Óscar Enrique León, en su libro «Democracia burguesa, fascismo y revolución» establece que «fascismo y democracia burguesa son realidades políticas insertas en la misma estructura histórica del capitalismo mundial. Su evolución ha de ser apreciada desde esta perspectiva. No hacerlo de este modo conduce a una fragmentación de la realidad y a la equivocación, no pocas veces intencional, de considerarlas como realidades separadas y hasta contrapuestas, excluyentes.
No otro ha sido el derrotero ideológico de los voceros de la democracia burguesa, lo que ha alcanzado su máxima expresión con el neoliberalismo y el concepto de globalización; curiosamente, cuando la democracia burguesa de hoy muestra sus mayores coincidencias con el fascismo de ayer».
Ateniéndonos a este aserto, no es difícil comprobar cómo cada día esta realidad está concretándose en cada nación del mundo, con una tendencia creciente que a muchos alarma y les hace vaticinar el colapso del modelo civilizatorio actual. En épocas pasadas, ella era consecuencia de las crisis económicas y políticas que sacuden de vez en cuando las estructuras que sostienen dicho modelo hasta desembocar en lo que sería la Segunda Guerra Mundial y, posteriormente a ella, como alternativa para implementar con éxito las medidas del capitalismo neoliberal, comenzando con Chile bajo la dictadura del general Augusto Pinochet.
Sin embargo, las nuevas modalidades son algo más «sutiles» y suelen justificarse con argumentos tecnócratas que convenzan a las masas de su conveniencia y fortuita aplicación; todo en un contexto de globocolonización, según Frei Betto, que tiene entre sus particularidades la erradicación de la cultura y de la memoria histórica de los pueblos a subyugar y explotar.
Este brote neofascista, por consiguiente, en nuestra América no es casual. Coincide con la estrategia diseñada por los think tanks (o laboratorios de ideas) del Departamento de Estado, la Agencia Central de Inteligencia (CIA), el Pentágono y demás agencias u organismos de seguridad e inteligencia con que cuenta el imperialismo gringo, a los que se han sumado las cadenas empresariales de noticias y grupos de la derecha europea e hispanoamericana; conjugados todos para combatir y derrotar los procesos emancipatorios surgidos al sur del río Bravo.
Frente a ello, los gobiernos y los movimientos de tendencia revolucionaria, progresista o izquierdista poco han conseguido para evitar su avance y alterar, de este modo, la correlación de fuerzas a su favor. Unos, como en Argentina y Ecuador, han dado paso a regímenes más inclinados a satisfacer los intereses del capitalismo neoliberal globalizado, abandonando los programas sociales que benefician a los sectores populares. Pero ello no sería posible de no existir una ideología dominante que hace mella en la conciencia de quienes conforman las clases subordinadas, oprimidas y explotadas, ideología que ha sido inculcada a través del tiempo por aquellas clases y fracciones de clases que son usufructuarias del orden establecido.
«Los capitalistas no dominan el Estado sino por cuanto existen importantes sectores del pueblo que se consideran solidarios con su sistema y están dispuestos a trabajar para el capitalista, así como a votar y disparar a su favor, convencidos de que su propio interés exige el mantenimiento del orden económico capitalista», nos dice Arthur Rossemberg en su libro «El fascismo como movimiento de masas».
Esto vuelve la lucha revolucionaria en una empresa titánica y permanente que no solamente debe encauzarse a la conquista del poder político con intenciones de trascender el capitalismo, aplicando fórmulas reformistas que poco harán por transformar las distintas estructuras que soportan y caracterizan el modelo civilizatorio actual. Debe proyectarse igualmente a la consecución de una conciencia con nuevos valores, centrados estos en el bien común, el vivir bien y el respeto a la humanidad y a la naturaleza, incluso con una cosmogonía basada en la realidad histórica de nuestro continente hasta ahora subyugado; todo lo cual será producto de un esfuerzo colectivo -heroico, dirá Mariátegui- y heterogéneo, de manera que sea posible la constitución de un modelo civilizatorio de nuevo tipo.
En la citada obra de Arthur Rossemberg, éste puntualiza que «el fascismo no es más que una forma moderna de la contrarrevolución burguesa capitalista, disfrazada de movimiento popular». De ahí que no sea nada casual que la burguesía (entendida ésta como el sector dominante, opuesto a los intereses de los sectores populares mayoritarios de cada nación) se muestre dispuesta a recurrir a la vieja fórmula del fascismo, conformando -incluso- una internacional de la derecha (con dirección y apoyo directos de Washington), a lo que suma el conjunto de bases militares gringas diseminadas por todo este continente, apuntando a objetivos estratégicos, vitales para su modo de vida capitalista, entre estos los yacimientos energéticos y acuíferos, además de otros que se hallan en grandes cantidades en una gran parte de las naciones hispanoamericanas.
