en América, 1835-1840). También Émile Durkheim puso de relieve el alcance de la decepción y el descontento en las modernas sociedades individualistas, que, a causade su movilidad y su anomia, ya no ponen límites a los deseos. En las sociedades antiguas, los individuos vivían en armonía con su condición social y no deseaban más que lo que podían esperar legítimamente: en consecuencia, las decepciones y las insatisfacciones no pasaban de cierto umbral. Muy distintas son las sociedades modernas, en las que los individuos ya no saben qué es posible y qué no, qué aspiraciones son legítimas y cuáles excesivas: «soñamos con lo imposible». Al no estar ya sujetos por normas sociales estrictas, los apetitos se disparan, los individuos ya no están dispuestos a resignarse como antes y ya no se contentan con su suerte. Todos quieren superar la situación en que se encuentran, conocer goces y sensaciones renovadas. Al buscar la felicidad cada vez más lejos, al exigir siempre más, el individuo queda indefenso ante las amarguras del presente y ante los sueños incumplidos: «Continuamente se conciben y frustran esperanzas que dejan tras de sí una impresión de cansancio y desencanto» (El suicidio). Allí donde Tocqueville veía el aumento de la decepción en el seno de una sociedad que favorecía «los pequeños placeres tranquilos y permitidos», Durkheim se fija en la «enfermedad del infinito» (ibid.), que, desencadenada por la pérdida de autoridad de las normas sociales, genera una profunda decepción.
B.R. ¿Qué nos permite hoy diagnosticar el crecimiento de la decepción?
G.L. A la escala de la historia secular de la modernidad, el momento actual se caracteriza por la desutopización o la desmitificación del futuro. La modernidad triunfante se ha confundido con un desatado optimismo histórico, con una fe inquebrantable en la marcha irreversible y continua hacia una «edad de oro» prometida por la dinámicade la ciencia y la técnica, de la razón o la revolución. En esta visión progresista, el futuro se concibe siempre como superior al presente, y las grandes filosofías de la historia, de Turgot a Condorcet, de Hegel a Spencer, han partido de la idea de que la historia avanza necesariamente para garantizar la libertad y la felicidad del génerohumano. Como usted sabe, las tragedias del siglo XX, y en la actualidad, los nuevos peligros tecnológicos y ecológicos han propinado golpes muy serios a esta creencia en un futuro incesantemente mejor. Estas dudas engendraron la concepción de la posmodernidad como desencanto ideológico y pérdida de la credibilidad de los sistemas progresistas. Dado que se prolongan las esperas democráticas de justicia y bienestar, en nuestra época prosperan el desasosiego y el desengaño, la decepción y la angustia. ¿Y si el futuro fuera peor que el pasado? En este contexto, la creencia de que la siguiente generación vivirá mejor que la de sus padres anda de capa caída. En 2004, el 60% de los franceses se mostraba optimista respecto de su futuro, pero sólo el 34% tenía la misma confianza en el de sus hijos. No olvidemos, sin embargo, que este pesimismo no es irresistible: el 80% de los estadounidenses cree que sus hijos vivirán por lo menos al mismo nivel que sus padres.
B.R. Nuestra época está pues caracterizada por la desaparición de las grandes utopías futuristas. ¿No cree que habría que hablar, hoy más que nunca, de las «desilusiones del progreso», que decía Raymond Aron?
G.L. La ciencia y la técnica alimentaban la esperanza de un progreso irreversible y continuo: hoy despiertan la duda y la inquietud con la destrucción de los grandes equilibrios ecológicos y con las amenazas de las industrias transgénicas. La caída del muro de Berlín y el librecambismo planetario debían traer crecimiento, estabilidad, reducción de la pobreza. El resultado ha sido, sobre todo en África, en América Latina y otros lugares, el aumento de la miseria y el estallido de crisis económicas y financieras. En cuanto a la rica Europa, hay paro crónico de masas y más precariedad en los empleos. Los derechos sociales protegían desde siempre mejor a los trabajadores: hoy vemos las sacudidas del Estado-providencia, la reducción de la protección social, el cuestionamiento de las conquistas sociales. Se pensaba que las desigualdades se reducirían progresivamente en virtud de una especie de «tendencia a la media» de la sociedad: pero las desigualdades aumentan, la movilidad social disminuye, el ascensor social está averiado. Por todas partes reaparecen los extremos y se fortalecen, entre los más despojados e incluso en ciertos sectores de la clase media, con la sensación de desclasamiento social, de fragilización del nivel de vida, de una forma nueva de marginación. La lógica del «mejor todavía» ha sido sustituida por la desorientación, el miedo, la decepción del «cada vez menos». En toda Europa crece la impresión de que las promesas del progreso no se han cumplido. En Asia, la mundialización se recibe con confianza en el futuro. No así en Europa, y menos en Francia, donde las desregulaciones liberales generan descontento y decepción, miedo y a veces revuelta.
