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La estaca

Fuentes: Público

«Cuando la insurrección es general, no necesita apologías» Boissy d’Anglas Todo ha estallado. Ya circulan las listas, los nombres de los corruptos y los corruptores. Ya se puede hasta poner números al entramado subterráneo del PP, hacer un árbol genealógico de cargos, constructoras, medios de comunicación. Se irá un paso más allá para trazar líneas […]

«Cuando la insurrección es general, no necesita apologías»

Boissy d’Anglas

Todo ha estallado. Ya circulan las listas, los nombres de los corruptos y los corruptores. Ya se puede hasta poner números al entramado subterráneo del PP, hacer un árbol genealógico de cargos, constructoras, medios de comunicación. Se irá un paso más allá para trazar líneas entre los puntos: bucear en las declaraciones de la renta, hacer arqueología de los concursos y concesiones, revisar obras públicas, recitar listas de asesores. Orfebrería del delito. Es un paisaje mareante: la corrupción como sistema y como modo de gobierno, una figura fractal que se retuerce sobre sí misma hasta ocuparlo todo.

Por eso la pregunta que hay que hacerse, lo que deberían plantearse aquellos que no cobran en sobres ni comercian con dinero público, es precisamente esa: ¿es verdad que ha estallado todo? De hecho, ¿ha estallado algo? Y la respuesta es que no, que aquí no ha pasado nada, que aquí las cosas hay que hacerlas pasar. En este país, esperar que los escándalos tengan consecuencias por sí mismos es un ejercicio de ingenuidad. No se trata solo de la impunidad judicial que el régimen utiliza continuamente como escudo (un sistema tan implacable con unos como blandito y servil con los otros). Se trata de algo más sutil y complicado a la vez, que tiene que ver con el significado y los efectos de las palabras, y con el contacto que han perdido con la realidad.

La política española entró hace ya tiempo en una fase de obscenidad: todos sabemos que lo que se nos dice es mentira. La narrativa de la transición está hundida; sus conceptos fundamentales (democracia, representación, consenso…), huecos de contenido, flotan sin rumbo alguno sobre el vacío. Hablan y nos pasa como a los afásicos de la historia de Oliver Sacks, que han perdido el manejo de las palabras pero leen en los gestos, en el tono y la cadencia de la voz, en todos los matices de la expresión. Un día, cuenta Sacks, un grupo de afásicos estaba viendo al presidente Reagan dar un discurso; apenas empezó a hablar rompieron a reír como locos. El histrionismo de Reagan, todo ese esfuerzo por hacer como que decía la verdad, les resultó completamente inverosímil: o ese señor estaba contando un chiste, o estaba directamente mintiendo. Cuando escuchemos en los próximos días otra retahíla de juramentos solemnes y lamentos por el honor mancillado, la escena será parecida. Nietzsche decía que el Estado miente con todos los dientes de la boca: llama a las cosas con un nombre que no es.

El problema, sin embargo, es que todo esto no tiene nada que ver con una cuestión moral. La corrupción no es más que una posdata de la oligarquía que gobierna realmente este país: son las 30 monedas que le cuestan sus testaferros y voceros. Por eso la obscenidad, esta avalancha de podredumbre a plena luz del día, no tiene por qué ser un síntoma de la debilidad del régimen; paradójicamente, puede ser incluso una demostración de su fuerza. En Italia, la Tangentopoli de los 90 acabó produciendo a Berlusconi: el prototipo del héroe obsceno, el caudillo que roba sin disimular y hasta presume de ello, no como esos políticos que nos desfalcan mientras hablan de honradez y dignidad. Naturalizar el escándalo, esgrimir la impunidad como una prueba de poder, puede suponer un blindaje final de la cleptocracia, una sanción de la ley del poderoso que ya no necesita disimular, que solo necesita policía para mantener «su» orden social. Mientras no haya una fuerza contraria en medida de desalojar a la mafia que controla el país, la obscenidad puede incluso ahorrarles el engorro de seguir mintiendo en lugar de llamar a las cosas por su nombre. Una transición a la tiranía.

Por eso hay que repetirlo: aquí no ha pasado nada, todavía. Lo que está ahora mismo en juego no es solo la corrupción de la «clase política» sino todo un modelo de relaciones de poder, el mismo entramado económico y político que ahoga la democracia y hunde el país en la miseria. Hoy en día corrupción y gobierno de la deuda son inseparables, son dos extremos de la misma trama, y solo se acabará con una luchando contra la otra hasta el final. Esa trama está cada vez más desnuda, es cada vez más obscena, pero nada va a suceder por sí solo. Que la estaca esté podrida no significa que no vaya a durar, que no se vaya a hacer más ancha y más grande. La estaca está podrida: hay que rodearla, estirar de cada lado, asegurarse de verla caer.

Fuente: http://www.publico.es/450007/la-estaca