Ahora, ¿qué distingue y pretende este fascismo «nuevo», delineado en un sentido general por el imperialismo gringo?
A simple vista, lo distingue la brutalidad y la intolerancia extrema con que se ha hecho visible, ubicándose sus instigadores por encima de las vidas del resto de las personas, las cuales -según su visión clasista, racista y supremacista- debieran estar subordinadas a sus intereses y a sus propósitos particulares. En cuanto a su pretensión, hay un trazo ideológico (si es que cabe el término) bastante concreto: la dependencia y la sumisión incondicional respecto al capitalismo global, representado y regido por las grandes corporaciones transnacionales asentadas mayormente en territorio estadounidense y europeo. Por ello mismo, el guion seguido por la derecha en Argentina no difiere mucho de lo hecho por sus pares en Brasil bajo el mandato de Jair Bolsonaro y que comienza a adquirir forma con Daniel Noboa en Ecuador.
Siempre se ha señalado, históricamente, que el fascismo es la expresión política de la ultraderecha y el recurso al cual recurren los sectores oligárquicos dominantes para preservar sus intereses frente al auge prerrevolucionario de los sectores populares insubordinados. Hasta allí nada sería complicado de explicar. Sin embargo, ante el comportamiento observado entre gobernantes y dirigentes políticos que se autocalifican de revolucionarios, progresistas y/o izquierdistas, cabe admitir que existe la posibilidad innegable de un fascismo que bien podrá llamarse de izquierda, aunque suene contradictorio y genere alguna polémica. Algo que ya se identificara como estalinismo en la extinta Unión Soviética.
Lo importante es considerar que el fascismo de derecha no es nada diferente de aquel que pretendería (sin serlo, habrá que advertirlo de antemano) distinguirse como progresista, revolucionario y socialista, puesto que ambos requieren de la subordinación incondicional de quienes conforman la mayoría, es decir, de los sectores populares subalternos, haciendo de la democracia una simple referencia, carente de alguna base real que le permita a éstos convertirse en sujetos históricos activos de su propia emancipación y, por consiguiente, creadores de un nuevo modelo civilizatorio, más equitativo y realmente democrático. Serían expresiones de un mismo tipo de comportamiento político, enraizado en las relaciones de poder engendradas por el Estado burgués liberal, las cuales comprenden una jerarquización básica: gobernantes y gobernados, o con más precisión, clases dominantes y clases dominadas.
Para que no exista alguna duda sobre su origen, Carlo Frabetti, en su artículo «El fascismo del siglo XXI», resume que «puesto que el capitalismo es la matriz del fascismo y el fascismo es la última ratio del capitalismo, cualquier persona que asuma las normas y valores del sistema se convertirá en un fascista en potencia, cuando no en acto». La construcción de una sociedad postcapitalista y, en todos los aspectos, una que esté especialmente caracterizada por la hegemonía y la cotidianidad democrática de parte de los sectores populares (al mismo tiempo que ellas sirvan para reafirmar su soberanía por encima de cualquier razón de Estado u oligarquía gobernante) siempre ha sido una aspiración revolucionaria postergada. Por diversos motivos.
Básicamente por la realidad histórica -común en diversas regiones del planeta- de unas relaciones de poder, engendradas (o derivadas) del modelo de Estado burgués liberal vigente y de los valores excluyentes heredados de la cultura eurocentrista. Volviendo al libro de Oscar Enrique León:
«Pecamos de ingenuos cada vez que esperamos que a la derecha de hoy se le caiga la máscara para mostrarnos el fascismo de ayer. Sólo puede mostrarnos el de hoy, el que no podemos, no queremos o no sabemos cómo ver por estar inmersos en la misma democracia burguesa, en la que participan por igual la derecha y la revolución, aunque con propósitos, se supone, muy distintos.»
En realidad, la derecha es exactamente la misma cuando participa en elecciones que cuando planifica golpes de Estado. No tiene máscaras. Es la revolución la que se empeña en ceñirle una, que no la torna más horrible de lo que por propia dialéctica ha llegado a ser. Aún así, se le puede calificar de fascista, o más bien de fascistoide, lo que sería más correcto, por las a veces sorprendentes analogías de su comportamiento con las huestes que seguían a Mussolini o Hitler. Pero que ello no mueva a engaño ni a confusión. Se pierde el tiempo distinguiendo entre una derecha moderada y una extrema o fascista. La revolución tiene que ver la democracia burguesa más como un problema estratégico que institucional.
Sería muy tonto de su parte sentarse a esperar la llegada del fascismo de ayer, cuando la derecha de hoy ya llegó. Más tonto aún si de lo que se trata es de ir contando con el dedo fascista por fascista». O también tratar de eliminar sus acciones e influencias sólo con discursos distractores que obvian su verdadero origen. –
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