B.R. Usted ha escrito algo terrible en La felicidad paradójica: «Una de las ironías de la época es que los excluidos del consumo también son una especie de hiperconsumidores.» ¿Qué conclusión hay que sacar de esto? ¿Que el consumo sobrecargado acultura, castra, ahoga toda posibilidad de revuelta?
G.L. La pobreza de nuestros días no es la del pasado. Antaño, los desheredados lo eran casi de nacimiento. Hoy ya no ocurre así. Todo o casi todo el mundo vive en un contexto de apremio de las necesidades y de bienestar, todo el mundo aspira a participar en el orbe del consumo, el ocio y las marcas. Todos, al menos en espíritu, nos hemos vuelto hiperconsumidores. Los educados en un cosmos consumista y que no pueden tener acceso a él viven su situación sintiéndose frustrados, humillados y fracasados. Solicitar ayudas sociales, economizar lo esencial, privarse de todo, vivir con la angustia de no llegar a fin de mes: aquí, la idea de decepción es sin duda insuficiente, dado que se conjuga con vergüenza y autorreproche. La civilización del bienestar de masas ha hecho desaparecer la pobreza absoluta, pero ha aumentado la pobreza interior, la sensación de subsistir, de sub-existir, entre quienes noparticipan en la «fiesta» consumista prometida a todos. En cuanto a la revuelta «castrada», ya se hablaba de ella en los años sesenta. Marcuse decía que el consumo había conseguido integrar a la clase obrera creando un hombre unidimensional que no se oponía ya al orden de la sociedad capitalista. Sin embargo, este análisis presenta dificultades. En primer lugar, vuelven las denuncias radicales del mercado y de la técnica. A continuación, que la idea de ruptura revolucionaria ya no es creíble, pero no por eso se ha embotado en absoluto la capacidad de crítica social. La verdad es que se ha generalizado en el conjunto de esferas de la vida social. Matrimonio entre homosexuales, la droga, las madres de alquiler, la alimentación, las modalidades de consumo, los programas de televisión, el velo islámico, la construcción europea, el trabajo dominical; ¿qué dominio escapa ya al cuestionamiento y la disensión? Aunque la perspectiva revolucionaria no esté ya vigente, la unanimidad en las opiniones no es lo que nos amenaza.
B.R. Al margen de las heridas infligidas por el sub-consumo, ¿no recibe también frontalmente el universo laboral la onda expansiva de la decepción?
G.L. No cuesta imaginar el resentimiento de los jóvenes que están inactivos durante años o que van de miniempleo en miniempleo, de cursillo en cursillo, sin acceso a la sociedad de hiperconsumo y, en definitiva, sin ganarse la propia estima. En el otro extremo de la existencia, con el paro perpetuo de personas de más de cincuenta años, observamostambién mucha decepción: ¿cómo no estar amargados cuando nos sentimos «tirados después de usados», cuando nos hemos vuelto «inservibles», inútiles para el mundo? Ante esto los individuos se sienten humillados y fracasados a nivel personal, allí donde antaño estas situaciones se vivían como destino de clase. Hoy, el éxito o el fracaso se remiten a la responsabilidad del individuo. De pronto, la vida entera se nos presenta como un gran desbarajuste, con el sufrimiento moral de no estar a la altura de la tarea de construirnos solos. Por lo demás, ni siquiera los que tienen trabajo están totalmente libres de desilusión. Muchos estudios señalan actualmente la presencia de «depresiones» entre los directivos: están estresados y se han vuelto escépticos, descontentos e indiferentes: ellos son los nuevos decepcionados de la empresa. Los que tienen título distan de ocupar puestos a la altura de sus ambiciones. Al mismo tiempo, aumenta el número de asalariados que se quejan de no ser debidamente valorados por sus superiores y de no ser respetados por los usuarios y los clientes. En la actualidad, la «falta de reconocimiento» figura en segundo lugar (detrás de las presiones por la eficacia y los resultados) como factor de riesgo de la salud mental del individuo en el trabajo. El aumento de la decepción no deriva mecánicamente de los despidos, las deslocalizaciones o la gestión estresante del potencial de cada individuo: arraiga igualmente en los ideales individualistas de plenitud personal, vehiculados a gran escala por la sociedad de hiperconsumo. El ideal de bienestar ya no se refiere sólo a lo material: ha ganado el pulso en la propia vida profesional, que debe llevar a buen término las promesas de realización personal. Ya no basta con ganarse la vida, hay que ejercer un trabajo que guste, rico en contactos, con «buen ambiente». De aquí el creciente desfase entre las aspiraciones a la realización de uno mismo y una realidad profesional a menudo estresante, ofensiva o fastidiosa. A medida que se destradicionaliza, la actividad profesional se vuelve una esfera más decepcionante, aunque los asalariados no acaben de reconocerlo. Casi todos dicen que son «felices en el trabajo» y que «confían en la empresa», pero, mira por dónde, creen que los demás se sienten infelices e insatisfechos.
Traducción de Antonio-Prometeo Moya (Editores de Nación Apache)