Josep Maria Esquirol plantea en este ensayo la relación entre la ética y la mirada, dos aspectos que articula a través del concepto de respeto. Desde los años sesenta del siglo pasado, el mundo de imágenes y signos crece sin medida normalizada y amenaza con invadirlo todo. Parece que la representación se haya convertido en […]
Josep Maria Esquirol plantea en este ensayo la relación entre la ética y la mirada, dos aspectos que articula a través del concepto de respeto.
Desde los años sesenta del siglo pasado, el mundo de imágenes y signos crece sin medida normalizada y amenaza con invadirlo todo. Parece que la representación se haya convertido en la realidad, el mapa en territorio, como temía Borges. El individuo, en un punto neurótico que mira a través de la ventana de los medios unas imágenes que por su colorido y movilidad siente más reales que él mismo. ¿No habría que moderar con ética y ascesis esa «mirada opulenta», que acaba con todo, que ya no ve otra realidad que sus bombásticas visiones? ¿Fundar una práctica de lo bueno y correcto, una práctica de lo real, en el navegar cotidiano entre abismos de representaciones, como quería el viejo Illich?
Estas cuestiones son preguntas con sentido. ¿Por qué? Porque ello resulta obvio en la práctica, y porque en lo profundo esa urgencia ética y ascética es apremio ontológico, como vemos, es decir, cuestiona nada menos que el modo general de ser y vida de las cosas. Este libro no ofrece respuestas con sentido a estos interrogantes (no las hay ni puede haber por hoy, porque, si no, no existirían éstos, en camino, además, de hacerse eternos), pero sí criterios con sentido para enfrentarse a ellos.
Josep Maria Esquirol expone la estrecha relación entre ética y mirada articulándolas con un concepto, el de respeto, de gran juego ético, incluso a la vieja usanza. Pero no sólo eso, porque el respeto moral al otro y lo otro en la práctica es primordialmente respeto ontológico a lo real en el pensar; o en el mirar. El respeto implica una mirada atenta, algo más que la pura recepción de los impulsos eléctricos o la activación de pautas cognitivas. La mirada atenta implica una relación ética, porque mirar comporta un perjuicio o un beneficio para lo que observamos.
Primero, hay que aprender a
mirar, sin más, porque no hay nada más ofensivo que ni siquiera ver a los otros, relegarlos a la inexistencia. (Ésa es la gran ofensa ética a lo real, inherente a la mirada a las imágenes y no a las cosas). Después, hay que aprender a mirar con atención y respeto, cómo y dónde. Porque la mirada tiene muchos pliegues; a veces se trata de no acercarla demasiado o de saber, incluso, apartarla a tiempo. Hay que aprender de alguien que sepa, como sucede en la magnífica película de Akira Kurosawa, Dersu Urzala, que cita el libro.
Esta capacidad de aprender a mirar la devasta una sociedad tecnocientífica altamente voyeurística, que ha desarrollado conductas enfermizas de lo visual. El allanamiento cuantitativo de la realidad lleva a un solipsismo contemporáneo, en el que todo es visible porque todo importa lo mismo, poco, nada. La ética del respeto tiene esa capacidad de bumerán, en la que si no se respeta a nadie tampoco se respeta uno mismo. La capacidad y disponibilidad de métodos y utensilios para ver y transmitir todo han eliminado la privacidad, la intimidad personal. Con ellas han desaparecido de nuestro campo visual lo oculto, misterioso, lo cósmico, a lo que accedía, embebecida en ello, esa fragilidad reservada de la mirada personal: uno mismo y su ánimo.
Nada oculto o misterioso, en efecto, queda ya por transgredir con los ojos, y en ningún sentido, porque lo que en definitiva existe a nuestro alrededor es mercancía a disposición, escrutinio y consumo. Si significa algo hablar de respeto a lo natural, si todavía queda un resquicio de lo sublime en nuestro entorno, éste debe nacer de una agudeza visual que no se agote en esa mercancía impúdica. Es horrible la jerga tecnocrática de «recursos ecológicos» o «valor añadido del paisaje», por ejemplo. La experiencia primigenia de la naturaleza en plena acción (tempestades, atardeceres, noches estrelladas, etcétera) remite a algo que va más allá de nosotros, aunque no sea experimentable más que por nosotros mismos: lo cósmico sin más, sin valores ni recursos añadidos. Esa experiencia, que rompe la mirada tecnocrática, es justamente la de la fragilidad frente a lo inconmensurable, pero la de la mía: la que me da realidad como ser frágil, absorto, abierto de mirada a lo real-otro. Cuando somos capaces de mirar con atención y respeto reconocemos nuestra propia realidad, por frágil que sea, en la del otro y lo otro, por muy extraño que sea. Ya no somos el punto neurótico solitario, agazapado en una campana virtual, tan virtual como ella misma. Con todas sus connivencias, el mapa es el mapa y el territorio el territorio. Las imágenes son imágenes y lo real es lo real. Habrá muerto el yo, pero yo todavía no.